Antonin, un joven retraído y de apariencia frágil, ingresa a un centro de recuperación de pájaros heridos como parte de un programa de reinserción social luego de una extensa enfermedad. Allí conoce a Paul, el responsable de criar y sacrificar a las ratas que harán las veces de alimento de las aves rapaces, y a dos veterinarias que diariamente intentan salvar las vidas de los seres alados más diversos. Con ese punto de partida aparentemente sencillo, agitando y combinando las aguas del cine documental con las de la ficción, los realizadores suizos Maya Kosa y Sérgio da Costa crearon una de las películas más originales y secretamente potentes estrenadas en el prestigioso Festival de Cine de Locarno. L'île aux oiseaux también se presentó el año pasado en el Festival de Mar del Plata como parte de la competencia Estados Alterados y, desde hoy, puede verse en la plataforma Mubi bajo su título internacional en inglés, Bird Island (ver crítica aparte).

Maya y Sérgio nacieron a poco más de 60 kilómetros de distancia –en Ginebra ella, en Lausana él– y se conocieron hace quince años en la Haute Ecole d'Art de Design ginebrina, donde ambos cursaron la carrera de dirección cinematográfica. Bird Island es su cuarta película como codirectores luego de dos cortometrajes y el largo Rio Corgo (2015). En comunicación exclusiva con Página/12, el dúo de directores detalla la forma en la cual suelen transitar el proceso creativo. “Con Sérgio desarrollamos una afinidad artística y fue natural seguir colaborando después de terminar los estudios. En general, trabajamos de forma bastante orgánica. Compartimos la escritura, la dirección, el montaje y la dirección de actores. Sin embargo, es Sérgio quien cuida la imagen. En esta película él tenía la cámara sobre el hombro, así que estuve más a cargo de las actuaciones. Las personas con las que trabajamos también contribuyen enormemente al desarrollo de las ideas. Son fuerzas esenciales que expanden nuestra imaginación. Por ejemplo, la voz en off en Bird Island fue escrita en estrecha colaboración con Antonin, autor de los momentos más poéticos”.

-¿Cuándo y cómo fue que se interesaron por el centro de recuperación de aves?

Maya Kosa: -Algo muy pequeño puede dar lugar a un proyecto. En este caso, una situación anecdótica nos empujó a una aventura que duró varios años y que finalmente se materializó en un objeto: la película. En 2013 vivíamos con amigos en una casa abandonada, en una zona residencial de Ginebra. Teníamos un gran jardín donde la vegetación crecía libremente, lo cual atraía a muchos pájaros. Como eran nuestros vecinos, queríamos saber sus nombres, comprender su comportamiento y hábitos. El descubrimiento de ese universo, infinitamente rico, nos hizo desarrollar una pasión por la ornitología. Un día, en ese mismo jardín, encontramos un pequeño pájaro herido y, sin saber qué hacer con él, buscamos un lugar donde pudiera ser tratado. Así es como nos topamos con el Centro Ornitológico de Genthod. El caos de ese lugar, a diferencia del ambiente de una clínica veterinaria aséptica que uno esperaría en el contexto suizo, nos sorprendió a ambos. Sérgio quiso rodar de inmediato una película en este escenario de increíble violencia sónica. Las aves silvestres están encerradas en pajareras, sobrevoladas cada tres minutos por grandes aves mecánicas, los aviones que aterrizan a unos cientos de metros en el aeropuerto de Ginebra. El ruido provocado por los aviones siempre es un problema para el rodaje, pero para esta película ese sonido infernal se convirtió en un elemento narrativo importante. Para mí, el interés por el proyecto se manifestó realmente cuando conocí a Antonin, el personaje principal de la película.

-¿Cómo se fue estructurando, en la escritura del guion y durante el rodaje, la cruza constante entre ficción y documental? ¿En algún momento pensaron que L'île aux oiseaux podía ser un documental estricto o bien una ficción pura?

M.K.: -Las dos cosas estuvieron presentes desde el principio. A grandes rasgos, diría que Sérgio es el documental y yo la ficción. Sérgio confía mucho más en la realidad, mientras que yo necesito transformarla de inmediato. En Bird Island ese elemento de ficción que trasciende la realidad es Antonin, que no es un empleado del lugar. Antonin descubrió el centro ornitológico durante el rodaje, en 2016, después de graduarse en dirección de cine en la misma escuela donde nosotros habíamos estudiado unos años antes. En mi opinión, es la presencia de Antonin la que revela el potencial de ese contexto real. Es a través de él, el que viene de "afuera", que surgen las cuestiones de carácter filosófico sobre nuestra relación con la naturaleza y los demás seres vivos.

Sérgio da Costa: -El rodaje fue de siete semanas y se dividió en dos partes. Durante las tres primeras nos dedicamos al registro documental, al trabajo de la veterinaria y su asistente. El cuidado con el que esas dos mujeres manejaban a los pájaros durante las operaciones nos llevó naturalmente a centrar el rodaje en su trabajo, eliminando el resto de las actividades del centro. Había algo sagrado en el quirófano, reforzado por el silencio que requiere la concentración. Durante la segunda parte del rodaje, escenificamos el entrenamiento de Antonin con Paul –un hombre que trabajó en el centro durante años– como parte de un programa de reintegración social y profesional. En esa segunda parte, dirigimos todas las secuencias que unen a la veterinaria con Antonin.

-Es imposible no ver una cualidad bressoniana en la película. ¿Esa influencia es consciente? ¿Qué otros referentes, en el cine y otras artes, podrían citar?

M.K.: -Para el lanzamiento online, la plataforma Mubi nos pidió que preparáramos un texto de presentación para acompañar la película. No respetamos del todo las instrucciones y, en lugar de un texto, enviamos un collage de obras que sirvieron de inspiración para la película. Por un lado, las pinturas de pájaros de John James Audubon, uno de los primeros pintores ornitólogos, que vivió a comienzos del siglo XIX en América. Sus pinturas nos permitieron imaginar cómo queríamos representar a las aves. También miramos los cuadros de animales del pintor francés Henri Rousseau. La ausencia de expresión en los ojos hace que su mundo sea impenetrable. Hay un gran respeto del artista por esa alteridad. Silent Spring, un libro de Rachel Carson escrito en los años sesenta, ha sido un compañero militante para nosotros, presente durante todo el proceso. Ese libro es considerado como uno de los pilares del movimiento ecologista. Para construir el personaje de Antonin, nos inspiramos en un autor suizo de principios del siglo XX, Robert Walser, cuya obra está salpicada de personajes jóvenes, un poco soñadores, un poco torpes, pero a la vez muy conscientes de las cosas que los rodean y a los que realmente no les importa llegar a la adultez. Y, por supuesto, está el cineasta Robert Bresson, más precisamente Diario de un cura rural, que vimos varias veces cuando preparábamos la película. Nos concentramos especialmente en el uso de la voz en off, que es la de un personaje que, de repente, se ve envuelto en una comunidad de personas que viven de acuerdo con ciertas reglas. Alguien que llega, no conoce a nadie y tiene que adaptarse.

-¿Cuándo les resultó claro que debía haber una cualidad especular entre las aves lastimadas y el protagonista?

S.d.C.: -Eso también estuvo presente desde el principio, aunque nos resistimos durante mucho tiempo. La película fue financiada íntegramente por una beca suiza dedicada a documentales de temática social. Creo que fue ese costado de ejercicio escolar lo que nos hizo retroceder al principio. Pero eso fue antes de entender que ese espejo, como tú lo llamas, entre los pájaros que sufren y los personajes dañados por la vida, como Antonin o Paul, era la esencia misma de la película.

-¿Cómo fue el proceso de dirección de actores no profesionales?

M.K.: -El contexto es real y los personajes son empleados verdaderos del lugar, a excepción de Antonin. Aunque es un personaje de ficción, en paralelo trabajamos con el retrato de Antonin Ivanidzé, el actor, ya que había elementos de su biografía que se reflejaban en los temas de la película. Por ejemplo, su condición física, debilitada tras una larga enfermedad, se ligaba al sufrimiento de las aves hospitalizadas. También sentimos que su personalidad coincidía con el alma del lugar. En privado, uno se da cuenta rápidamente de que la presencia de Antonin es especial; es alguien que no puede ocultar lo que le pasa. Todo se puede leer en su rostro y en la expresión de su cuerpo. Queríamos que la película se viera a través de sus ojos.

-¿Por qué eligieron música sacra para la banda de sonido?

S.d.C.: -Las elecciones musicales están más ligadas a nuestra sensibilidad que a nuestras intenciones. Es un poco abstracto, pero tengo la impresión de que influyeron en la forma en que filmamos el lugar y los personajes. Creo que forman parte de la atmósfera melancólica de la película. En 2013, cuando descubrimos el lugar, nos enteramos de que los pájaros más comunes estaban desapareciendo en masa. Mirando a esas aves tuvimos la sensación de filmar un mundo que está desapareciendo, y nos invadió un fuerte sentimiento de melancolía que ciertamente contaminó tanto a la película como a la música.

-Hablando de religión y almas: hay una escena tan sencilla como bella, la “desaparición” del ratón. ¿Cómo la realizaron?

 

M.K.: -Originalmente, queríamos usar una cámara térmica para hacer una serie de retratos, incluidos los protagonistas, los pájaros y las ratas. La intención era que la película comenzara así para dejar en claro, desde el principio, que eran sujetos de estudio equivalentes. Era importante poner a todas las especies en pie de igualdad, ya que eso se corresponde con nuestra visión del mundo. Durante el rodaje, abandonamos la idea de los retratos y la reemplazamos por la representación de la muerte de una rata. Con la cámara térmica, filmamos un primer plano de una rata que acababa de ser matada por Paul, lo que nos permitió captar el enfriamiento de su cuerpo, pasando de los colores cálidos a los colores fríos, hasta mimetizarse con el fondo y eventualmente desaparecer. Fue una forma de rendir un homenaje al sacrificio de las ratas.