Higinio lloraba, hacía pucheros. Por momentos se le quebraba y aflautaba la voz como en medio de un berrinche. ¿Gemir y alargar su relato eran parte de una estrategia judicial? ¿O estaba verdaderamente desbordado? El hombre corpulento de ojos claros y nariz aguileña sólo debía responder dos preguntas simples: ¿Qué contenía el bolso que se llevó de la escena del delito sin permiso y sin avisar? ¿Qué hizo con él? Pero habló sin parar como si no tuviera control sobre las palabras. Dijo cosas innecesarias como que al llegar a su departamento en Santa Fe se higienizó y antes se quitó lentamente los calzoncillos, dando detalles de una desnudez que ni a los fiscales, ni a los periodistas, ni a los empleados judiciales importaba. En medio de ese barullo que le explotaba en la garganta como un tifón, no ahorró súplicas y plegarias ante una jueza inmutable.

Higinio Bellagio había sido hasta hace cuatro días el subjefe de la policía federal de la provincia de Santa Fe, donde daba órdenes a decenas de hombres y mujeres armados. Pero ahora estaba esposado, sentado en una sala de audiencias y lloraba como un chico. Saldría de ahí imputado por encubrimiento, entorpecimiento del material probatorio y alteración de la escena del hecho. Pero hasta el último minuto afirmó en voz alta ser un hombre bueno. Y sus argumentos probatorios de tal bondad eran: poseer estudios universitarios, pasarle mensualmente dinero a su mamá jubilada y ser casto.

A propósito de esa castidad perjuró que Roxana González, una oficial de 28 años que era la testigo clave de la causa en su contra, le había propuesto dormir en su departamento la misma noche del tiroteo que lo había llevado al banquillo pero él no se lo permitió. Y explicó por qué en tono militar. Enfático: “Soy un ciudadano de bien, señora jueza”. Y los ciudadanos de bien, según él, no sucumben a ningún encanto. Real o imaginario. Su negativa debió constituir un estoicismo épico ya que se encargó de señalar que la chica en cuestión “se vestía sexy, con pantalones de cuero” y “era seguida por todos los policías como moscas”.

Probablemente intentara así descalificar el principal testimonio en su contra y deslizar que la justicia estaba creyendo ciegamente los argumentos… ¿de una cualquiera? Su autodefensa fue profusa y lacrimógena. Pero su ex jefe, sentado a dos sillas de la suya lloraría más.

Mariano Valdés de 51 años, también tenía sus manos unidas por el metal. Bajaba la vista con una mirada furibunda y meneaba la cabeza. La levantaría luego para decir que era víctima de una causa armada. “La noche del 9 de septiembre de 2019 paré a la vera de la autopista porque a la oficial Roxana se le había volcado la yerba del mate, señora jueza, lo hice por ella. No sé por qué esta chica dice todas estas cosas. Yo no discutí con nadie. Se paró una camioneta a la par nuestra. Sus ocupantes quisieron robarnos y empezaron a disparar. Yo no los conocía. No llamé al 911 porque pensé que la bala me había atravesado la vena femoral, temí por mi vida”, alcanzó a decir y rompió en llanto. Como dos chorros furiosos las lágrimas le brotaban sin que él pudiera contener los sobresaltos de su congoja. Decía ser víctima de una ignominia, de una fatal injusticia, de…

-Tome un vaso de agua y trate de calmarse- le sugirió la jueza Marisol Uzandizaga.

Valdés lloró al menos dos veces más. Un quejido interrumpió su relato cuando contaba cómo lo habían pasado a disponibilidad y lo habían mandado a una cárcel provincial, a él “un hombre intachable, ejemplar”. Lo decía con bronca, con vehemencia, mascullando las palabras, mientras los secretarios del juzgado de Villa Constitución tecleaban su testimonio. Estaban invadidos por un grupo de periodistas que desbordaba el pequeño edificio con cámaras de televisión, micrófonos y flashes. La balacera a la vera de la autopista había ocurrido en esa jurisdicción. 

Las condecoraciones de Valdés y su socio eran escasas porque habían llegado pocos meses atrás para reemplazar a jefes que luego resultaron ser narcopolicías. Pero la presunción de que ellos también lo eran, constituía un escándalo nacional. Y ellos soplándose los mocos.

Mientras Valdés sostenía la hipótesis de un robo, su subalterna había declarado que se trató de una discusión a la vera de la autopista a Buenos Aires entre su jefe y personas desconocidas que viajaban en una camioneta y que todo terminó en un intercambio de disparos.

Dos semanas después las pericias demostraron que el bolso de Valdés que Higinio sacó del auto atacado a balazos contenía metanfetaminas. Una droga sintética cuyo tráfico ellos debían combatir pero ¿trasladaban sospechosamente? La única que había contado a la justicia la existencia de ese equipaje marca Adidas había sido la oficial González. Su relato de los hechos coincidía con la trayectoria de las balas y con las cámaras de seguridad encontradas en una estación de servicio donde ella y su jefe pararon durante el viaje.

Pero la mujer ahora estaba amenazada de muerte. No podía salir a la calle, no podía usar su celular, no podía ver a su familia, ni trabajar, ni dar señales de nada porque así lo establece el sistema oficial de protección de testigos. Estaba recluida en un escondite secreto, con la vida arruinada. A ella nunca la vimos ni la oímos llorar. Roxana González se volvió invisible.

A un año de esa audiencia imputativa la testigo principal sigue estando bajo el régimen de protección, pero imprevistamente le retiraron la custodia. Así lo confirma su abogada, Teresita Amores, a quien el Poder Judicial también le negó la protección policial pese a que sigue ¨padeciendo amenazas¨.

Roxana González está escondida, teme por su vida y su colaboración con la justicia fue retribuida con un pase a disponibilidad que le impide cobrar la totalidad de su sueldo. Así continuará hasta que haya un veredicto.

Y los plazos son inciertos. La causa elevada a juicio por el fiscal federal Walter Rodríguez aún no tiene fecha. Es probable que el juzgamiento sea virtual, teniendo en cuenta que Mariano Valdez e Higinio Bellagio, también procesados por el juez federal Francisco Miño por el delito de “confabulación para el narcotráfico” y otros cargos, están en Santiago del Estero alojados en una cárcel federal. El pedido de hábeas corpus presentado por Valdés para obtener la prisión domiciliaria y cuidar a sus hijas en el marco de la pandemia fue denegado.

 

Lo que está claro es que a un año de una audiencia oral y pública que sentó en el banquillo de los acusados a dos jefes policiales, hay una voz que sigue sin escucharse. Pertenece a una mujer cuya integridad física se ha vuelto aún más vulnerable.