Hay una maldición china que dice: “Ojalá te toquen vivir tiempos interesantes”, y así fueron los tiempos que le tocaron vivir al francés Victor Segalen cuando llegó a Pekín en 1908. El viaje había empezado cinco años antes, y había empezado mal. El joven Segalen creía que el exotismo de las distintas culturas europeas se estaba disolviendo en una homogeneidad cada vez más alarmante, cuando se diplomó de médico. Así que, en lugar de ejercer la medicina, partió a Tahití en busca de lo más exótico que conocía: el mundo que pintaba Gauguin en sus cuadros. Llegó tarde; Gauguin había muerto hacía dos meses cuando puso pie en las islas.

En el trayecto de regreso, Segalen contrajo una fiebre tifoidea que lo demoró en el puerto de San Francisco. Mirando por la ventana el Barrio Chino de la ciudad desde su lecho de enfermo, descubrió el mundo al que dedicaría el resto de su corta vida: volvió a su patria sólo para estudiar chino y un año después logró que la Marina francesa lo enviara a Pekín. Los occidentales preferían vivir en un solo barrio de la ciudad, la Legación Extranjera. Segalen tomó casa en el barrio chino y logró que le diera lecciones particulares de mandarín un joven belga con una aptitud tan asombrosa para los idiomas que había sido aceptado como tutor de los príncipes de la corte en la Ciudad Prohibida, el inaccesible reducto imperial que se alzaba en el centro de Pekín, aislado del exterior por un muro de siete metros de altura.

Ningún otro extranjero tenía acceso a la Ciudad Prohibida. Lo que pasaba detrás de sus muros era indescifrable para los residentes de la Legación Extranjera. Pero en aquellas lecciones particulares, en los elípticos comentarios expresados en exquisito mandarín por ese joven que parecía saberlo todo, Segalen encontró la China con la que soñaba, enigmática y atemporal.

Mientras tanto, la China real iba cambiando: llegaban rumores de una sublevación en el Yangtsé, mil kilómetros al sur. Un tal Sun Yat Sen exigía el fin del imperio y la instauración de la república. La revuelta crecía de provincia en provincia. En determinado momento convergieron sobre Pekín las masas rebeldes y las tropas fieles al imperio. Segalen aguardó toda la noche el desenlace, confiando en que recibiría noticias de su joven maestro, pero con las primeras luces del alba descubrió que el asunto se había resuelto sin sangre y sin gloria: Sun Yat Sen tenía su república, las tropas fieles tenían un emperador (el infante Pu Yi, que por entonces tenía cinco años) y los extranjeros podían seguir haciendo negocios tranquilos en la nueva China. Segalen escribió en su diario, antes de acostarse a dormir: “Es tal vez indiscreto estar despierto en esta hora histórica, pero Pekín no ha ardido. Por primera vez me ha decepcionado”.

Segalen se había fascinado a tal punto con las confidencias de la corte que le hacía su joven maestro, que llevaba un diario de sus conversaciones con él. Cuando sobrevino su decepción con la realidad china, convirtió aquellas anotaciones en una novela extraordinaria, que empieza así: “Doy por terminado este diario del cual esperaba sacar un libro (hermoso título póstumo, a falta de otra cosa: El libro que no fue)”. El cuaderno donde pasó en limpio sus anotaciones sólo decía en su carátula “René Leys”, el nombre ficticio que le había dado a su joven maestro en la novela, además de dedicar el libro a su memoria.

Con aquel cuaderno en sus valijas, Segalen abandonó el continente asiático para combatir por su patria en la Primera Guerra. Meses después de que le dieran la baja, en 1919, lo encontraron muerto en un bosque de Bretaña por donde había salido a caminar bajo la llovizna dos días antes. Estaba tendido bajo un árbol, con una herida ínfima en el tobillo: aparentemente se había desangrado pero la lluvia de esos días había lavado la sangre. Uno tiende a olvidar que Segalen era médico pero es bueno recordarlo a la hora de arriesgar hipótesis sobre su muerte. La viuda no permitió que se realizara autopsia, de manera que nunca se supo a ciencia cierta si fue accidente o suicidio: quienes lo conocían bien dijeron suicidio, quienes lo amaban dijeron accidente.

Luego de mucha insistencia de los amigos de su marido, la viuda aceptó que se fueran publicando las cosas que había escrito Segalen. Con la que más dudas y vacilaciones hubo fue con René Leys, porque nadie sabía del todo cómo considerar aquel extraño librito: aunque Segalen había confesado a sus amigos que todo lo que contaba en él era cierto y que el protagonista era un belga, criado en Pekín por un padre viudo a quien sólo le importaba hacerse rico y huir de la China, en la primera edición del libro se señaló casi con exceso de celo que era una novela, porque cualquiera que hubiera frecuentado los salones de la Legación Extranjera de Pekín en esos tiempos habría reconocido al instante en el personaje René Leys a Edmund Backhouse, un jovencito inglés con un asombroso don de lenguas y conexiones sin igual en la corte imperial.

Como René Leys, Backhouse era hijo de un comerciante que sólo quería hacerse rico e irse de la China para no volver nunca más. Como René Leys, el joven Backhouse se enamoró de ese país y se juró a sí mismo vivir y morir allí. Se vestía como chino, comía como chino y se comportaba como chino. Hablaba y escribía en mandarín y manchú, además de ruso, japonés, alemán y francés. En tiempos en que el Times inglés era el único diario occidental que tenía un enviado estable en China, Backhouse fue el hombre de confianza del corresponsal del Times en Pekín, quien no hablaba una palabra de chino. De manera que todo lo que se leía en Occidente sobre China era lo que decía el Times, y todo lo que decía el Times lo decía en realidad el joven Backhouse.

Como el René Leys de Segalen, el joven Backhouse había llegado a las entrañas mismas de la corte imperial china. Se decía que hasta había intimado con la temible regente Ci Xi, quien gobernó China con mano de hierro durante cuarenta años, luego de deponer al joven emperador reformista que ella misma había hecho coronar. Durante esos cuarenta años, el monarca depuesto languideció pintando acuarelas y componiendo poemas en un pabellón que era una isla, rodeado de agua y sin puentes que lo conectaran con tierra firme, en el corazón de la Ciudad Prohibida. Una barca remaba hasta allí todos los días para llevarle comida y doncellas. Luego la barca se retiraba y dejaba aislado al emperador hasta el día siguiente. El único occidental que alcanzó a vislumbrar esa isla habitada por un solo hombre era el joven Backhouse.

Segalen confesó en René Leys: “Me gustaría haber escrito todo esto con un solo trazo de pincel, a la manera de los antiguos maestros Chu, pero tuve que conformarme con traducirlo laboriosamente al francés, de un original chino inexistente”. El original no era inexistente, y no era chino: se llamaba Backhouse y yo creo que habría sabido apreciar este retrato casi tanto como los otros tres libros que Segalen dejó inéditos cuando abandonó Pekín: uno se llama Pinturas y describe, en forma de poemas, viejos cuadros chinos que no existen. Otro se llama Estelas y son transcripciones inventadas, imitando los caligramas tallados en las viejas tumbas chinas que había a la vera de todos los caminos. El tercero se llama Expedición y narra una búsqueda arqueológica por el interior de la China que nunca realizó.

Segalen predicó en vano por la preservación de todo aquello que hacía a China impenetrable para los occidentales de su época. Dedicó sus mayores desvelos a que se respetaran y preservaran tradiciones y costumbres que él no entendía o entendía sólo a medias, y a la hora de dar cuenta de ellas sólo fue capaz de hacer justicia a la idea que él mismo tenía del Celeste Imperio. El punto más alto de esta insólita quimera, el más chino de todos sus libros es, sin duda, René Leys, una proeza de perfidia narrativa y magistral intriga, que tuvo un primer admirador de lujo cuando se publicó: Rainer Maria Rilke, que inició en el culto a Balthus, que inició en el culto a Francis Ponge, quien a su vez contagió su entusiasmo al mismísimo Claude Levi-Strauss. Recién entonces la viuda de Segalen rompió su mutismo y contó que, luego de abandonar Pekín para siempre, su marido le repetía una y otra vez: “China no es simplemente nuestra antípoda: es el otro esencial, sin cuya sabiduría Occidente no será capaz de entenderse nunca”. Yo creo que lo que estaba tratando de transmitir Segalen, tanto a su esposa como a nosotros, es que sin cuentos chinos la realidad nos resultará siempre irremediablemente incompleta.