En la historia del gran genocidio indígena que significó la conquista y evangelización del continente americano, el proyecto utópico de las Misiones Jesuíticas se destaca como un raro experimento de crianza social, mucho más tolerante, que acaso buscaba la perfección y conserva aún cierto aire de pureza y bondad.

Hasta ese momento, comienzos del siglo XVII, las distintas tribus guaraníes que poblaban el litoral argentino, Paraguay y el sur de Brasil eran nómades. Se trasladaban periódicamente por el territorio, cazando o escapando de otra tribu enemiga o de los colonizadores esclavistas. Con el desembarco de los jesuitas en la región, la lógica primitiva del acechar y ser acechados se detuvo y los indios comenzaron a vivir sedentariamente en poblados bajo un sistema de gobierno basado en el trabajo colectivo. En las reducciones, esas ciudades celestiales en miniatura inventadas por los expedicionarios cristianos en medio de la selva, mientras predicaban, los curas también aprendían el idioma guaraní, enseñaban español e iniciaban a los indios en los oficios europeos. Por aquellos años, además de aprender sobre agricultura y monogamia, los guaraníes también fueron iniciados en los oficios de las bellas artes.

El plan pedagógico de los jesuitas no consistía sólo en adorar pasivamente las pinturas y esculturas traídas desde Europa, sino que también incluía un entrenamiento en su fabricación. Las piezas importadas o elaboradas por artesanos europeos funcionaban como modelos de un aprendizaje mimético que era aplicado en los talleres misionales. A veces los curas hacían traer desde Europa manos, pies o cabezas que eran ensambladas con torsos de factura indígena ya que los alumnos todavía no lograban dominar correctamente (de manera realista) los volúmenes y formas de la anatomía humana. Para el naturalismo barroco, las obras creadas por el guaraní eran inexactas, demasiado iconográficas.

Colecciones privadas y museos todavía conservan distintas piezas escultóricas que fueron creadas durante aquellos años. Son reliquias que a primera vista pueden pasar desapercibidas entre las miles de variantes de la imaginería religiosa cristiana, pero que observadas con atención son el testimonio viviente del ensamblaje social que les dio origen. Contienen una tensión palpitante entre el estilo barroco característico del período y la interpretación primeriza del guaraní que se estaba iniciando en aquella vieja obsesión occidental de la representación. Un cristo guaraní revelaba la emergencia de un estilo inventado en un intervalo histórico a mitad de camino entre dos espiritualidades yuxtapuestas.

En sus diarios, los jesuítas anotaban que los aprendices, tratando de dar forma a un cristo desfalleciente e inmaculado, solamente lograban una aproximación bastante defectuosa que no encontraba buena recepción en ningún otro lugar que no fuera en las misiones. Los cristos indios eran menos expresivos, no tan barrocamente desesperados como esperaban los jesuitas. En este ensayo e investigación, Iconocidad jesuítico-guaraní, Horacio Bollini, investigador en Historia del Arte y escritor, y Norberto Levinton, arquitecto e historiador especializado en las Misiones Jesuíticas, revelan cómo detrás de la impericia técnica de los indios latía un mensaje más profundo, un código que articulaba una religiosidad heredada y otra impuesta. Así entendidas, las imágenes santas confeccionadas por los guaraníes eran mucho más que simples malas copias del original.

Los autores encuentran en estos fragmentos de tiempo las coordenadas de un malentendido cultural que, sin buscarlo, engendró una variante inexacta de otro canon. El barroco, en su versión jesuítico-guaraní, fue un intervalo cultural que no volvería a repetirse, una fuente de imágenes extraviadas que nacieron a mitad de camino entre dos espíritus que lograron cohabitar un mismo cuerpo social. En los rasgos hieráticos de un cristo tallado en cedro por los indios los investigadores adivinan una expresividad singular que quedó atrapada entre la imitación de las formas y la encarnadura del pensamiento mágico de los guaraníes. Detrás de los pómulos puntiagudos y la mirada vacía de un cristo crucificado estaba la mano indígena despertando el alma del cedro, un árbol que aún tallado seguía respirando como un espíritu en constante vigilia. El animismo indígena, cruzado con la iconografía religiosa de los jesuitas, generó un caudal de reliquias inclasificables que todavía hoy conllevan preguntas.

Al copiar las figuras, los alumnos revelaban la manifestación de aquellos seres que les hablaban como presencias. Sin mediar el concepto de representación, de sustitución de una cosa que habla en lugar de otra, los indios no tallaban un cristo, sino que verdaderamente lo “hacían”. Y lo hacían en materiales que para ellos eran portadores de un espíritu. A la sombra de una mentalidad mágica que envolvía cada gesto y cada fenómeno del mundo con la presencia de un más allá cercano y accesible, las obras fabricadas en los talleres de las misiones dejan de ser interpretadas como reproducciones imperfectas de un estilo impuesto y se convierten en entidades que dialogan con sus autores de manera directa. Las “malas copias” de los guaraníes eran para ellos tan reales y palpitantes como las obras desesperadas y desbordantes de expresividad de los artesanos jesuitas. La materialidad de estas esculturas cristianas pero autóctonas expresaban a su modo la inmaterialidad circundante del mundo guaraní.

Los indios imitaban el arte europeo, pero, al mismo tiempo, en un estado de “coexistencia forzosa”, imprimían su propia cosmovisión. La falta de perspectiva, la frontalidad de la representación, la geometrización, el esquematismo y la desproporción volumétrica de los cuerpos eran defectos persistentes que encubrían una relación no figurativa con el mundo. Como apuntan Bollini y Levinton, más que evaluar la pericia técnica en la representación, la pregunta de fondo se cierne sobre aquellas zonas de lo real que eran valorizadas por los guaraníes, o incluso sobre qué significa “representar lo real” para ellos.

Como en otras religiones primitivas, la espiritualidad guaraní estaba marcada por un estado de continuidad entre sueño y vigilia, entre el mundo de los vivos y el mundo de los espíritus. La imagen, en su función chamánica, no era un producto que reclamara una contemplación estética: eran apariciones que marcaban el umbral entre la invocación y el sueño, un sortilegio. Mientras el artesano cristiano colocaba en la imagen toda la carga expresiva de su espiritualidad, para el indio se trataba de despertar a los númenes dormidos en los materiales. Eran movimientos encontrados, desde afuera hacia adentro y desde adentro hacia afuera, que quedaron atrapados en una tensión que le dio al intervalo rasgos excepcionales.

Los autores apuntan que el cristo barroco mira al cielo, buscando la iluminación divina, el perdón del padre todopoderoso, mientras que el cristo guaraní mira hacia el frente, de cara al fiel, indicando tal vez que el mundo celestial y el mundo mundano, como creían los guaraníes, convivían en un mismo plano.