Entre los distintos lectores especialmente interesados que encontrará este libro figura la parcela de los historiadores y las historiadoras. O, por lo menos, de aquellos que se aboquen al pasado y lo hagan con una inquietud que exceda lo que informan los números, los registros institucionales, también los diarios en su literalidad. Poco importa que sea hoy, pasado mañana o en un tiempo más lejano, con que grado de "distanciamiento social" ocurra el encuentro. Porque cada uno de los escritos que componen La comunidad futura es una pieza de un archivo nunca fácil de producir, archivo que generosamente se ofrece y que liga una escritura -la de Gabriel Lerman, entonces también un pensamiento, una subjetividad- con una época que, antes de definirla o ponerle un nombre, digamos que va desde 2003 hasta los días saturados del año 2020. De este modo si nos atenemos al momento de escritura, al suelo que demasiado estrictamente pisaba Lerman cuando garabateó en un cuaderno algunas letras o las apretó en un teclado. ¿Es posible reunir a estos años como a una época? ¿Cuán homogénea y cuán anfractuosa fue, en qué ecuación una cosa con la otra? Aunque si nos desprendemos del prejuicio que liga con estrechez cada escritura con el presente en que se realizó, apenas nos desplazaríamos un par de décadas más atrás, a ese rato que se extiende con la democracia que inaugura Alfonsín prometiendo que con ella se come, se cura, se educa. Además de las marcas que encontrarán en el libro, me permito decir que en la cabeza y también en el corazón de Lerman es eso lo que no deja de latir. Hoy se me ocurre que son documentos que acompañan lo que se entretejió entre nosotros a partir del 10 de diciembre de 1983.
En temas, los escritos forman un arco que va desde el brevísimo auge y la dilatada decadencia de un hotel de Villa Ventana, con gusto a metáfora sobre el país y que parece dar la razón a Lévi-Strauss en eso de que en América se desconoce lo antiguo porque se pasa de lo lozano a lo decrépito sin transición, y que quizás por este tremendo matiz acerca tanto el asunto de esta historia a la del hotel de El resplandor de Stephen King y Stanley Kubrick, el Overlook; desde ahí a una exploración sobre los significados abiertos y en pelea del patrimonio cultural en relación con las activaciones sociales que le dan un tratamiento u otro. En el medio, entre varias cosas, la militancia de los 80, la figura de la víctima que se desliza y se vuelve omnipresente, Los rubios e Influencia interpretada por Charly García, la Plaza de Mayo, unos días -luminosos parecen- de agosto de 2006 en Mar del Plata cuando ocurre el Primer Congreso Argentino de Cultura, una secretaría y un ministerio. Cultura. En las ideas, en la perspectiva, se deja ver una continuidad, como si una misma preocupación, que apenas oscila, se alimentara y creciera para ampliarse sin salir del andarivel.
En cambio, hasta es abrupta la curva intelectual en términos de inscripciones en colectivos e instituciones, de una experiencia. Con picos y hondonadas si estuviéramos seguros de qué significan tales cosas, si a Lerman le interesara, a la vez, reparar en algo así. O, mejor, del llano -probablemente a Villa Ventana haya llegado por su cuenta, y quizás hasta de casualidad, en bondi y con una mochila-, a espacios que son los que usualmente se conocen como los del poder. Con cita y agenda preestablecida. No suelta prenda Lerman sobre su propia persona, no abunda en el uso de la primera del singular, tampoco en la del plural. Estuvo próximo a esto en la novela Al sur, que publicó en 2016. Aunque todo indicaría que se vio nutrida por su vida adolescente, con sutileza evita la confusión. Es discreto y de ahí proviene parte de la belleza de La comunidad futura, ya que también tiene de eso este libro. Hay un cursus honorum que, aunque nunca enarbolado, casi sustraído, tiene mucho de excepcional, no tanto en relación con sus pares, sino en la historia argentina. De los primeros entusiasmos políticos que fueron por la democracia renacida -no le interesa calibrar la hipótesis de la "postdictadura" que no es siquiera una palabra en estos documentos-, a mirar con mucha atención, sino sumarse él mismo, a la militancia de esos años, al sostenimiento de muchas de esas inquietudes en los años noventa, más allá de que hayan quedado desnudas de la militancia que se agota, años que también son lo de la Facultad de Ciencias Sociales, los de Nicolás Casullo por poner el nombre de uno de los "gigantes" que lo marcaron. Sumemos algo así como el interés y la inclinación por el periodismo, pero de ahí, de ese casi macizo de una franja social e ideológica argentina, el salto es al Estado. Al Estado y a una identificación con un gobierno y un proceso político no exenta de apasionamiento, cosa que se lee en algunas oraciones de este libro. Hasta anteayer hubiéramos dicho que lo suyo era un destino progresista o de pensamiento crítico, tan fulgurante como gris, que sólo circularía por algunas calles de la ciudad de Buenos Aires, también por dos o tres de sus facultades, por un puñado de bares. La novedad, que llegó como estremecimiento y sorpresa, hizo posible que incidiera en las políticas culturales del Estado nacional. Pero, entendámonos ya que esto también forma parte principal de la singularidad de los documentos que conforman este libro, hizo eso sin que lo llevara abandonar en la escritura el tono medido, el agradecimiento. La Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional y la Universidad Nacional de José C. Paz en el segundo cordón del conurbano. Con bolsita de chipás y sin problemas. Si usara anillos, no se le caerían. Un trabajador de la cultura, un obrero de las palabras y las imágenes, de la comunidad que tienen la chance de hacer posible unas y otras.
De vuelta historiadores e historiadoras. Cuando en una o dos décadas sigan el hilo de las palabras que acompañaron a la pandemia del coronavirus, además de Wuhan, barbijo, cuarentena, zoonosis y vacuna, tropezarán con "comunidad". Por supuesto, una noción que viene siendo hurgada con constancia por la filosofía política, pero que se inscribió en el 2020 mucho más cerca del sentido común de los proyectos de barrios privados en las zonas desmalezadas del Gran Buenos Aires que gusta coquetear con que son tal cosa. Como si se tratara de una pura positividad, nos enteramos de que tenemos comunidad, de que vivimos en una que sólo quiere nuestro bien, que nos cuida, y que, por lo tanto, con mucha lógica nos obliga al respeto. Con gesto distraído, Lerman recupera esa palabra en el título del libro. Será futura y con la densidad de redimir los pasados oprimidos. Podrán registrar los historiadores el desacuerdo que no está atado al cuestionamiento a la gestión de un gobierno, que más bien habla de la obstinación de una perspectiva que choca contra este presente.
Ofrece un espejo este libro, uno que sobre todo es generacional. Para disminuir la zozobra, incluso la duda que nos genera usar ese término, añadamos que con un nítido corte de clase. Imposible para algunas y algunos entre los que me anoto, leerlo y no pensar o, más bien, trasladarnos a ese lugar contiguo en el que estábamos haciendo algo parecido al panfleto que borroneaba Lerman, a la clase que no se resolvía con prolijidad académica o al viaje a San Juan para un encuentro en el que se le hincara el diente a Sarmiento. Un espejo para esa lábil generación de la que alguna vez se dijo, debía ser el '99, que llegó tarde a la política y demasiado temprano al mercado. Invita entonces a conversar sobre el sentido de una experiencia, aunque en casa y apretados a la pantalla de la computadora que bufa es difícil suponer que quede algo de tal cosa.
Con otro ánimo que el suyo, que es más que nada luminoso, acudimos a una página algo brutal de Borges. Es con la que se inicia el prólogo que escribe en pleno 1974 para Facundo. Civilización y barbarie. Aturdido él pero no por lo que lo estaríamos nosotros, desgrana rápidamente tres formas de entender la historia. La de Schopenhauer que no creía que existiera evolución segura, que ve en los hechos sólo formas casuales como las que solemos encontrar en las nubes, tan caprichosas y variables. La que suele ser más citada, la de Joyce, que confirmaba que "la historia es una pesadilla de la que quiero despertar". Y, por último, la que en ese momento ya cargado de cadáveres, Borges entiende como la correcta, la más precisamente "aplicable al entero proceso de nuestra historia". Es la sarmientina "civilización o barbarie" que, a sabiendas de lo que está haciendo, escribe sin ninguna "y" que medie, y una barbarie que, además, ha mutado de gaucho a obreros, agregados por el siempre presente y odioso el caudillo, el demagogo. El espejo invita a que le preguntemos a Gabriel Lerman, para futuras conversaciones que podrían ser débiles sucedáneos de la comunidad, cuál es el sentido de lo que venimos viviendo. ¿Será sencillamente éste hundido como está en nuestra historia y que subrayaba Borges, y que nos encuentra a nosotros una vez más solidarios con todo lo que se condenó como bárbaro? Sus documentos permiten atisbar el grano de buena barbarie que hay siempre en la comunidad.
>HISTORIA DEL CLUB HOTEL SIERRA DE LA VENTANA (FRAGMENTOS)
LA MARAVILLA DEL SIGLO
El micro se detiene en una parada de chapa, erosionada por el tiempo, y el ripio cruje de nuevo sobre la ruta 76. Una voz cansada anuncia el destino: Villa Ventana, dice, y los pocos viajeros abandonan sus asientos y buscan los pertrechos. Los demás bajarán en el Abra, para ascender el cerro Ventana, en Tornquist o en Bahía Blanca, cuarenta y siete kilómetros al sur. La calle Golondrina llega hasta la entrada. A la derecha está la hostería “La Península”, del alemán Shulte, y enfrente el local de Turismo. Hasta ahora uno ha visto la ruta, la hostería. Pronto conocerá el pequeño poblado, cuya traza tiene la forma de un útero. Rodeado por los arroyos Belisario y Las Piedras, sus calles poseen nombres de pájaros: Jilguero, Zorzal, Calandria, Carpintero y siguen. Pero lo que no podrá perderse es la historia del Club Hotel Sierra de la Ventana, fundado el 11 de noviembre de 1911, dos kilómetros sierra adentro.
En el hotel, las fuerzas del destino se batieron a duelo. Fue considerado una proeza de la arquitectura hotelera, exponente de la belle epoque del novecientos, a la que el ex presidente Julio A. Roca bautizó como “la maravilla del siglo”. Un tren de trocha angosta construido especialmente, la primera sala casino de la Argentina, un decreto que prohíbe el juego privado, el cierre definitivo, el abandono, los alemanes del Graf Spee, la fundación del pueblo, los salesianos, la tala de árboles, las pretensiones del Frigorífico Guaraní, un atentado y las ruinas: casi un siglo. “Nosotros en la villa dependemos del Club Hotel –dice Chichí González, pobladora y guía de turismo–; ahí es donde empezó todo. Esto eran tierras del Club Hotel. Yo pienso que todos le debemos estar viviendo acá.” Y el orden es riguroso: primero nació el hotel, después el pueblo.
11 DE NOVIEMBRE DE 1911
Mil trescientas personas asistieron a la fiesta de inauguración, el 11 de noviembre de 1911, día de sol radiante según las crónicas. Trenes especiales fletados desde Buenos Aires condujeron a gran parte de la élite porteña y extranjera. A las diez de la mañana, el obispo de La Plata, Nepomuceno Terrero, brindó una misa de campaña, seguida de los discursos de Lord Barginton, embajador de Inglaterra; Samuel H. Pearson, presidente de la compañía; y Manuel Lainez, en representación del gobierno. Los invitados especiales eran lo más granado de la oligarquía argentina y la sociedad tradicional: Julio A. Roca, Pablo Richieri, Emilio Mitre, Guillermo Udaondo, José Manuel de Anchorena, Felicitas Guerrero, Teodolina de Alvear, María Bengolea de Zuberhbuller, Félix Camet, Nicolás Mihanovich, Norberto Quirno Acosta, Roberto Inglis Runciman, Alfred Cahen D’Anvers, Enrique Larreta, Miguel Cané, Ricardo Levene, Félix Ruiz Guiñazú, Jorge Newbery y Patricio Martínez de Hoz, entre tantos otros. A la una y media se sirve el banquete, en mesas con vajilla de plata y porcelana, y la atención del personal del Plaza Hotel de Buenos Aires. Por la noche, se jugó ruleta en el casino, y un crupier cantó “colorado el 19”, el primer número en salir. Un testimonio de la época señala que ese día se apostaron más de 150 mil libras esterlinas.
Desde entonces, el Club Hotel Sierra de la Ventana fue un lugar de paseo y veraneo expectante en Argentina. Al poco tiempo, se planeó construir un tren de trocha angosta, a vapor, que conectara la estación Sauce Grande con el hotel. Se inauguró el 30 de noviembre de 1914. Tenía 19 kilómetros y arribaba a un pequeño andén cercano al edificio principal, donde los turistas eran recibidos con pompa, en carruajes.
NO VA MÁS
Pese a ser considerado “la maravilla del siglo”, la decadencia temprana del hotel se adjudica al estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, que hizo mermar la afluencia de europeos, pero sobre todo a la prohibición del juego de azar y la nacionalización de los casinos, en 1917, por parte del gobierno de Hipólito Yrigoyen. La medida afectó básicamente a dos casinos: el de Tigre, construido antes de 1905 y administrado por británicos, y el de Sierra de la Ventana, que fue cerrado el 3 de noviembre de 1917. El atractivo disminuyó y el Club Hotel funcionó comercialmente hasta el 14 de marzo de 1920. Una semana después, el pintoresco ramal se clausuró para siempre.
Las instalaciones y el predio quedaron por años en manos de un grupo de caseros a cargo de Augusto Dufour, entre los que había parqueros, serenos, cocineros y unos pocos peones de campo, cuyos gastos y sueldos eran solventados por la empresa propietaria del Plaza Hotel de Buenos Aires. En 1939, la Compañía de Tierras y Hoteles queda disuelta, y un año más tarde, el gobierno provincial inicia gestiones para la adquisición. Lo curioso es que las acciones habían sido compradas en el exterior por un tal Sangford, quien, a su vez, muere en el ínterin y, tras un juicio sucesorio, el hotel es heredado por su hija Sara. A la fecha, el complejo debía quinientos mil pesos de impuestos. En 1942, la señorita Sangford viaja a Buenos Aires a firmar la venta a la provincia, gracias a la ley 4.991, en 39.950.000 pesos moneda nacional. El proyecto era del senador conservador Santiago Saldungaray, otra figura pública de la zona. Se trataba de crear allí una colonia de vacaciones para alumnos, docentes y familiares. Muchos lamentan que en el momento del traspaso, las mismas autoridades dispusieran la venta de la vajilla, el vaciamiento de la bodega y el reparto de numerosos elementos. Alguien señala, por ejemplo, que una pianola apareció en el Museo Histórico de Bahía Blanca.
UN LUGAR EN EL MUNDO
Un hotel de la belle epoque y 14.000 hectáreas de bosque serrano. Ése era el paisaje a comienzos de los años ‘40, cuando el ex Club Hotel empieza su largo declive. Después del ‘39, las tierras comienzan a parcelarse y la familia Salerno son de los primeros en adquirirlas. “Nuestra casa se hizo en el ‘47 –cuenta Quito Salerno, hijo de los pioneros de Villa Ventana y delegado municipal en los ‘80–. Pero ya trabajábamos la tierra desde 1939. Sembrábamos avena, maíz, trigo. Teníamos hacienda también. Mis padres eran arrendatarios, y cuando empezó el loteo se hicieron propietarios. El parcelado empezó en la parte de la hostería. Allí estaban los Shulte, los Rurf, los De la Torre y los Salerno. De la Torre tenía carnicería, y abastecía al parque provincial, a Las Vertientes y al Club Hotel. En el hotel vivían cuatro familias, eran empleados del parque provincial.” Don Salerno habla de su padre, hombre de a caballo y gorra vasca, radical de pura cepa, que educó a sus once hijos con maestros domiciliarios que recorrían las estancias cada tres meses y les dejaban a los chicos tarea para hacer hasta la vuelta. Trabajaban la lana en parcelas arrendadas y una vez, en la década del ‘20, tuvieron que enfrentar un desalojo de la guardia nacional.
Shulte, dueño de la hostería La Península, es de familia alemana y llegó a la Argentina en 1932 con sus padres y un hermano. Hasta 1942 vivieron en Sierra de la Ventana y entonces se mudaron a la hostería, perdida en medio del campo, que sería la primera edificación pública de Villa Ventana. “Todo esto era campo pelado. Mi padre puso la hostería. Venía gente de Bahía Blanca. No había turismo como ahora. Se quedaban una semana, tres días. Los trabajadores de las estancias venían al bar. Mi padre empezó con esto y yo lo continué. Falleció en el ‘50 y me hice cargo de todo a los dieciocho años. La ruta pasaba acá, por la puerta. Venía de Tornquist, bajaba por la loma. La actual la hicieron en el cincuenta y pico.” Shulte bromea con que ellos no son de Villa Ventana: “Cuando pusieron el agua corriente de la ruta para allá les dije por qué no hacen un cruce de caño y me dan el agua a mí también. Y me dicen sí, pero usted no pertenece a la Villa. Y les dije cualquier cosa menos bonito”.
La primera versión de esta crónica sobre el Hotel Argentino que forma parte de La comunidad futura de Gabriel D. Lerman, fue publicada en Radar el 5 de enero de 2003.
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