Era septiembre. Se mezclaba la ya un poco desleída celebración del día del maestro con la intuición de la primavera y la recordación de aquel golpe de Estado trasandino, estremecida por la imagen recurrente de las manos del juglar, rotas en el estadio. Naná --una de mis tantas sobrinas putativas-- se levantó de la mesa para poner música de Víctor Jara. Uh, Víctor Jara, comenté yo... nunca recuperé sus discos; saben que yo tenía un novio, empecé a contar... La tía Eli siempre tenía un novio para escenificar cada ocasión, chacoteó Naná. Y bueno, con tantos años encima, ya que no tuve plata para comprar obras de arte, coleccioné lo que pude, novios, me defendí.

Yo amaba las canciones de Víctor Jara y, allá por los principios de los años setenta, tenía un novio carioca que se había ido a vivir a Santiago de Chile, como muchos exiliados de la dictadura brasileña. Un día de 1971 decidió que venía a la Argentina a ver si poníamos en claro nuestro futuro común. Se subió al tren que, en aquella época, llegaba a la frontera, en medio de los Andes. Ahí se trasbordaba al tren argentino y se terminaba el recorrido en Mendoza. Traía unos cuantos discos de Víctor Jara para regalarme y andá a saber qué otra literatura inconveniente para los tiempos que se vivían, además de las cartas que yo le mandaba en papel de avión, cada una en su respectivo sobre de bordes de azul con blanco. No tenía muchas otras pertenencias.

Cuando se acercaban a la frontera escondió los discos y algunos libros, creo que debajo del asiento o algo así para que no los viera el personal de migraciones o de aduana o de policía que revisaba documentos y equipajes arriba del tren. Un vecino del vagón se apuró a denunciar sus movimientos sospechosos y, cuando mi novio vio cómo venía la mano, se metió en el baño a romper y tirar mis cartas, por si acaso, en un acto que lo ennoblece. Igual se lo llevaron preso por correo castrocomunista, según rezaba un pequeño recuadro de La Razón vespertina cuatro días después de que yo lo hubiera esperado en vano en el andén de Retiro; y se tomaron el trabajo de recoger los pedacitos de las cartas que quedaron pegados en el inodoro. Así que me fui a Mendoza a buscarle un abogado prometiéndoles a mi mamá y a mi papá que jamás me comprometería al punto de ir a visitarlo a la cárcel, cosa que, por supuesto, no cumplí.

Viví tres meses en esa ciudad de veredas rojas y brillantes, de nariz un tanto empinada y viento tan seco que me alisaba los rulos, hasta que Luciano --el novio en cuestión-- salió de la cárcel, gracias a los oficios de uno de aquellos abogados que a pesar todo, en esas épocas que empezaban a ser lo que serían, seguían defendiendo presos políticos, el doctor Ángel Bustelo, un bellísimo personaje del foro mendocino, íntegro, inconforme, provocador y amorosamente pendenciero a quien rindo homenaje en esta nota al igual que a la familia Montoya que me dio cobijo en el barrio Hipódromo, ya faldeando el Ande.

Don Ángel Bustelo entraba a los tribunales con pisadas sonoras, anunciando su presencia, sus demandas y sus críticas a la sociedad cuyana con voces estentóreas. Los ujieres y cagatintas se sonreían bajando la cabeza como para evitar ser los encarados y tener que responder por las deudas de papeleríos y expedientes que los juzgados siempre le retaceaban. Las ironías con que hacía mofa estruendosa del fiscal de nuestro asunto, que había pegado cuidadosa y miserablemente sobre un papel blanco los pedacitos de mis cartas de amor y aducía, como prueba acusatoria, un libro de poemas de Jacques Prévert que yo misma le había regalado, son recuerdos que vencen mi tendencia a la desmemoria; igual que la sugerencia liosa, conspirativa e insidiosa con que Bustelo solicitaba un tocadiscos para que el susodicho fiscal escuchara las músicas y los versos de Víctor Jara y confesara qué ilegalidades les encontraba. Seguramente los habrá escuchado en la soledad de sus refunfuños o en la compañía del juez y en algo habrán provocado sus miramientos porque a los tres meses Luciano quedó libre, pero nunca nos devolvieron los discos. Algún día encontraré, arrugada en el fondo de un cajón, la copia del alegato de la defensa toda llena de las ironías, las romanticadas y las furias revolucionarias de don Ángel Bustelo.

Y... entiendo su inconfesable curiosidad, querido lector o lectora, por el desenlace de esta historia. Luciano siguió viviendo en Santiago de Chile dos años más, pero cuando el golpe de aquel septiembre del 73, ya nuestra relación había terminado. Acudí al Alto Comisionado de Naciones Unidas en Buenos Aires para tener noticias de él y me confirmó que estaba refugiado en la Embajada Argentina. Con toda mi ternura, me lo imaginé largo y flaco, caminando ligerito, haciéndose el distraído, disimulando su porra de motas mulatas --que lo denunciaba como exiliado brasileño-- en el momento de probar si el pestillo de la puerta de la Embajada cedía, para deslizarse dentro. Según el criterio que usó el gobierno argentino en ese momento, ni bien llegó al país lo integraron a un contigente destinado provisoriamente a la provincia de Misiones. Cuando finalmente pudo viajar a Buenos Aires lo volví a ver. Como siempre escuchaba música y hablaba de política y de literatura, nunca una confesión personal ni una mención de la familia ni de los álguienes de su vida que dejaba atrás. Había decidido hacer lo necesario para viajar a lo que en ese momento era la RDA, que nosotros llamábamos Alemania Oriental. Se fue y nunca más supe nada de él... quién sabe dónde andará. En mis duermevelas lo pienso encasquetándose el gorro de lana para soportar el frío boreal, sentado al sol y murmurando en sus adentros melodías de Tchaikovsky. Es que septiembre es así para mi generación de los setenta; lo personal lo político y el arte se nos vienen encima, en atropellada menesunda.