Durante toda su vida como humorista, Quino siempre se preocupó por tener a mano una pequeña libreta donde anotaba ideas que podían llegar a ser un chiste. La llevaba siempre consigo, y también la dejaba cerca en su mesa de luz, por si surgía anotar algo de urgencia, justo antes de irse a dormir, o al despertar. No anotaba sus sueños, no. Nunca le dejaban buenos chistes, decía. Pero sí anotaba ideas incompletas que de pronto lo asaltaban, y era capaz de perseguirlas durante años, hasta que finalmente las concretaba o las abandonaba, pero siempre quedaban ahí, en las páginas de alguna de esas libretas. Para volver alguna vez a buscarlas.

Cuando tuve la suerte de brindar con él por sus 80 años, de la mano de Miguel Rep, y --casi-- todo lo que charlamos esa noche terminó en la nota de tapa de Radar, lo que más me impresionó fue su confesión de que ya no utilizaba la libreta. Su vista estaba empezando a fallarle, y casi no podía fijarla para dibujar, aunque aseguraba que no dejaba de intentarlo. Pero como ya sabía que los chistes que se le venían a la mente era posible que no los terminara jamás, había dejado de imaginarlos. Como un médium que se ha pasado la vida convocando a fantasmas que respondían a su llamado porque querían ser dibujados, ahora que esa posibilidad se estaba borroneando había decidido ignorarlos. Pero era imposible no imaginar que los chistes debían seguir llegando a su puerta. Y se quedaban dando vuelta por ahí, sin saber muy bien lo que estaba pasando. Sin saber todavía que Quino había empezado a dejar de ser Quino. O ese Quino, al menos.

Esa noche me pareció también estar ante un ser encantador, un hombre mayor que caminaba con pasitos muy cortos, tal vez desconfiando ya de su capacidad de moverse conservando el equilibrio, y que puteaba con gusto al recorrer sus recuerdos, eligiendo bastante seguido la palabra “carajo”. Un Chaplin en su vejez, de pasos cortos y largos carajos, ese fue el retrato que me quedó de Quino. La imagen me transmitía cariño. Pero también alcancé a ver a un hombre que se había refugiado toda su vida detrás de un tablero de dibujo, que se había entregado a su arte, a su lugar en la batalla, y que sabía que estaba llegando al final de su largo turno de guardia. Algo que parecía obligarlo a cuestionarse el sentido de aquella elección.

No sé si Quino realmente se preguntó por todas estas cosas, pero sí recuerdo que esa noche contó que sin su mujer, Alicia, no sabría cómo vivir. Y confesó que antes de cumplir 80 años se había sentido muy mal, pero una vez que el número redondo había pasado ya nada le importaba. Ocho años después de aquella velada, Quino murió habiéndose despedido para siempre de su mujer tres años atrás, y dos años antes de llegar a otro número más redondo que el anterior. Para ser un hombre poco acostumbrado a celebrar cumpleaños, debió haber significado un doble alivio.

Hay una foto que circula en las redes que muestra a Quino junto a Caloi y Fontanarrosa, cruzando una calle por un paso de cebra un poco al estilo de los Beatles en Abbey Road. Aunque la referencia pueda parecer forzada no es para nada gratuita, ya que sin dudas fueron los tres grandes artistas pop (ulares) del humor gráfico local más reciente, portentos creativos que abrazaron una tradición y la continuaron, respetándola, retratando su aldea y siendo universales, multiplicándose en sus lectores, y yendo más allá del medio elegido para desarrollarse. Caloi siempre fue más Clemente que Caloi, y televisión y dibujo animado más que la historieta; Fontanarrosa fue Inodoro Pereyra y Boogie, y sus obras de teatro y adaptaciones; y Quino, qué duda cabe, siempre fue Mafalda. Pero hay que reconocer a su favor que --hijo de otra época-- ocupó ese lugar a partir solamente del dibujo, y nada más.

Compinches compartiendo lo que más les gustaba hacer, dibujar y hacer reír al colega y también a todos los que los terminasen leyendo, Caloi y Fontanarrosa encarnaron la generación que reclamó para sí la contratapa de los diarios, los que modernizaron el humor a partir de los años setenta. Mientras que Quino formó parte de la generación anterior, una bisagra entre la popularidad de los años de oro y la amplia barra de los amigos con los que cruzaba la calle. Y si con las tempranas muertes tanto de Caloi como de Fontanarrosa fue imposible no sentir la angustia de que se habían ido demasiado temprano, de que habían dejado cosas sin hacer, la muerte de Quino por suerte sólo deja la tristeza del adiós. Al menos él alcanzó a despedirse a su tiempo, último en la fila, con todo su trabajo hecho.

En las paredes del living de su departamento de Barrio Norte, su hogar en Buenos Aires desde que volvió del exilio y que compartía con otro en Madrid, colgaba un cuadro de su tío Joaquín, por el que se había hecho dibujante: retrataba al cuadro de la Maja desnuda, rodeada de público, vestida --de alguna manera-- por sus visitantes. Una imagen que podría haber firmado él. Allá lejos y hace tiempo, cuando comenzó con su largo camino dentro del humor gráfico, Quino dijo más de una vez que su sueño no era publicar sus propios chistes, sino ser asistente del humorista estrella del momento, Divito, dueño y director de la revista que en su tiempo modernizó el costumbrismo, Rico Tipo. Ni siquiera le ponía nombre a sus deseos, no se imaginaba como dibujante o humorista gráfico, sino que simplemente quería publicar en las revistas locales que inundaban su casa familiar, o las que traía su tío, que trabajaba en publicidad.

Quino en 2012, cuando celebró sus 80 años. Foto: Xavier Martín

Fueron esos dibujos, los de los humoristas franceses o norteamericanos, los que le llamaron la atención. Por eso es que Quino siempre le escapó al costumbrismo local, y su humor siempre buscó ser más clásico y universal, al punto de que los maestros de la época, Calé o Divito mismo, le cuestionaban sus trabajos. Le preguntaban qué tenía que ver lo que hacía con el lugar en el que vivían, con esa Buenos Aires en la que estaba tratando de sobrevivir ese joven que venía de Mendoza, y que se había criado rodeado de inmigrantes, mirando hacia Europa, con padres republicanos, y un fanatismo por la música y el cine norteamericano, al punto que su abuela, que vivido la guerra en carne propia, lo perseguía con fotos de las ciudades bombardeadas, diciéndole: “Mira lo que han hecho los tuyos”.

Comenzó mudo y de línea clara, tan clara que apenas si dibujaba, por lo que sus empleadores le advirtieron que la gente que compraba la revista quería leer, y también quería ver dibujos, lo que lo obligó a esmerarse. Algo que no dejó de hacer durante toda su vida, al punto que siempre dijo que una de las razones por las que dejó Mafalda fue porque sentía que lo arruinaba como dibujante. Aquel dibujante de la síntesis terminó siendo el portento que al final de su carrera incluso llegó a negar los cuatro dedos que los humoristas heredaron de Disney para recuperar los cinco de la figura humana, ganando en expresividad y, por supuesto, dibujo.

Criado como humorista en el último estertor de las revistas dedicadas al género, las que había crecido leyendo, su primera madurez coincidió con la incorporación de su trabajo a las revistas de actualidad. Allí fue donde nació Mafalda, esa gran vidriera que duró una década y lo convirtió en una marca, en el gran emergente de una generación con aspiraciones artísticas universales, no por nada los otros dos grandes representantes de ese tiempo dentro del humor gráfico argentino --que además son los que podrían disputarle un imaginario trono de dibujante argentino más reconocido internacionalmente-- son Copi y Mordillo, a los que nadie podría acusar de localistas.

Una muestra del trabajo de Quino más allá de Mafalda

Los que han seguido su trabajo saben que Quino es mucho más que su personaje más famoso, que su obra gráfica es profunda y abarca todos los temas, y que --increíble-- en toda su producción no hay un solo chiste malo. Pero Mafalda es Mafalda, y no hay nada que hacerle. Si hablamos tanto de Quino como producto de su generación, habría que decir que Mafalda alumbró varias generaciones, y lo sigue haciendo. No sólo forma parte de esas obras totales, con las que un artista popular abraza esa gloria que es dejar de hablarle sólo a su tribu y pasar a meterse en todas las casas y vidas ajenas, sino que también lo reinventan como artista. Por más que Quino reniege de Mafalda, su personaje es fruto no del costumbrismo, sino de oler la época, de adelantarse a su tiempo, como señaló Beatriz Sarlo en una interesante columna publicada en estos días de despedidas. No eran comunes las nenas como Mafalda entonces, hoy no hay recuerdo de infancia que no incluya una o varias Mafaldas, como también Susanitas o Felipes, de los que sí hubo siempre.

Hijo de una familia profundamente anticlerical y padres antifascistas, Quino siempre fue un artista cuyas preocupaciones políticas, humanistas y universales se filtraron inevitablemente en sus dibujos, pero nunca se metieron en el camino. Como si recorriese el camino inverso de una de sus mejores páginas, la de la mujer que se sienta con lágimas a escribir una emotiva carta de despedida para su pareja y va tachando frase tras frase hasta terminar pintando en la pared un expresivo “Adiós gusano”, Quino parece empezar todos sus dibujos con una similar mirada contundente sobre el mundo, y desde allí trabaja hasta a encontrar el chiste, paso a paso.

Volviendo a aquella celebración de sus 80 años, hoy supongo que esa sensación de replanteo que yo sentí que flotaba en el aire de nuestra charla tal vez no tenía tanto que ver con lo personal, sino con lo colectivo, con un mundo al que había retratado toda su vida, y que no había cambiado nada. Por eso es que cada vez que le pedían el regreso de Mafalda respondía resignado que no hacía falta, que lo que había publicado durante esa década seguía siendo actual como entonces. Resulta muy impresionante ver hoy la portada original de ese primer tomo de Mafalda que ya tiene más de medio siglo, el del dibujo de la protagonista tomándole la fiebre a un globo terráqueo enfermo, y constatar que podría haber sido dibujada ayer. Recuerdo también que, luego de aquella larga charla, logré que Quino me atendiera el teléfono días después para redondear algunas ideas que habían quedado inconclusas. Antes de despedirnos, me pidió: “No me hagas decir cualquier cosa, cualquier duda que tengas me llamás”. Vaya tranquilo, don Joaquín. Y gracias por todo.