Todo comienza y termina en un circo. Se enciende el escenario y la banda toca una melodía socarrona, como de un Sargento Pepper pero de Nueva Orleans. El ritmo es vivaz, la fiesta parece asegurada. A manera de gran suite de funk, swing, blues, folk y hard bop, una serie de melodías y grooves parece ponderar la riqueza sonora de un país modelado por las tradiciones afroamericanas del profundo sur. Hay un coro de tres voces femeninas que, a la manera de los coros griegos, replica la sección de vientos, acompañando el desfile circular de la arena circense. El tema más breve dura apenas un minuto; el más extenso, cinco.

Pero todo eso no es lo que parece, no exactamente. La ironía se apodera del discurso musical. Lo sabemos por las letras de las canciones, y sobre todo por una voz grave que, mediando entre episodios musicales variados y coloridos, acapara la atención del oyente. Es la voz de un monólogo cínico que incita al público a aceptar y celebrar la inclemente fuerza de un capitalismo feroz regido por la ley del más fuerte, el darwinismo social que sin miramientos fragmenta la sociedad entre ganadores y perdedores, entre ricos y pobres. Una sociedad “maloliente” (“fonky”) que a través de la demagogia y el engaño ejercidos por su conductor busca invisibilizar las miserias tras la alfombra del éxito económico de unos pocos. El circo alegra al público, lo complace. Pero también lo enfrentará a su peor versión.

El narrador se llama Mr. Game Es un estafador, un pícaro inescrupuloso que manipula a sus seguidores a fuerza de entretenimiento barato: la seducción del juego fácil, la promesa del triunfo inmediato sin objeción de los medios para lograrlo. Mr. Game no es el vocero de una feroz dictadura, sino el desafortunado producto de una democracia que permitió que sus ideales más nobles terminaran naufragando en medio de la codicia y la corrupción. Son los Estados Unidos megalómanos (“We are the Greatest”) y mentirosos de la era Trump, pero con elementos que vienen de su historia. ¿A dónde fue a parar el contrato social de aquel país? ¿Qué hacer contra el actual estado de cosa, cuando el presidente del país más poderoso del mundo le da la espalda a la pandemia, ignora a los científicos y, cual charlatán de feria, recomienda beber hidroxicloroquina? Quizá la música sea un despertador contra el adormecimiento general, o al menos una reserva de sabiduría popular contra las fuerzas destructivas que hoy resquebrajan a los Estados Unidos. A semanas de las elecciones presidenciales y en un clima de exacerbada violencia racial, los artistas norteamericanos están alertas.

The Ever Fonky Lowdown (improbablemente traducible como “El eterno y nauseabundo pusilánime”, aunque “lowdown” también significa “sucio secreto”) es la nueva obra del trompetista, compositor y director Wynton Marsalis. Comisionada por –y para– Jazz at Lincoln Center, fue estrenada el pasado 7 de junio en el Rose Theater del Frederick Rose Hall de Nueva York y grabada por Blue Engine Records en agosto. En línea con sus anteriores trabajos “conceptuales” –desde Black Codes (From the Underground), de 1985, hasta From the Plantiation to the Penitentiary, de 2007, pasando por Blood on the fields, ganador del Pulitzer en 1997–, esta suerte de musical satírico, de fuertes tintes críticos, fue escrito por Marsalis en 2018 pero se ha cargado de sentido en el año de la pandemia y las aspiraciones de reelección de Donald Trump. El líder demócrata Joe Biden denunció al presidente por instigador de los tiroteos racistas recientemente desatados por la policía en Kenosha (Wisconsin) y Portland (Oregon). El país se ha vuelto un polvorín. Mr Game sonríe.

Musicalmente es una obra ambiciosa, por la que desfilan diferentes estilos y géneros. La mayor parte de lo que Marsalis compuso para la Jazz at Lincoln Center Orchestra está inspirado en la música que escuchó en su infancia y adolescencia en la ciudad natal de su ídolo Louis Armstrong. Algo de esa música la aprendió de su padre, el pianista Ellis Marsalis. Otra la incorporó en sus primeros años de músico profesional. A diferencia de sus opus con intención historicista –por ejemplo, la suntuosa Swing Symphony, que se inicia con las síncopas del ragtime y avanza en tiempo–, The Ever Fonky Lowdown está concebido desde la actualidad. Uno puede encontrarse allí con una canción a lo Stephen Sondheim como “They/ Let´s call them this” e inmediatamente pasar al filoso funk “The Ever Fonky Lowdown in 4” (habrá un “in 5” y otros números: Marsalis siempre fue un virtuoso de los cambios de métrica). Una canción coral como “The Drums of War”, que remite al Mardi Gras de New Orleans en clave moderna (la orquestación es magnífica y las armonías vocales, deslumbrantes, como lo son en casi toda la obra), está seguida por la atmósfera ellingtoniana de “Consideration Blues…”. Más tarde sonará el gospel “What Would The Savior Think?”. Luego irrumpirá un impresionante duelo de batería y brass en “Some For Me, None For you”. Imposible aburrirse con este pastiche sonoro (un total de 53 tracks, contando también los parlamentos), más allá de los guiños, el slang y las referencias locales.

“Mr. Game no es Trump”, aclara Marsalis desde su casa frente al edificio del Lincoln Center, minutos después de haber hecho un par de zooms con medios de otras partes del mundo. “Más bien se trata de una combinación de predicador evangélico, político, estafador callejero, charlatán de feria y engañador carismático con talento para la persuasión. La figura de este personaje trasciende tiempo y espacio. Por supuesto tiene similitudes con Donald Trump, pero encontramos la figura de Mr Game en varios políticos de ayer y de hoy que han explotado a sus votantes enfrentándolos a ‘los otros’. Esos ‘otros’ son enemigos remotos que no tienen ningún impacto sobre nosotros. La política de Mr. Game se basa entonces en la denigración y la humillación del otro. Su herramienta para lograrlo es la retórica seductora y populista. Él mismo lo explica en siete puntos o etapas. De esta manera logra desviar a la gente del camino correcto vendiéndoles una imagen falsa de auto grandeza. Como la música transmite una sensación de felicidad, Mr. Game no parece ser un personaje diabólico. Eso lo vuelve más peligroso. Por supuesto, esto no sucede sólo en los Estados Unidos.”

s allá de las diferencias de estilo y lenguaje, ¿podría relacionarse The Ever Fonky Lowdown con ciertas obras de tradición “culta” como La ópera de tres centavos o Mahagony de Brecht/Weill, en el sentido de que emplea música y libreto para formular una denuncia de la corrupción y la violencia?

–No lo sé, al menos no es una referencia que haya tenido en mente al momento de componer. La idea de la obra surgió de una serie de conversaciones con mi hermano menor Ellis, el único integrante de la familia que no es músico. Ellis es un estudioso, muy comprometido con los problemas sociales. En la familia lo llamamos “el oráculo”. En realidad, han sido charlas que hemos sabido tener a lo largo de muchos años. Muchas veces nos hemos preguntado: ¿EEUU es realmente una república o un imperio, o ambas cosas al mismo tiempo? Finalmente acordamos que la música y la forma para expresar estas ideas sobre el país debían ser las de un circo, con todo lo festivo que este tiene. Aquí la música también intenta capturar la felicidad interna de aquellos que disfrutan sacándole ventaje a sus vecinos.

Recientemente, Noam Chomsky aseguró que los Estados Unidos están al borde de una guerra civil. ¿Coincide con este diagnóstico?

–Ya estamos en una especie de guerra civil. Una guerra entre la razón y la sinrazón. Una batalla entre hechos y sentimientos, entre la democracia y su insistencia en la igualdad de oportunidades y la corrupción de este momento del país, con las prácticas predatorias de una elite educada para abusar de las clases subalternas. No veo un conflicto militar porque sencillamente no existen dos cuerpos políticos igualmente armados. No hay dos ejércitos, pero sí estamos atravesando algo bastante parecido a una guerra civil.

Sin una militancia política definida, Marsalis profesa una suerte de “humanismo universal” –son sus palabras– que deposita su fe en la creatividad del género humano como herramienta de cambio. Hay en su pensamiento algo de salvación por el arte y la educación, pero sus ideas estéticas siempre han estado articuladas a reflexiones sociopolíticas. No parece sentirse representado por el bipartidismo de su país (“En Norteamérica ambos partidos políticos comparten responsabilidades en los problemas sociales que padecemos”), pero no comulga con la anti-política, toda vez que Donald Trump se aprovechó del desencanto político de una parte numerosa de la sociedad estadounidense para llegar al gobierno. Su premura para que The Ever Fonky Lowdown sea mundialmente conocido antes de los comicios del 3 de noviembre da a entender que su voto será anti-Trump, en eso no hay lugar a dudas. Pero como artista prefiere distanciarse del panfleto, planteando su parábola en términos más amplios: su música interpela con vigor el pasado y el presente de su país, poniendo el énfasis en la cuestión afroamericana.

UN JOVEN MARAVILLA

Wynton Marsalis es el músico de jazz más influyente y controvertido que produjo el arte de la improvisación en las últimas dos décadas del siglo XX. A casi 40 años de que su nombre empezara a resonar fuertemente en los círculos jazzísticos, su energía para la polémica ya no parece estar dirigida tanto al interior del género como al resto de la vida social estadounidense: hoy le preocupan más las chances de reelección de Trump que el auge del hip hop en detrimento del jazz. Su larga relación con el Lincoln Center como institución lo ha vuelto muy prestigioso en su área, y también le ha granjeado críticas. Muchos han visto en su defensa de la tradición y el consiguiente rechazo de las vanguardias una actitud conservadora.

Esto viene de larga data: en los años 80, cuando su increíble técnica instrumental y su sonido cálido y perfectamente controlado deslumbraban al mundo entero, el crítico David Hadju afirmó que el suyo era un jazz para la revolución conservadora de Reagan. Obviamente Hadju no se refería a las ideas políticas de Marsalis, sino al celo con el que el músico se había auto declarado guardián de antiguos legados. O no tan antiguos: su lectura de la evolución del jazz llegaba hasta mediados de los años sesenta, poco antes de que Miles Davis abandonara el formato acústico para electrificar su sonido. A propósito de Davis, es conocido el episodio en que el creador de “So what” prácticamente echó a un joven Marsalis del escenario cuando este se sumó para solear con su ídolo: el Miles de aquel momento nada quería saber con el Marsalis joven. Cuando Ken Burns estrenó su miniserie documental Jazz (2000), Wynton fue su narrador privilegiado. Influida por el crítico Stanley Crouch, su narrativa se basaba en un criterio de tradición selectiva que atrajo tanto como irritó a los amantes del jazz.

Marsalis nació en Nueva Orleans en 1961. A los 14 años tocó el concierto para trompeta de Haydn con la Filarmónica de su ciudad. A los 20, inscrito en la Juilliard School, fue fichado por Art Blakey y luego por Herbie Hancock. Antes de cumplir los 25 era considerado unos de los trompetistas más notables de toda la historia del jazz, con algunos premios Grammy tanto en el rubro “jazz” como “clásico”. En octubre de 1990 fue tapa de la revista Time, con el título “The New Jazz Age”. Algunos lo llamaban “el nuevo Clifford Brown”, y a la generación de la que formaba parte, “Young Lions”. Junto a su hermano, el no menos notable saxofonista tenor Brandford Marsalis, y un puñado de músicos tan jóvenes como ellos –el pianista Kenny Kirkland, el baterista Jeff “Tain” Watts y el contrabajista Robert Hurst–, Wynton grabó sus primeros discos bajo influencias combinadas de Miles Davis, Ornette Coleman y Thelonious Monk. Y la de su padre, el pianista Ellis Marsalis, naturalmente.

Su segundo disco solista, Think of One, fue tal vez el objeto más esperanzador que produjo el jazz en los años 80 en función de su propio futuro. Más tarde llegaron, entre varios otros, los bellos Hot House Flowers (1984), J Mood (1986), Marsalis Standard Time (1987), Live al Blues Alley (1988), Blue Interlude (1992) y Live at the House of Tribes (2005). Si al comienzo de su carrera su estilo de referencia era el vigoroso post bop de los años 50/60, con el paso del tiempo su búsqueda se volvió más retrospectiva, como si su deseo de desentrañar las claves del conflicto americano lo llevaran al comienzo de los tiempos. En ese sentido, la banda sonora que recientemente compuso para el film sobre el legendario pionero de Nueva Orleans Buddy Bolden es la culminación de esa exploración del pasado.

Si al comienzo Marsalis pareció ser un fundamentalista de la pureza jazzística –fueron célebres sus diatribas contra el jazz-rock y la fusión– , con los años se volvió más receptivo a otros influjos de la música popular. Grabó discos –y se presentó en vivo con– Willie Nelson, Eric Clapton, Rubén Blades y el acordeonista francés Richard Galliano, al mismo tiempo que convertía la Jazz Lincoln Center Orchestra (JLCO) en una verdadera escuela de los estilos históricos del jazz. En ese sentido, los temas que conforman The Ever Fonky Lowdown pueden escucharse como una suerte de inventario de sonoridades sureñas devenidas en géneros musicales. Por supuesto, no es la primera vez que Marsalis hace algo así. Ya en “In this house, on this morning” de 1992 había presentado una gran diversidad de especies y estilos, si bien la obra actual es mucho más ambiciosa en términos de forma y estructura.

Sos autor de los textos de Mr. Game y obviamente de toda la música de la obra. ¿Cómo fue el proceso de escritura de tantas y tan variadas piezas? Después de todo, se trata de un mosaico sonoro, por más que haya lazos entre las partes.

–Cada track refleja el groove y el sentimiento de estilos musicales con los que crecí. La mayoría surgió de una manera natural. En realidad, lo difícil fue lograr que cada sección o parte tuviera sentido en una totalidad coherente y, al mismo tiempo, que pudiera conservar cierta integridad por separado. En piezas largas, generalmente trabajo con esquemas muy ajustados. En este caso tuve que organizar aún más la estructura general, porque había un texto largo, lo que le otorgaba al trabajo una mayor complejidad narrativa. La música tuvo aquí un rol de acompañante. Elegí cuidadosamente los patrones rítmicos, las tonalidades, los objetivos orquestales de manera tal que el oyente pueda experimentar una progresión de emociones de acuerdo a cómo se va desarrollando la obra.

s allá de la forma y la estructura, ¿qué podés decir de los materiales utilizados? ¿Qué relación tienen con los empleados en otras obras de largo aliento de tu autoría, si es que la hay?

–El lenguaje melódico es similar al del sofisticado estilo de jazz moderno de Nueva Orleáns que tocaban mi padre y el gran baterista James Black en los años 60 y 70. La escritura contrapuntística en “The Ever Funky Lowdown in 4, 5, 6, 5 & 6” remite a “More Over” de Blood On The Fields. Diría que también hay aquí algo del lenguaje y los sentimientos que volqué en mi álbum de 2007, From The Plantation To The Penitentiary.

JAZZ ES DEMOCRACIA

Desde que asumió su dirección en 1992, la Jazz at Lincoln Center Orquesta se volvió el instrumento favorito de Marsalis, sin duda su plan A. Tanto sus ideas compositivas como su labor de difusión y promoción del jazz están cifradas en ese colectivo de 15 músicos que cuenta con 32 discos en su haber y un impresionante historial de ciclos y giras por el todo el mundo (Tocó en el teatro Gran Rex en 2005 y en el Teatro Colón en 2015). Junto a solistas experimentados, como el trompetista Marcus Printup, el saxofonista tenor Ted Nash o el saxofonista alto Victor Goines, la orquesta suma periódicamente músicos jóvenes, cuidadosamente seleccionados por la institución.

Para The Ever Fonky Lowdown la orquesta reforzó las voces y agregó solistas. “Nuestra orquesta está llena de compositores, arregladores y maestros”, se entusiasma Marsalis. “No hubo nunca un ensamble con este nivel de inteligencia creativa, diversidad de estilo e inventiva en cada puesto. El nivel de dedicación es muy alto. En cuanto a las voces, elemento fundamental en este trabajo, contamos con Ashley Pezotti, Camille Thurman y Christie Dashiell, con el agregado de Doug Wamble. Ellos superaron todas las expectativas. La verdad es que cantan con aparente facilidad una música que presenta dificultades. Doug también es guitarrista; aportó el toque de un auténtico músico folk del sur norteamericano.”

Las partes de Mr. Game fueron dichas por el actor Wendell Pierce. Marsalis no oculta su admiración por Pierce, también su amigo desde los tiempos de la high school. Cita con detalle los papeles más conocidos del actor: Bunk en The Wire, Antoine Batiste en Treme y James Greer en Jack Ryan. “Es literalmente un hermano”, remarca. “Un fantástico actor que creó personajes indelebles. Por supuesto él contribuyó enormemente a que la obra fuera un acto de amor para todos los que participamos. Estuvo espléndido las nueve horas seguidas que se requirieron para la grabación de todos los temas”.

Existe una cierta tradición de lo que podría llamarse “jazz de protesta”, relacionado con las luchas por derechos civiles. Podemos pensar en We Insist! de Max Roach, “Misisipi Goddam” de Nina Simone, Freedomde Mingus o Not In Our Name de Charlie Haden y Carla Bley. Quizá también podríamos situar en esa línea, como punto de partida, Black, Brown and beige de Duke Ellington. ¿Te sentís parte de esa tradición?

–Sí. En realidad, para los músicos negros americanos, cualquier forma de competencia en excelencia es un modo de protesta. No hay que olvidar que en los Estados Unidos una clase subalterna fue sistemáticamente explotada. La noción de raza fue introducida para justificar la esclavitud y la servidumbre. Históricamente se deshumanizó al trabajador de piel negra, y toda una mitología nacional se focalizó en aquello que supuestamente estaba mal con los negros como personas en lugar de detenerse en observar las deplorables condiciones sociales y los actos de injusticia que se perpetraron contra “la gente de color”, victimizándola como clase subalterna, de baja educación, etc.

No obstante la dominación del blanco sobre el negro, el jazz terminó alcanzando status de “alta cultura” en el contexto de una sociedad que, en algún sentido, sigue estando segregada. ¿Cómo entendés esa paradoja?

–El jazz es una revelación. Así debe entendérselo. Efectivamente, ha sido difícil para una nación que ha ridiculizado a la gente negra durante siglos tener que aceptarlo y, al aceptarlo, aprender la gran lección del jazz: la de una visión más inclusiva de la vida nacional. Estamos ante una forma de un arte musical definidamente democrática, cuyos mayores creadores pertenecieron a las clases subalternas. Cuando Jelly Roll Morton, Louis Armstrong, Duke Ellington y otros crearon esta música, dejaron al descubierto las contradicciones presentes desde el nacimiento de nuestra nación. Algunos encumbrados intelectuales se han esforzado, sin éxito, por reducir la importancia cultural del jazz imitando formas artísticas europeas, o celebrando la última tendencia musical. Pero nada de eso funcionó realmente. El jazz sigue siendo la gran revelación americana.