Ventilás el destino

andando por las calles

como un carnaval

olvidado...

Pobre mina, tango de Alberto Greco

Una ventana aparece repetidamente, como uno de sus leitmotivs, en los textos de Alberto Greco, pero no por la necesidad de crear un marco para su mirada, nada más lejano, sino por todo lo contrario, para desmarcarse, para saber que por ahí se puede abismar, en un salto un poco suicida, un poco inaugural, porque todo abismo germinal o mortal es siempre caer en la aventura de lo imprevisto. “Quería saltar por la ventana y prolongar ese pedazo de vereda con otro pedazo, y continuar hasta el cansancio de mis ojos y de mis pies”, escribe Greco en su cuaderno más visceral, en una evocación de su adolescencia, cuando vivía con su madre. “Salté el marco de hierro de la ventana y caí, torpemente de costado, sobre la vereda. Desde el suelo miré la ventana vacía, sin su víctima de todos los días, sin ese muchacho con cara de enfermo que algunos comentaban que, por debilidad, había enloquecido.” No se trata de escapar de la locura que se le endilgaba, todo lo contario, salir implicaba un acopio de mayor delirio, de alucinante realidad, de espejismos, literalmente de una experiencia más psicótica, de no diferenciar su interior del exterior. Ganar la calle para Greco fue siempre fragmentarse, desmarcarse, fusionarse: “Invadido por un sentimiento mágico, me detenía ante los objetos, los vidrios o las puertas de los automóviles que devolvían mi imagen (no siempre total) y me contemplaba a mí mismo, y sorpendido por el mismo milagro de existir, de tener cuerpo y mirada y ser paisaje para que toda esa magia del mundo, alrededor mío, sucediera en mí.” Greco se aventuraba en lo real pero no para escapar de la locura, de la alucinación, sino para huir de todos los chalecos de fuerza que le querían poner tantas veces, y una lo lograron, pero por poco tiempo: cuando lo encerraron en un convento de monjas tras representar en Roma su obra vivo-dito Cristo 63 y se escapó por una ventana como él mismo cuenta. Hay muchas personas que con su obra abrieron puertas, la obra de Greco abrió ventanas, por donde es necesario saltar, porque saltar tiene mucha más dimensión de aventura, mucha más riqueza. “Pobre de aquellos que una gota de locura no toque su corazón”, escribe en otro cuaderno. Saltar a la calle es vivir ese “sentimiento mágico” de transfigurarse con la realidad, pero nunca fundado en la idea del mito del artista-mago, sino invirtiendo todo. Cuando le preguntan “¿Usted es mago?”, Greco responde: “No, soy el conejo.” El realismo mágico de Greco es saberse creado, y no crear, es saltar de la galera como por una ventana, y experimentar que el gran truco extraordinario es precipitarse hacia el mundo: es ser paisaje, y no paisajista. Con la publicación de “La aventura de lo real. Escritos de Alberto Greco”, textos reunidos y comentados por Paula y Eduardo Pellejero, tenemos por primera vez una compilación de gran parte de la palabras con que Greco se derramó y amalgamó por el mundo. Si además de traducir y transcribir parte de sus manuscritos, obras graficas, publicaciones y cartas entre los años 50 y 60 de la vida migrante de Greco, principalmente por Roma, Madrid y New York, el libro también reproduce algunas de las postales que enviaba, es porque su escritura es parte sustancial de su fusión con el paisaje.

La palabra viva

Si el “hay que salir a la calle” de Alberto Greco lo hizo célebre fue porque su Vivo-Dito se convirtió en una suerte de contraseña cada vez que se menciona la potencia de su obra. Surgido a mitad de 1962, acompañado con un manifiesto mutante (que retituló y reescribió varias veces y que el libro reproduce en distintas versiones), el Vivo-Dito es “la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñará a ver de nuevo aquello que sucede en la calle.” La muerte de la pintura como forma expresiva que anunciaba este nuevo manifiesto la realiza literalmente en un giro definitivo hacia otros procedimientos: “Totalmente de acuerdo con el cine, el reportaje y la literatura como documento vivo. La realidad sin retoque ni transformación artística. Hoy en día me importa más un ser cualquiera contando su propia vida en la calle o un tranvía, que todo relato técnico y pulido de un escritor.” La máxima expresión de esa literatura callejera de Greco es el Cuaderno Roma, donde transcribe una serie de conversaciones, reportajes y testimonios (algunos incluso supuestamente escritos por las mismas personas de la calle), que principalmente son las palabras de un grupo de taxiboys, clientes y putas que paraban en la Piazza di Spagna de la capital italiana. Traducido íntegro al español por primera vez en este libro, el Cuaderno Roma es lo más queer creado por Greco, entendiendo por queer como la desobediencia de los modos de vivir y representar la sexualidad como forma de violenta afrenta política a cualquiera de las formas represivas sobre el deseo y en contra del asimilacionismo. Y se conecta directamente con toda la fuerza crítica que Pier Paolo Pasolini había desarrollado en el cine y la literatura a partir de recuperar el homoerotismo del subproletariado romano y de los dialectos (especialmente el friulano) como multiplicación de las voces contra de la tendencia fascista a unificar la lengua italiana. Greco transcribe la palabra “accattone”, que en slang italiano que su usa para denominar vago, chanta y buscavidas, y que da nombre a una película de Pasolini de 1961. La polifonía de Greco, esa amalgama verbal como textual, termina en orgía, como lenguas superpuestas, contaminadas, impuras siempre; hasta hay una orgía descripta por una voz donde repentinamente un perro lame un culo, donde en el sexo también sucede eso “imprevisto” que propone en la dinámica el Vivo-Dito. Como en todos sus otros textos, en Greco irrumpe la lengua impensada en el espacio público. Hay también en su poética mixturada de la marginalidad y la negociación de lo viril y marica de este Cuaderno Roma un precursor del Néstor Perlongher de La prostitución masculina, al mismo tiempo que el gusto por la oralidad de toda la obra de Manuel Puig, especialmente de su técnica de usar el grabador para producir literatura.

Lo queer de Greco no se concentra solo en ese cuaderno sino que está derramado en toda su escritura, pero encuentra niveles de electroshock en la serie de relatos del Cuaderno Centurion, que inician el libro. Y si bien empieza en una orgía en un departamento parisino, su visión es un poco distante, como si no participara de la emoción de ese sexo un poco orquestado, para luego salir a la calle y concentrarse en el vértigo del yiro urbano, del erotismo y lo pornográfico en lo público: hay algo del éxtasis del deambular, del flaneur como el dandy que altera a su paso el castrado orden urbano, de la celebración de un exhibicionismo cosmopolita. Greco se aleja de las formas tradicionales del arte para salir a yirar: “Las huellas que trazan mis zapatos para ir de mi casa a la galería son más importantes que los cuadros que allí se exponen”. Hay un texto enteramente dedicado al sexo en los baños públicos de la capital francesa, con lujo de detalles sobre la organización y circulación social queer en las calles y los “pissotiéres”, como llaman a los urinarios públicos. Parcial o totalmente autobiográfico, apareciendo con su nombre propio, en esos relatos por circutos del sexo en lugares públicos, no solo hay sexo entre hombres, también él, en el mismo bar que conoce a Claudio, quien sería su novio imposible durante diez años, tiene un encuentro sexual con una prostituta enana en un baño. Greco no se limita a testimoniar un proto-circuito gay, más bien lo contrario, o sea, hace un divague por una promiscuidad queer, sin los límites de ninguna identidad (de hecho, como bien afirma: “Los homosexuales no existen. Solamente hay experiencias homosexuales”). Sexo en baldíos, atrás de una iglesia, las prácticas sexuales para Greco son parte del Vivo-Dito, de las poéticas de la calle, en sincronía con la filosfía cínica que sostenía que si se comía en público también debería tenerse sexo en público. Si las fotos más reproducidas por Greco son las de él dibujando un círculo de tiza en las veredas algunas veces señalando a una persona como parte de una acción relacionada con el Vivo-Dito; no es difícil entender ese círculo como un esfínter anal, como abrir el orto en el espacio público. De hecho, el culo, incluso su culo, es objeto repetidamente de sus textos, especialmente en el relato “Violación paga”, cuando contrata a un hombre para que lo penetre. Su autoexposición en la escritura no tiene la lógica del que propone una identidad del deseo, sino el que está en tránsito permanente. “Hablo del hombre para hablar del pintor que soy por medio del hombre que soy para llegar a comprender mi color, lo llamado mi paleta, les hablaré de las calles y de mi necesidad de locura”, dice, pero sin considerar la palabra hombre como una identidad, sino como todo lo contrario. Porque si hay algo que repite varias veces en el libro, en relatos y cartas es: “Para mí no hay ni hombres ni mujeres: seres”. El yiro para Greco es salirse de las orientaciones, identidades y los roles sexuales, genéricos y artísticos, es un deambular queer, degenerado, tal vez el más radical y potente que haya sostenido alguien en solo 34 años de vida.

La vida es un tango

“Tu corazón es un barco

sin timón, sin timón.”

Palito Ortega

El libro de Eduardo y Paula Pellejero viene a culminar una década en que se comienza a reconocer más a Alberto Greco como un artísta múltiple, que no fue solo un pintor informalista, sino también un escritor notable. Con las particularidades, claro, contaminadas y mixtas de su escritura, que cruzaba los géneros, incluso su obra más extensa en esto sentido, “Besos brujos”, se la denomina generalmente “novela gráfica” porque fue desarrollada en una serie de hojas donde muchas veces el dibujo o algunas técnicas pictóricas de Greco se amalgamaban con el texto manuscrito. Un precursor de la valoración literaria de Greco fue el extraordinario ensayo “El bosque disperso de Alberto Greco” de Rafael Cippolini en su libro Contagiosa paranoia (2007), donde arma una constelación para entender la potencia pionera de escritor pop de Greco años antes de la existencia de Manuel Puig en el panorama latinoamericano. En este suplemento, en 2011, yo mismo rescataba el valor literario y queer de Greco a partir de una nota sobre una muestra en Fundación PROA que incluía fotos Vivo-Dito. En 2014, hubo una muestra basada en la escritura de Greco, llamada Besos brujos, en la Fundación Klemm, y tras la remodelación en 2018 del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires se reinauguró con una muestra que exhibía toda la novela Besos brujos para la lectura en la sala. Ese mismo año, Paula Pellejero estrenó el documental Alberto Greco. Obra fuera de catálogo, un viaje que fue la génesis del libro que compiló con su hermano. Paula siguió la propuesta de salir a la calle y gran parte del documental es seguir esas huellas en España del yiro grequista, incluso repitiendo algunas de sus acciones urbanas y tránsitos más rupturistas, y encontró un hallazgo: el testimonio de un niño que colaboró en el Rollo Vivo-Dito, revelando algunos pormenores de la creación comunitaria de Greco, de su escritura polifónica. En la última revaloración de la escritura de Greco, el año pasado, en la Galería del Infinito se desarrolló la muestra “La mala letra”, curada por Fernando Davis que incluía, entre otros “papeles”, la exposición del relato policial Guillotine murió guillotinado, que ahora está incluído en el libro La aventura de lo real.

Ahora Paula y Eduardo Pellejero reúnen todo aquello que se mostró o valoró de forma dispersa, creando un libro que es un recorrido que termina de visibilizar una línea muy importante en la obra de Greco, que es el melodrama tanguero. “Me gusta el tango, es lo único bueno que dimos, te acordás hermano: -Verás que todo es mentira, que nada es amor, que al mundo nada le importa, yira, yira”, escribe Greco, autor de un “gotan” dedicado a su vieja, llamado “Pobre mina”. El título de su novela Besos brujos está tomado directo de una canción pero también de una película homónima que es un melodrama tanguero con Libertad Lamarque, actriz y película son gemas del camp argentino. La historia de amor imposible por el chileno Claudio Badal, obturada una y otra vez por el destino, no solo es el centro de esa novela sino que está en casi todos los escritos de Greco, en cada uno de los capítulos, como una pasión que atraviesa todo el libro, como el lunfardo y los desvíos del hablar porteño que también se mezclan en la prosa con distintos idiomas. El yira, yira tanguero se desfigura, se fusiona, se vuelve pop podrido, extrañado, pero siempre es destino melodramático que prefigura al Boquitas pintadas de Manuel Puig en más de un sentido, pero también lo trasciende, porque Greco es mucho más contaminado para narrar el desamor. Si Puig es más estricto y limitado en el homenaje a un nostálgico mundo tanguero de época, Greco lo mezcla con su polifonía mucho más estallada, que va de la crónica periodística a la canción popular (¡canta su ídolo Palito Ortega!), de la novela histórica al diario personal, de la ciencia ficción al teatro, pasando de un subgénero al otro con un ímpetu experimental, mezclando épocas, repitiendo textos con variaciones. Como muchos de sus cuadros, de sus acciones, parece un texto inconcluso o abierto. Pero esa misma operación también va al corazón del tango, porque como bien dice por por ahí “Discépolo fue nuestro gran genio”, y lo que termina haciendo es mezclar su voz propia y la ajena en la vidriera irrespetuosa, revolcaos en el merengue y en el mismo lodo todos manoseaos, como describen los versos de “Cambalache” (título discepoliano que Greco usó también para una de sus obras). En su andar tanguero rioplatense, Greco, incluso, tiene el tic de hablar al revés, o al vesre, muy propio de quien gusta desarmar y revelar que el lenguaje mismo nos puede llevar a dar la vuelta al mundo.