En agosto de 1975, un político y poeta colombiano llamado Simón González organizó el Primer Congreso Mundial de Brujería en Bogotá, e invitó a Clarice Lispector a participar en él. Clarice ya era en Brasil como Borges en Argentina: la conocía todo el mundo, aunque lo hubiera leído sólo el uno por ciento. González la había conocido el año anterior en Cali, en unas jornadas literarias en las que participaron también Vargas Llosa y Antonio Di Benedetto, donde Clarice leyó su famosa frase: “Dejo registrado que, si vuelve la Edad Media, yo estoy del lado de las brujas”. En la carta de invitación le pedía que asistiera aun cuando no quisiese hacer ninguna ponencia: bastaba que llevara con ella esos ojos brujos que tenía. González era un excéntrico en la política colombiana: había sido parte de la pandilla de Los Nadaístas, andaba en una Harley Davidson llamada Rayo de Luna y quería imponer la adoración de la luna verde en el Archipiélago de San Andrés. Pero no se piense que aquel Congreso era una artimaña suya para atraer a Clarice: el secreto deseo del Brother Simón (como se lo conocía en Bogotá) era que ese cónclave de 2500 hechiceros, santones y chamanes generara la suficiente energía para debilitar a los militares que manejaban el gobierno títere y habían decretado el estado de excepción en Colombia.

Mientras la noticia sobre el congreso circulaba sarcásticamente por la prensa del continente (incluso en el programa televisivo mexicano El Chavo del Ocho apareció Don Ramón preguntándole a la Bruja del 71 cuándo partía hacia la capital colombiana), la prensa carioca se enteró de la invitación a Clarice y la revista Veja logró arrancarle estas declaraciones en el aeropuerto: “Mi intención es absorber, más que irradiar. Sólo hablaré si no puedo evitar que eso suceda. Llevo para leer un cuento llamado El huevo y la gallina, que es misterioso incluso para mí”. Nuestro muy querido Eric Nepomuceno, que estaba en ese momento exiliado en México, viendo El Chavo por la tele con su hijito, tuvo una iluminación: con dos llamados telefónicos logró vender la nota y partió a Bogotá con su esposa Martha, el pequeño Felipe y el chileno Enrique Müller, corresponsal del Der Spiegel alemán. El plan era hacer hablar a Clarice, o al menos seguirla.

La cantidad de periodistas extranjeros que apareció a cubrir el congreso fue tan inesperada y tan ofensiva para la iglesia colombiana y sus piadosos fieles de la alta sociedad, que presionaron en doble pinza a las autoridades para que restringieran todo lo posible el acceso de público al recinto, así como la cobertura de prensa. Casi como convocada por la sulfúrea ira católica, una niebla densa encapotó esos días el cielo bogotano como si se viniera el fin del mundo. De manera que, mientras el congreso sucedía casi a puertas cerradas, miles de curiosos, escondidos en la niebla de la policía, en los alrededores del predio, se enteraban de lo que sucedía adentro por el sistema del teléfono descompuesto, dando como resultado un nivel de exageración e irrealidad que generó una histeria colectiva, según Eric.

La estrella del evento era el mentalista Uri Geller, el israelí que doblaba cucharas con su mente. Su show venía después de unos brujos haitanos que demostraron el poder del vudú: poseídos por espíritus, masticaban vidrio, se azotaban, se pasaban antorchas por el cuerpo sin quemarse, mientras hablaban en lenguas que el público, aterrorizado, entendía sin conocer el idioma. La fascinación de la gente con Geller era tal, que un vivaracho (según las malas lenguas, el propio Brother Simón) mandó a sus secuaces a propalar el rumor de que las cucharitas dobladas por la mente del israelí eran amuleto infalible contra el hechizo vudú. Previamente había comprado todas las cucharitas baratas de café que pudo, y puso a todos los chicos de su barrio a doblarlas por la mitad. Luego los mandó a la niebla, con una canasta bajo el brazo, a proclamar: “¡A cincuenta pesos la cucharita doblada por el maestro!” (las malas lenguas bogotanas aseguran hasta hoy que así pagó Brother Simón su congreso).

Ignoramos qué hizo Clarice en sus días en Bogotá, pero gracias a la formidable Martina Colasanti, su confidente y albacea, hoy sabemos que tenía preparada una breve conferencia como introducción a su lectura de El huevo y la gallina, en la que pensaba decir, entre otras cosas: “Todo lo que llamamos natural es, en última instancia, sobrenatural, como el hecho de que hayamos inventado a Dios y que él, de milagro, exista. Lo que voy a leer a continuación es misterioso hasta para mí misma. Así que les pido que me escuchen no sólo con la razón, y si media docena de los presentes sienten realmente este texto me daré por satisfecha”. Pero, a la hora de enfrentar al público, Clarice tuvo uno de sus conocidos ataques (“A veces me espeluzna la gente. Después pasa y me vuelvo curiosa y atenta”), y no sólo se negó a hacer esa introducción sino que tampoco quiso leer el cuento ella misma.

Lo había llevado traducido, tal como le pidieron, pero la única traducción que tenía era al inglés. Así que no fue la autora sino una persona de la embajada brasileña la que leyó, en inglés, ese cuento hipnótico, que no es tan largo pero parece infinito, y les resumo aquí: “Por la mañana en la cocina veo el huevo. Sólo ve el huevo quien ya lo ha visto. Pongo mucho cuidado en no entender al huevo porque, si hay pensamiento, no hay huevo. Lo miro en forma superficial, para no romperlo. La gallina, me han dicho, es el disfraz del huevo. Sí, para eso sirven las madres. La vida interior de la gallina consiste en actuar como si entendiera. Pero yo sólo entiendo el huevo roto. Mientras hablo del huevo me olvido del huevo. Lo olvido por devoción. Hay quienes se presentan voluntarios al amor, pensando que el amor enriquecerá su vida personal. Pero en realidad es lo contrario: el amor es pobreza. Amor es no tener”.

 

El escritor colombiano Cobo Borda, que estaba ahí, dice que cuando acabó la lectura del cuento, Clarice permaneció en silencio, vestida de negro de pies a cabeza, hasta que el último de los decepcionados espectadores abandonaba la sala, y entonces se fue ella también. Nuestro querido Eric se perdió la escena. Esa mañana su hijito se había dado un golpe feo en el baño del hotel, hubo que llevarlo al hospital, Eric estaba tan tenso que de los nervios se rompió una muela y el chileno Müller chocó en el taxi en el que se dirigía de apuro al hospital. “Había una niebla muy negra en esa ciudad, ese día”, recuerda Eric. Pero, como pertenece a la raza de los periodistas que nunca se dan por vencidos, cuando volvió a México logró con paciencia y gracias a la siempre eficaz ley de los seis grados de separación, dar por teléfono con Marina Colasanti, la amiga de Clarice, que había ido a visitarla el día que ésta llegó de Bogotá, y la Colasanti le contó a Eric que mamá gallina había traído de regalo de su viaje, a cada uno de sus dos hijos, una cucharita doblada, y cuando se las dio les dijo que las cuidaran mucho porque eran un amuleto contra la brujería.