Cuando Freud definió el psicoanálisis lo hizo como una práctica en la que el modo de conversación era diferente al de la vida cotidiana. Nada más lejos de hablar con un amigo que hablar con un analista. No sólo por el tipo de discurso que se le impone a quien consulta, cuyo reconocimiento narcisista es puesto en cuestión (es decir, importa lo que se dice y no tanto quién la persona cree que es para decirlo), sino también por el lugar que le cabe al analista. En particular, en este artículo quisiera detenerme sobre un aspecto puntual, que en la supervisión del trabajo de diversos colegas me ha llamado la atención.

En cierta ocasión, una colega me comentaba el malestar que le producía que un paciente no "respetara" el tiempo del análisis, ya sea porque faltaba sin avisarle de antemano, o bien porque renegaba de los honorarios. En este punto, antes que construir un tipo específico de paciente, lo importante fue delimitar qué le ocurría a ella con la situación de quedar ubicada como un objeto "desechable" en el tratamiento. Sin ir más lejos, este es un aspecto propio de la clínica de la neurosis obsesiva.

Dicho de otra manera, no es que el diagnóstico en psicoanálisis se haga por las propiedades de los síntomas que el paciente comenta. Esa orientación es la vía objetivista que se propone quizá una disciplina como la psiquiatría, u otras opciones terapéuticas, en las que se atiende a las manifestaciones de un "cuadro"; mientras que en un psicoanálisis tiene un primer plano la relación con el analista, es decir, lo analizable siempre pasa por la puesta a prueba en la relación del analista.

En este sentido es que Freud afirmaba que en un análisis "convocamos a los demonios del Averno", y no cabe huir de manera vergonzosa. Por eso esta situación no sólo es difícil de sostener para el paciente, sino también para el analista que encuentra en el tratamiento la circunstancia de una destitución de su subjetividad. He aquí una particularidad del dispositivo analítico: el único sujeto es el paciente, mientras que el analista toma ese ser de objeto que, muchas veces, puede resultar sintomático para el analista mismo.

En el caso de la colega mencionada, algo de su propia neurosis hacía que esa destitución le resultara especialmente sufriente. Ella hubiera esperado ser una analista querida y festejada por su paciente; afortunadamente eso no ocurrió, ya que habría sido la garantía perfecta de un tratamiento sugestivo. Y el psicoanálisis no tiene como meta la sugestión; por eso cierta queja respecto del analista es a veces un buen indicador de la dirección de la cura.

En este punto podría recordar también el caso de otro colega, esta vez de un hombre que atendía a una paciente cuyas "escenas" él sentía que debía "acotar". Simuladora, histriónica, irresponsable, hacerle sentir el rigor del compromiso con el dispositivo era algo importante para que rectificara su posición de "alma bella" y se hiciera cargo de su tratamiento. En resumidas cuentas, en esta coordenada se delimitaba (y esto es lo que supervisamos) el desprecio que este varón sentía por la posición histérica de esta mujer, en la medida en que lo implicaba en una actitud de severidad que pudo ser reconducida a la de un padre... de cuya indiferencia ella se burlaba. He aquí una coordenada típica: el analista que de manera defensiva se vuelve un "maltratador" de la histeria, con la preocupación de que ésta no sea una invitación a que la paciente deje el análisis, sino ¡todo lo contrario! De este modo es que puede entenderse que Lacan sostuviera (en el seminario "Problemas cruciales") que "la neurosis de transferencia [del paciente] es la neurosis del analista".

La neurosis del analista es, a un tiempo, condición y obstáculo de un tratamiento. Si algo distingue un análisis de cualquier otra oferta terapéutica, es que en aquél se establece una relación íntima con el analista y, antes que un esclarecimiento de los síntomas del paciente como si fueran meros problemas (a resolver), se los trata a partir de su incidencia en una forma de vida para la cual el analista se propone no sólo como intérprete sino como parte implicada. El análisis de esa implicación, a su vez, incumbe al análisis del analista y, en particular, a la supervisión.

Un analista no es un experto en psicoanálisis. Saber sobre psicoanálisis no es garantía de una posición analítica, mucho menos considerarse un especialista, porque no hay profesionales para casos específicos, sino ese analista puntual que se dispone a sostener el sufrimiento a expensas de su propia persona. El tratamiento de ese sostén singular es lo que hace que un análisis sea una experiencia única e irrepetible, para la cual no hay recetas ni prescripciones.

*Doctor en Filosofía y Doctor en Psicología por la UBA, donde es docente e investigador. Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES.