Maracaibo pertenece a un tipo de cine argentino que hace años busca consolidarse bajo la denominación de “industrial mediano”. Se trata de un cine de aspiraciones relativamente masivas aunque sin la envergadura del coproducido por los canales de televisión ni del respaldado por alguna distribuidora extranjera. Y que apunta sus cañones a un público adulto y está hecho con la solvencia técnica y la suficiente capacidad creativa para tematizar cuestiones universales –aquí es, de forma bastante evidente, la paternidad– mediante un relato que coquetea con modelos narrativos consolidados, en este caso el drama familiar y el thriller de tintes policiales. A esto se le suma la presencia de dos muy buenos (y reconocidos) intérpretes en los roles centrales como Jorge Marrale y Mercedes Morán. Pero el cine no se hace sólo con buenas intenciones, y el resultado final termina dejando un retrogusto positivo aunque de insuficiencia, el mismo que se siente cuando nadie redobla el truco y se gana la tercera mano con el ancho de espada.

La tercera incursión en el largometraje de ficción de Miguel Ángel Rocca (Arizona Sur, La mala verdad) tiene cartas para unos cuantos puntos más de los que finalmente obtiene porque relega varios de sus pliegues. Se trata, entonces, de un film que elige quedarse en una zona de confort temática en lugar de ir un poco más allá, de ramificarse, de profundizar sus aristas más complejas. El relato empieza en un bosque durante una jornada de caza entre padre e hijo que no termina muy bien: el veinteañero Facundo (Matías Mayer) apunta pero no puede –no quiere– disparar, e inmediatamente después, Gustavo (Jorge Marrale) no tiene mejor idea que gatillar y acertar justo en el blanco. Ese contraste se hará aún más evidente en las elecciones profesionales y académicas de cada uno: el primero aspira a convertirse en artista audiovisual y el segundo es un reputado cirujano en vísperas de un importante ascenso a la jefatura de área. 

Una de esas noches, Gustavo encuentra a Facundo con un compañero de facultad en la habitación, y no precisamente estudiando o haciendo un trabajo práctico. Hay algo sosegado en la reacción del personaje de Marrale y en el tono de la charla posterior con su mujer (Morán) que muestra la buena materia prima para el drama familiar contenido que anidaba en el núcleo de Maracaibo. Lo cierto es que su reacción es la de un hombre dolido menos por la elección de su hijo que por el ocultamiento con que la llevó adelante. Le seguirán un par de encuentros atravesados por una frialdad que recién se cortará cuando un intento de robo termine con Facundo herido de muerte y mamá y papá sumidos en crisis. Este último también con una pesada carga de culpa sobre sus espaldas, quizá el sentimiento que más y mejor lo motive a indagar en la vida del asesino (Nicolás Francella), a quien visitará unas cuantas veces dentro del penal con el objetivo de saber quién era su cómplice.

Maracaibo entrelazará esa vertiente policial a otra más intimista, vinculada con el proceso de un duelo signado por el pasado y la reflexión de la relación padre-hijo. El problema es que esas partes no terminan de unirse más allá de los paralelismos propuestos por el guion. Como por ejemplo la relación de Gustavo con su mujer. En algunas escenas compartidas entre Morán y Marrale –perfectos los dos– Rocca construye una tensión basada en silencios y miradas entrecruzadas que transmiten infinidad de acusaciones mudas.