Pocas cosas más tristes que despertarse con la noticia de que un amigo ha muerto. Y eso pasó esta madrugada: Rodolfo Rabanal ya no está entre nosotros. Quienes hayan leído sus contratapas en este diario lo lamentarán; quienes hayan leído sus libros lo lamentarán todavía más: Rodolfo fue uno de los grandes. En junio había cumplido ochenta y estaba bien, entero, tan lúcido y tan sutil como siempre, y lo siguió estando hasta hace unos pocos días, cuando se descompensó en su casa y, ya en el hospital, supimos que lo estábamos perdiendo, que era cuestión de días nomás.

Rodolfo apareció en la literatura argentina con un libro breve y poderoso, en el difícil 1975: El apartado. Seis años después, esa novela becketiana era legendaria; había que ir hasta el depósito de Sudamericana en San Telmo para conseguirse un baqueteado ejemplar. El segundo libro de Rodolfo estaba en la biblioteca de mi madre: Un día perfecto, en la edición de Pomaire. Pero fue el tercero, creo (las dos fenomenales nouvelles que conforman En otra parte, publicado por Legasa), el que tuvo efecto más poderoso en muchos de mi generación: lo sentimos uno de los nuestros, al mismo tiempo que uno de los capos de la generación anterior. Desde que volvió del exilio a Buenos Aires en 1984, hasta que se fue a vivir a la costa doce años después, me honró con su amistad, publiqué algunos de sus libros, presenté otros, disfruté fenomenales conversaciones con él, me enseñó montones de cosas y me hizo reír a carcajadas con su sinceridad, rasgo de carácter infrecuente en nuestro gremio.

Hace unos meses, cuando le escribí para su cumpleaños, le dije que, en esa relación de mi generación con la suya, él había sido para mí, junto con Abelardo, Briante y Piglia, los modelos, los que la tenían clara, los que sabían leer mejor que los demás, los que tenían voz más interesante, a pesar de las diferencias que hubiera entre ellos. Rodolfo fue la primera persona a la que oí hablar de Marca de agua de Brodsky, de la importancia de Auden y Mandelstam no sólo como poetas sino como prosistas (en una noche inolvidable los vi conversar durante horas a él y al gran Carlos Lohlé, sobre el impresionante libro de Nadezhda Mandelstam, Contra toda esperanza). Fue Rodolfo el que me hizo leer a Mansilla, a Chatwin (el Chatwin “secreto” de Utz y Qué hago yo aquí) y a Elias Canetti (una mañana en que lo encontré leyendo en un bar ese libro que hizo Fondo de Cultura, La conciencia de las palabras). Gracias a Rodolfo supe de Enrique Raab y de Jotaerre Wilcock. Me acuerdo de la clase magistral con que nos explicó a Fresán y a mí (que idolatrábamos a Martin Amis) por qué Campos de Londres no movía el amperímetro (qué certero, visto desde acá).

Podría seguir interminablemente con la lista, pero lo que importa es el enfoque que transmitía Rodolfo: una manera de leer, una manera de alimentarse con lo leído para que eso se trasladara después a lo que escribíamos. Como suele suceder, lo fuimos entendiendo con retraso y a los tumbos: en aquel momento nos limitábamos a absorber como esponjas, alegre e impunemente, a contagiarnos por ósmosis, por mera proximidad, de esos capos, en la vorágine que era la vida en Buenos Aires en esos tiempos.

Después de criar como un padre a las hijas de Cristina, su pareja de toda la vida, partieron juntos a vivir a la costa. Lamentablemente ya se habían ido a vivir al Uruguay cuando me tocó a mí venirme a la costa, años después. Lamenté muchísimo haber llegado tarde y perderme su compañía y su sabiduría en esos primeros, difíciles tiempos acá. Después me acostumbré a imaginarlo allá con Cristina: los libros, el largo invierno, el fuego en la chimenea, el mar afuera, la literatura adentro. Y empecé a sentirlo cerca de nuevo. Quiero despedirlo y desearle buen viaje con unas palabras del chino Gu Cheng que le gustaban mucho. Gu Cheng dijo que la poesía no consiste en tomar un trozo de madera y hacer de él una tabla, sino frotarlo y convertirlo en bronce, y frotarlo otra vez y convertirlo en vidrio, y frotarlo otra vez y convertirlo en agua.

Buen viaje, Rodolfo querido, y gracias por todo.