En la tarde del jueves Joe Biden incrementó a 11.000 votos la diferencia a su favor en Nevada, el estado que le podría otorgar los 6 votos para alcanzar el número mágico de 270 en el Colegio Electoral. Algunos todavía no dan como totalmente segura su victoria en Arizona (foto, lidera por 68.000, pero falta contar unos 400.000). Mientras el suspenso se estira, la victoria podría llegar por el lado de Pensilvania (la ventaja de Trump se redujo a 115.000 votos, cuando falta más de 500.000 por contar, mayoría de ellos previsiblemente demócratas) o Georgia (Trump lidera por 12.000, y falta contar 50.000, en general de Atlanta, donde Biden es favorito). Mientras tanto, Trump se declara ganador, insistió hoy con las denuncias de fraude, llamó a parar los recuentos de votos y multiplica las impugnaciones judiciales. No sólo no suavizó el discurso que dio en la Casa Blanca en la tensa madrugada del miércoles, sino que muestra que está dispuesto a ir por todo.

Esta estrategia recuerda la que usó Bush Jr. para robarle la elección en Florida a Al Gore hace 20 años -se quedó con los 29 electores de ese estado por la escasa diferencia de 538-, cuando la Corte Suprema resolvió, en diciembre que no se contarían los miles de votos pendientes en ese estado.

Hoy, sin embargo, el presidente estadounidense recibió tres reveses judiciales: los recuentos en Michigan, Georgia y Pensilvania no se detendrán.

En las próximas horas se espera que Biden anuncie que llegó a la mayoría en el Colegio Electoral. La duda es hasta dónde el actual inquilino de la Casa Blanca llevará una disputa que viene pergeñando y anunciando hace meses (“Esto no termina bien”, disparó en el primero de los debates con Biden, el 29 de septiembre). Los antecedentes no son buenos. El 1 de junio ordenó a la Guardia Nacional reprimir a quienes se manifestaban en la capital contra el racismo y la violencia policial, para sacarse una foto con la Biblia en la mano, definiéndose como el presidente de la “Ley y el Orden”. Luego presionó para movilizar a tropas federales en las distintas ciudades donde se multiplicaban las protestas. En agosto, no dudó en romper una ley no escrita y cerró la convención del partido republicano en los jardines de la mismísima Casa Blanca. La semana pasada tomó allí juramente a Amy Barrett, la tercera integrante que colocó en una Corte Suprema que, espera, lo mantenga en el poder a pesar de haber perdido la votación popular por más de 3 millones y medio de votos. Además, se negó a condenar a grupos supremacistas blancos. Asustan las imágenes de milicianos trumpistas marchando por distintas ciudades el día de la elección, haciendo ostentación de sus armas y declarando que no aceptarían que los demócratas transformaran a Estados Unidos en un país socialista.

Ayer, por otra parte, hubo movilizaciones populares en distintos estados reclamando algo que parece elemental y obvio: que se cuenten todos y cada uno de los votos.

En medio de la mayor crisis económica desde los años treinta y de una pandemia que no cede (ayer fue el peor día desde que empezó en marzo, con el récord de más de 100.000 contagios en 24 horas), la polarización social y política –la grieta-, no sólo no cede, sino que se profundiza en forma acelerada.

El mundo está en vilo. Los demócratas aguardan que hoy mismo se confirme su triunfo y que el establishment republicano le ponga un freno a Trump.

Mientras aguardamos la definición del proceso electoral y de la crisis política que acapara toda la atención global, ya tenemos algunas certezas. El sistema electoral requiere una urgente reforma integral –lo reiteró ayer Bernie Sanders-, no hubo ola azul y Joe Biden no generó demasiado entusiasmo (la elección fue un previsible referéndum entre trumpistas y antitrumpistas) y la tensión y la movilización social tendrá que incorporarse como un dato permanente de la política estadounidense. Vista la edad y lo que representan ambos candidatos, es necesaria una renovación política frente a un esquema bipartidista que está en crisis (en parte ya se está produciendo ya que el martes se concretó la llegada al congreso de una nutrida y joven camada de representantes progresistas y de izquierdas, liderada por Alexandria Ocasio Cortéz). Además de un congreso con mayor presencia de la bancada referenciada en el carismático y popular senador Sanders, de confirmarse la derrota de Trump, esto implicaría un enorme alivio par las mujeres, inmigrantes, trabajadores, ambientalistas, afrodescendientes, estudiantes, hispanos, científicos y artistas que desde hace cuatro años vienen luchando contra la agenda regresiva y anti-derechos impulsada por su Administración y por los republicanos.

Por último, si Trump no acepta su derrota, se profundizará la incertidumbre y la crisis institucional iniciada por este caótico proceso electoral, lo cual será otra manifestación del declive hegemónico estadounidense en curso. La incapacidad del gobierno estadounidense de dar respuesta multilateral y coordinada a la pandemia y a la depresión económica global ya había derrumbado este año su imagen internacional. El actual papelón político-electoral profundizará esta decadencia. Las últimas 48hs muestran que cada vez más le costará al viejo hegemón seguir sosteniendo el liderazgo global que supo ostentar en los últimos 75 años.