Estamos viviendo tiempos extraños. Tristes y difíciles, pero especialmente extraños. Lo cotidiano resulta confuso, reina la incertidumbre y nos cuesta creer lo que estamos atravesando. Sin embargo, esta sensación de extrañamiento con respecto a lo más obvio y cotidiano puede ser también un impulso a cuestionarnos, repensarnos y transformar prácticas y relaciones que (re)descubrimos dañinas.

Es muy clara esta cuestión, por ejemplo, con respecto a los enormes problemas ambientales que provoca nuestra forma de vivir (y producir), así como también en cuanto a las posibles soluciones frente a ellos.

Tal vez de un modo menos evidente este extrañamiento colectivo (que rara vez se produce de un modo tan general y con tanta continuidad en el tiempo como ahora) también puede ayudarnos a cuestionar preconceptos y prácticas enraizadas que creíamos (¿creemos?) imposibles de erradicar.

Me refiero a aspectos relativos a la relaciones sociales y la tendencia a la individuación creciente --tan compatible con la forma en que se organiza económica, política y culturalmente la sociedad en esta etapa de la historia (capitalismo postindustrial, sociedad de la información, posmodernidad sea cual fuere las categorías que se prefieran para nombrarla)-- y su correlato en el aumento de la desigualdad y la fragmentación social.

En cierto sentido, podríamos pensar que nuestras sociedades fueron convirtiéndose en promotoras de individuos especializados en construir realidades que impiden generar puntos de encuentro con otros “no tan semejantes”. Individuos altamente capacitados en buscar la diferencia, la distinción, pero desconcertados (sino temerosos) sobre cómo vincularse con otra/os distintas/os.

La debilidad de los lazos sociales trae aparejadas consecuencias concretas, no se trata de una mera abstracción. Dubet (2015) en su libro ¿Por qué preferimos la desigualdad?, sostiene que de hecho “la debilidad de esos lazos explica la profundización de las desigualdades”, en tanto se relaciona con una crisis de las solidaridades entendida como “el apego a los lazos sociales que nos llevan a desear la igualdad de todos, incluida, muy en particular, la de aquellos a quienes no conocemos”. Con los lazos sociales debilitados, nuestras acciones contribuyen al desapego social y al aumento de las desigualdades. Para el autor, en el entramado social contemporáneo tal y como está, las elecciones de los individuos, aunque no lo busquen, engendran desigualdad. De hecho, “cuánto más se ahondan las desigualdades sociales, más se estrechan las interacciones entre quienes se asemejan” y más se reproduce la desigualdad.

Frente a ello, y en pos de una posible transformación, el autor se pregunta “¿qué podría hacer que nos sintiéramos lo bastante semejantes para querer realmente la igualdad social, y no solo la igualdad abstracta?”, ¿cómo podríamos reconstruir el lazo de fraternidad, es decir “el sentimiento de vivir en el mismo mundo social”?

Retomando la cuestión pandémica, ¿existirá acaso otro fenómeno, al menos en un tiempo cercano, capaz de demostrarnos tan categóricamente que “vivimos en el mismo mundo social”, que somos parte de una comunidad en donde las decisiones individuales son fundamentales pero no alcanzan?

Paralelamente en estos largos meses de distanciamiento el espacio público ganó relevancia. Si bien desde el invento de las ciudades modernas la noción misma de ciudad aparece íntimamente ligada a la de espacio público, la metamorfosis urbana de los últimos 30 años lo minimizó, al tiempo que el discurso hegemónico aumenta el temor de permanecer allí. Así es como cada vez pasamos menos tiempo en el cada vez más pequeño e inseguro espacio público.

Pero el espacio público cumple un rol fundamental en la promoción y desarrollo de sociedades democráticas. Tal como señalan Quevedo y Hernández en La ciudad desde la cultura, la cultura desde la ciudad (2010), el espacio público debe ser entendido como el lugar donde los diferentes se encuentran sin las restricciones propias de lo privado, donde “la figura del Otro, del extraño, del paseante, del diferente, por tanto de la diversidad, se pone en escena”.

En este complejo entramado, la pandemia nos deja otra huella: la mayoría de los encuentros entre personas --al menos los más seguros, paradójicamente-- se producen en el espacio público. Así plazas, parques, esquinas amplias y veredas estrechas se revitalizaron, y así también nos dimos cuenta la falta que nos hacen espacios públicos de calidad y al alcance de todos/as.

La desigualdad, la covid-19, el distanciamiento, la sensación de ser parte de algo que transciende lo individual, la necesidad de espacios para los reencuentros. Tal vez, la pandemia nos ayude a construir nuevas maneras de vincularnos y estar juntos/as.

Se trata, por supuesto, de un mero diagnóstico. A veces me pregunto cómo relataremos este tiempo en el futuro, cómo se lo contaremos a las próximas generaciones. Claro que todavía es imposible saberlo puesto que el relato que construiremos depende de lo que aún está sucediendo y, sobre todo, de la puja por las interpretaciones sobre los sucesos.

Sin embargo sí estoy segura de que para quienes compartimos este diagnóstico inicial será un fracaso rotundo encontrarnos en la postpandemia con una sociedad que reproduce los mismo patrones de exclusión que hasta ahora. Tal como dice Latour, en un artículo publicado en marzo de este año por AOC, “si todo se detuvo, todo puede ser puesto en tela de juicio; cuestionado, seleccionado, ordenado, interrumpido de una vez por todas o, al contrario, acelerado (….) Lo último que deberíamos hacer es retomar de manera idéntica todo aquello que hacíamos antes”.

Claro que hace falta trabajo, cuestionamientos, imaginación y cierta osadía. Sin embargo la coyuntura crítica actual (crítica incluso antes de la covid-19) lo exige y la incomodidad que nos genera la realidad es acorde al tamaño del desafío que debemos enfrentar: se trata de la construcción de un futuro contracultural.

Y la construcción de ese mañana-posible hay que disputarla ahora. Es hoy que debemos construir el discurso que dará forma al futuro que queremos. La extrañeza que vivimos genera ciertas condiciones propicias para que las críticas a esquemas de pensamiento, prácticas naturalizadas y lógicas de acción hegemónicas logren sembrar cuestionamientos y fomentar la construcción de un camino alternativo.

* Romina Solano es investigadora del área de Comunicación y Cultura de Flacso.