Es imposible pensar el cine argentino del último medio siglo sin la presencia de Fernando “Pino” Solanas, fallecido esta madrugada en París después de varias semanas de internación luego de haber contraído coronavirus. Su figura fue determinante en todos los campos del cine nacional: el documental y la ficción, la teoría y la práxis, la realización y la producción. Premiado en los grandes festivales internacionales –Berlín, Cannes, Venecia--, Solanas sin embargo nunca hizo una película que no tuviera que ver con el país al que también dedicó sus conocimientos, su energía y su compromiso como militante y dirigente político. Si hubiera que definir en una sola palabra el tema esencial de su obra como cineasta esa palabra sería “Argentina”. El país en su conjunto –con sus luchas y sus contradicciones, con sus riquezas y sus miserias, con sus trabajadores y sus intelectuales— fue su pasión y su obsesión, desde su primera hasta su última película, desde La hora de los hornos (1968) hasta Tres en la deriva del caos (2020), todavía inédita a causa de la pandemia.
En ese enorme arco que va de uno a otro extremo de su filmografía, donde prevaleció el film-ensayo y el documental, hubo también grandes mojones en el campo de la ficción, como Tangos – El exilio de Gardel (1985) y Sur (1988), dos películas cruciales del primer período de la recuperación democrática, que dieron cuenta respectivamente de las experiencias del exilio exterior e interior que vivió el pueblo argentino bajo la dictadura cívico-militar. Esas dos películas fuera de norma también abrieron caminos impensados para el cine nacional, hasta entonces prisionero –salvo escasas excepciones-- de un costumbrismo al que Solanas siempre le dio la espalda para arriesgar nuevas búsquedas estéticas, con las que fue creando una poética propia, irrepetible.
Nacido en Olivos, Provincia de Buenos Aires, el 16 de febrero de 1936, en el seno de una familia de clase media simpatizante de la Unión Cívica Radical, Solanas cursó unas pocas materias en las carreras de Abogacía y de Letras, pero sus primeros estudios consecuentes fueron de piano y composición musical, antes de egresar del Conservatorio Nacional de Arte Dramático, en 1962. Esa experiencia sería determinante en su obra cinematográfica porque ratificó en Solanas la noción de la puesta en escena como el arte de la convención, una aproximación metafórica a la materia representativa. Por aquellos años, Solanas a su vez concurría a lo que él consideraba que fue “en la práctica, mi pequeña universidad”: los círculos intelectuales que se agitaban en torno a los escritores Gerardo Pissarello y Enrique Wernicke, lugares de encuentro que convocaban a los jóvenes núcleos culturales de la izquierda independiente de la época y donde se discutían los textos de Leopoldo Marechal, Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche.
Por entonces, Solanas se animó a probar suerte con dos cortometrajes, la ficción Seguir andando (1962), que participó del Festival de San Sebastián, y Reflexión ciudadana (1963), crónica irónica de la asunción presidencial de Arturo Illia, con textos de Wernicke. Pero también había que ganarse la vida y Pino hizo un comercial para una crema bronceadora que resultó tan exitoso que en los siguientes tres años llegó a hacer unos 400 cortos publicitarios. Ese ejercicio intenso le permitió formarse en todas las áreas del cine (fotografía, montaje, sonido, música) y reunir el dinero para rodar el que sería uno de los films más influyentes de la historia del cine latinoamericano: La hora de los hornos.
Desde 1963, cuando conoció a Octavio Getino (“Uno de esos encuentros que dejan huella en la vida de un hombre y lo estimulan a crear y experimentar”, Pino dixit), Solanas venía recolectando noticieros y documentales sobre la Argentina con la idea embrionaria de realizar un film que abordara el problema de la identidad del país, de su pasado histórico y de su futuro político. En junio de 1966, cuando Solanas y Getino iniciaban la realización de la película que sería La hora de los hornos, el golpe militar de Juan Carlos Onganía derroca al gobierno civil de Illia y se anticipa así a las elecciones de 1967, en la que se presumía que el peronismo, largamente proscripto, saldría ganador. El film pasa entonces a rodarse en condiciones de clandestinidad, no sólo al margen de las estructuras de producción convencionales sino también de los controles policiales de la dictadura.
En la génesis de La hora de los hornos había un presupuesto inalienable, que respondía a motivaciones menos estéticas que ideológicas, pero que inevitablemente iba manifestarse de manera decisiva en la forma del film. Si La hora de los hornos pretendía ser una obra que planteara la tesis de la liberación como única alternativa ante la dependencia (política, cultural, económica), el film entonces debía abjurar de los modelos cinematográficos establecidos por el sistema dominante. Sin haber desarrollado aún la teoría del “Tercer Cine”, que sería posterior a la realización de La hora de los hornos, Solanas y Getino ya tenían claro que aspiraban a hacer un cine que tendiera a la liberación total del espectador, entendida esta liberación como su primer y más grande acto de cultura: la revolución, la toma del poder. Y para ello el film debía romper con la dependencia estructural y lingüística que el cine latinoamericano tenía con el cine estadounidense y europeo. El film debía surgir de una necesidad propia, latinoamericana. “Hay que descubrir, hay que inventar…” era una consigna del ideólogo de la liberación Frantz Fanon que La hora de los hornos siempre tuvo como emblema y que puso en práctica como no lo había hecho hasta entonces ningún otro film latinoamericano, salvo en Brasil los de Glauber Rocha, en quien Solanas reconocía un compañero de ruta.
Estrenada en el Festival de Pesaro en junio de 1968, La hora de los hornos no sólo se llevó el premio mayor; también se convirtió en un acontecimiento político y cultural. Todavía no había pasado siquiera un mes de las revueltas del “mayo francés” y la llama de París recién comenzaba a esparcirse por toda Europa. En ese contexto, la aparición de un film latinoamericano como La hora de los hornos, que era un declarado llamamiento a la revolución y concluía su primera parte con un plano fijo y sostenido del rostro inerte del Che Guevara (de cuyo fusilamiento no se había cumplido un año) causó una verdadera conmoción en el campo del cine, que por esos días se cuestionaba no sólo su lenguaje sino también su función política y social.
Mientras la película –concebida como un film-ensayo en tres partes que sumaban 4 horas 20 minutos de duración-- recorría el mundo, en la Argentina del Onganiato su exhibición sólo era posible en la clandestinidad, en funciones organizadas en sindicatos y organizaciones sociales, que eran concebidas como actos políticos de resistencia. Y los cambios de rollo de las copias en 16mm eran aprovechados para el debate, bajo unas pancartas que recogían otra consigna de Fanon: “Todo espectador es un cobarde o un traidor”.
A partir de La hora de los hornos, Solanas y Getino crearon el Grupo Cine Liberación, que sumó al realizador Gerardo Vallejo, el productor Edgardo Pallero y el crítico Agustín Mahieu, entre otros. De allí salieron varios manifiestos teóricos sobre el “Tercer Cine”, que incluían definiciones sobre el cine militante y que en 1971 derivaron en dos famosos “instrumentos” titulados Actualización política y doctrinaria para la toma del poder y La revolución justicialista, que consistían en sendas entrevistas a fondo con Juan Domingo Perón en su residencia del exilio en Madrid. Se trataba de “contrainformación”, de difundir –en “actos” similares a los de La hora de los hornos-- no sólo la palabra sino también la imagen del líder proscripto.
En Los hijos de Fierro (1975), su primer largometraje de ficción, Solanas encaró una compleja operación cultural y simbólica: una versión del poema nacional de José Hernández desde una visión peronista. Los hijos de Fierro del título son los descendientes de aquel gaucho rebelde, la clase obrera suburbana peronista, perseguida por el poder como en su momento lo fue el propio Martín Fierro. El protagonista deja así de ser un héroe individual y solitario para convertirse en un actor colectivo, lo que hizo de la película de Solanas una experiencia inédita en el cine argentino. Terminada en 1975, sin embargo no pudo verse en el país hasta una década más tarde, porque tanto Solanas como casi todo su equipo técnico y artístico fueron perseguidos primero por la Triple A y luego por la dictadura cívico-militar, que empujó al director al exilio.
De esa dolorosa experiencia, Solanas extraería una de sus creaciones más perdurables, Tangos – El exilio de Gardel, estrenada en la Mostra de Venecia 1985, donde se llevó el Gran Premio del Jurado, ratificado pocos meses más tarde por el premio principal del Festival de La Habana. A diferencia de sus films anteriores, que intentaban provocar un proceso de reflexión crítica, El exilio de Gardel exigía ante todo un compromiso emocional del espectador con sus personajes, hombres y mujeres a la deriva en una ciudad ajena, que buscan refugio en el imaginario cultural de la Argentina que debieron dejar forzosamente atrás.
La polifonía que ya estaba presente en La hora de los hornos y Los hijos de Fierro encuentra en El exilio de Gardel una forma de expresión más libre y espontánea, con lugar para la música, la danza e incluso el humor. Para hablar de su película, Solanas (como su alter ego en el film, interpretado por Miguel Angel Solá) recurre al término “tanguedia”, expresión que subsume Tango + comedia + tragedia y revela el afán del cineasta por salvar las barreras que separan los distintos géneros y crear una forma original que rompa con las estéticas tradicionales.
Una operación simétrica realizó con Sur, premio a la mejor dirección en el Festival de Cannes 1988, que funciona como la otra cara de una misma moneda. El escenario ahora ya no es París sino el paisaje suburbano al que regresa el protagonista (nuevamente Miguel Angel Solá), luego de años de cárcel por su militancia gremial, una situación que refleja metafóricamente el retorno del país a la democracia. “Sur es un viaje: de la prisión y de la muerte a la libertad; de la dictadura a la democracia; de la noche y la niebla al amanecer”, decía entonces Solanas, que como en su film anterior volvió a contar con la complicidad de Astor Piazzolla en la banda de sonido original, a la que sumó un collar de tangos clásicos que -en la voz de Roberto Goyeneche- van comentando la acción.
En comparación con estos clásicos modernos, El viaje (1992) y La nube (1998) no fueron films tan logrados, pero en ambos nunca dejó de ser evidente que corresponden por derecho propio a un cuerpo de obra de una singularidad absoluta en el cine argentino como es la de Solanas. En el primero, se trataba del recorrido iniciático de un adolescente fueguino, que parte desde la ciudad más austral del mundo en una aventura formativa por todo el continente sudamericano. En el segundo, el tono se volvía confesional y Solanas de alguna manera se veía reflejado en ese veterano teatrista interpretado por su amigo Eduardo “Tato” Pavslovsky, que resistía no sólo los embates del tiempo sino también de la modernidad berreta y sin memoria del craso menemismo.
La obra de Solanas recobró nuevo impulso a partir de Memoria del saqueo, Oso de Oro a la trayectoria en la Berlinale 2004, un documental que fue también la piedra basal de un enorme fresco que fue componiendo durante más de tres lustros. Los títulos de ese gran paneo por la realidad social, política y económica del país son elocuentes de cada uno de los temas que fue abordando. La dignidad de los nadies (2005), Argentina latente (2007), La próxima estación (2008), Tierra sublevada: Oro impuro (2009), Tierra sublevada: Oro negro (2010), La guerra del fracking (2013), El legado estratégico de Juan Perón (2016) y Viaje a los pueblos fumigados (2018) dieron cuenta de la resistencia del pueblo trabajador, del potencial científico y creativo del país, del abandono del ferrocarril como instrumento de comunicación y progreso, de la codicia extractivista, de las enseñanzas del líder y de la brutal contaminación de la tierra por los agrotóxicos.
Nada del país le fue ajeno a Solanas, que dejó pendiente un documental sobre la pesca y la plataforma oceánica argentina y terminado Tres en la deriva del caos, un diálogo íntimo y socrático con dos de sus muchos y grandes amigos del mundo del arte, el pintor Luis Felipe “Yuyo” Noé y el dramaturgo “Tato” Pavlovsky. “Al cine argentino le falta contacto con lo real”, reflexionaba en los últimos años. Para compensar esa falta, Solanas decidió –con esa noble ambición y esa prepotencia de trabajo que lo caracterizaban- ocuparse él mismo todos los aspectos de la compleja realidad argentina, a la que abrazó como nadie.