La telepatía nacional, la tercera novela de Roque Larraquy es un objeto extraño, difícil de describir, pero a la vez propio del programa que este escritor viene desarrollando desde hace exactamente una década. Una línea en la que la revisión histórica, la ficción sobre el discurso científico y la especulación narrativa se hacen presentes en textos de una gramática precisa, cincelada, que a la vez se permite fugas, interrupciones, desvíos y un humor que esquiva cualquier intención de lectura rápida. En esta línea ha publicado La comemadre (2010), Informe sobre ectoplasma animal (2014), convertidos rápidamente en libros de culto y traducidos a gran escala. Desde el 2016 es director de la Licenciatura Artes de la escritura en la Universidad Nacional de las Artes.

A esa serie de textos inhóspitos y brillantes se suma La telepatía nacional. Desde la tapa nos encontramos con una ilustración de Diego Ontivero, --con quien el autor ya había trabajado en su libro anterior— en la que una mujer de espaldas, dibujada con trazos antiguos, escribe a máquina con las manos elevadas a la altura de su pecho. Pero una sombra duplica esas manos en una dimensión mayor, en un gesto como de imposición, de trasmisión de energía, como el que suelen usar los zombies al caminar (en las películas, claro). Sin embargo, ese universo de lo extraño, lo otro, el más allá, no aparecerá en las primeras páginas, pero sí emergerá en el transcurso del relato, torciendo su rumbo.

Década del 30 en la Argentina. Un comité conformado por un conjunto de ilustres nombres nucleados en el Jockey Club decide importar indios de distintas zonas de América, África y Asia, para exhibirlos en un Parque etnográfico o Antropoparque (alguien en la reunión comenta con preocupación la cacofonía de este segundo nombre). El proyecto del Parque temático suena delirante, pero no lo es tanto. Es sabido que en el Museo Argentino de La Plata, se exhibieron Caciques y sus familias, encargados por el propio Francisco P. Moreno, al finalizar la Conquista del desierto.

La voz cantante del grupo de oligarcas es el señor Amado Dam, suerte de protagonista de esta historia, quien decide tomar la iniciativa de traer una comitiva de indios de la Amazonia peruana y trasladarlos a su hacienda en Tandil donde ya comenzaron los trabajos del parque. Pero una serie de complicaciones en el puerto lo obligan a alojarlos en su propio departamento, ubicado en un décimo piso de Callao y Santa Fe. Allí comienzan los hilarantes problemas: las múltiples mucamas enfrentadas con los indios, estos subiendo por el ascensor, una india que se escapa y se mete en Harrods desnuda, el asistente de Dam intentando cumplir y fallando. Hay que decir que el relato nos va llegando de distintos modos, con diferentes procedimientos narrativos: primero, la carta que un “recolector” de aborígenes le escribe a Dam, describiéndole las características de la comitiva. Después de boca del asistente del señor, un melifluo muchacho, que hace todo lo posible por congraciarse con su patrón. Es a través de él, de sus múltiples humillaciones y esfuerzos, que nos llegan los hechos de estos indios que no se parecen a ningunos otros y los dichos y pensamientos del comité de hombres con ínfulas positivistas.

Larraquy continúa aquí en la senda de La comemadre e Informe sobre ectoplasma animal. Una “fantasía científica” – oxímoron con el que el naturalista argentino Eduardo Holmberg titula una novela en 1875-- o una ciencia ficción de época. Si bien hay elementos que sostienen el verosímil histórico –los procederes de los poderosos en la década infame, las investigaciones paleontológicas o naturalistas de fines del siglo XIX y principios del XX—los procedimientos literarios enrarecen, vuelven sátira y alucinación las pautas realistas. Rápidamente ocurre un hecho insólito: entre las pertenencias de la tribu había oculto un elemento sagrado, un tronco hueco, en el que aparece sorpresivamente un perezoso que estaba en estado de hibernación. Cuando despierta, en medio del departamento del señor Dam, lo araña y ahí, de ese modo, se produce el primer “evento telepático”. Este bicho era venerado por la tribu justamente porque a través de la interacción con él les permitía esos viajes de un cuerpo a otro que haya sido arañado por el perezoso con anterioridad o posterioridad. Para los indios la telepatía era una actividad recreativa, de ampliación de la experiencia sensual. Pero para Dam esta posibilidad de meterse en otros u otras, puede ser implementado con distintos fines. Y eso es lo que se va a proponer hacer.

Después de experimentar estos “saltos” por accidente, de hacer turismo dentro de una india y luego de su subalterno, decide incorporar a un miembro del comité, el doctor Thibaud para investigar estos eventos paranormales y sus principios “Teniendo como meta en esta etapa fundacional, la obtención de claves instrumentales para uso de espionaje privado y /o estatal, siempre a favor de los intereses de la patria”. Esto es narrado en el segundo capítulo, con una serie de detalles que no conviene revelar.

Es así como en La telepatía nacional, al igual que en La comemadre, el texto está dividido en dos partes. En aquella se trataba –primero-- de los procedimientos experimentales practicados en un hospital en Temperley donde intentaban registrar los últimos pensamientos de un grupo de pacientes guillotinados a comienzos del siglo XX, y –luego-- de las obras y vivencias de un artista conceptual del presente. Había un sistema, pero roto, irregular, cuyas partes se relacionaban de un modo más poético que narrativo. Aquí también. La aventura de los indios forzosamente emigrados y el parque quedan en suspenso, y en la segunda parte --llamada Anexo-- la historia que se cuenta es la de la Comisión de Telepatía Nacional, que ya existe, está implementada y es una de las patas del Estado en un gobierno de facto. En el medio, fragmentariamente, aparecen otros hechos, otros discursos, también narrados por distintas voces: la del presidente Perón buscando un edificio que opere como un hito urbano contemporáneo, que identifique a la clase media disgregada; este edificio será el Atlas, ubicado en Catalinas Sur. Luego, el célebre decreto 3855/55 de prohibición de afirmación ideológica o propaganda peronista. Y luego, otra vez el edificio Atlas, expropiado por la Revolución libertadora y rebautizado Alas, donde se ubicará la Comisión de Telepatía Nacional. En este anexo fragmentario, los discursos del poder –ficcionales y reales-- disputan su lugar en la urbe, en las imágenes o edificios que como vigías o gigantes, se imponen a la percepción de quienes habitan la ciudad.

Se podría decir que en este viraje sorprendente de la primera a la segunda parte de la novela, el relato, que siempre está llevado adelante por quienes detentan el poder o sus lacayos que lo hacen cumplir, pasa de la búsqueda del dominio del cuerpo, al de la mente. De la ciencia positivista que busca estudiar o exhibir las “razas” originarias de América y África, se pasa al estudio y la búsqueda del dominio de la mente, a través de esta logia “patriótica” que implementa sus descubrimientos con fines de espionaje e inteligencia. Lo interesante es que esto no parece un programa deliberado de un sector, sino que el descubrimiento nace de un error. Hay algo de picaresca en todo el plan. Los discursos dominantes del estado y de la ciencia, se retratan en lo que tiene de accidental, de extraño –pero no por eso menos abyecto-- en su búsqueda de contacto con el más allá.

Pero La telepatía nacional es una máquina que funciona de modo fragmentario, espectral, que despliega sus ideas de forma disgregada, a través de diferentes voces que aparecen, como si el autor se las hubiera encontrado en algún archivo olvidado y las quisiera revelar. Las resonancias a la historia argentina, sus luchas, sus identificaciones falsas, emergen desde una mirada alucinada y furiosamente humorística, como el resto diurno de un país.