Para los Ramplings, el corazón es un caja de seguridad. Guardado por generaciones, un secreto familiar se vuelve una leyenda. Sólo sabemos cómo guardar silencio. 

Pero estoy llegando a tu lado, Sarah, mi hermana mayor, la hermana a quien, a pesar de ser la más chica, se me ordenaba cuidar. Quiero contar tu historia. Quiero estar a tu lado.

Cuando cumpliste veintiún años, nuestros padres te regalaron tu primer viaje al extranjero. Con una amiga, dejaste Londres y partiste a América. Fuiste a Nueva York y después tu paseo por el continente te llevó a Acapulco, ese espectacular jirón de tierra entre el océano y las montañas.

Ahí conociste a Carlos. Un hombre guapo, mayor. Un rico argentino estanciero, un hombre con experiencia. Y ahí hiciste algo muy extraño, Sarah. Sin decirle nada a nadie, una semana después de conocerlo, te casaste con él.

Yo leí sobre el casamiento en un diario en Londres. Mi madre estaba frenética. No podía soportar pensar que Sarah estaba tan lejos. Sarah sin embargo volvió con Carlos de vez en cuando. Pero gradualmente sentimos que esta separación de su lenguaje, su país, su cultura, su familia, empezaba a pesarle. 

Tres años después del casamiento, mi madre estaba sentada a su máquina de coser. De pronto su cuerpo se aflojó. Completamente sin fuerzas se dejó caer sobre la mesa. Como pudo se recompuso y se las arregló para manejar hasta el campo de golf donde trabajaba mi padre. Unas horas más tarde, sonó el teléfono en casa. En el mismo momento del colapso de mi madre, Sarah había muerto en Argentina. En ese momento yo estaba haciendo una película para televisión. Interpretaba a una mujer joven de principios del siglo XX, una chica llena de espíritu que se desprendía de las convenciones. Ella encarnaba la sensación de pura vida que me atravesaba. 

Cuando llegué a la casa familiar, vi cómo mi padre abría la pequeña puerta del jardín y se me acercaba. Me dijo en voz muy alta: “Tu hermana está muerta. Andá  ver a tu madre”. Así me enteré. “Andá a ver a tu madre”. Cosa que hice, dejándolo perdido y solo en el medio del jardín.

Mi madre estaba en un sillón en el living. Me arrodillé frente a ella. Tomó mi mano y se aferró como si nunca quisiera dejarme ir, como si quisiera llevarme con ella. Luché y gentilmente intenté desprenderme. Me agarró de vuelta, me lastimaba. De pronto, aflojó la mano y se desmayó.

Durante muchos años estuvo inconsolable. Con Sarah, todo se fue de su vida.

Para los Rampling, no hubo cuerpo, no hubo funeral. Sarah había desaparecido. Cuando el teléfono sonó esa tarde, ya había sido enterrada. Nos dijeron que “por el calor”. Todo lo que sé es que Sarah está en la bóveda de su marido desde 1967.

Por razones que todavía no puedo explicar, nunca estuve en Argentina.

Supe la verdad sobre Sarah tres años después de su muerte. Se llevó el secreto consigo cuando se quitó la vida. Se mató el 14 de febrero de 1967, después de dar a luz a un bebé prematuro el 13 de enero en un hospital de Buenos Aires. Cuando le pregunté a mi padre por qué se había guardado tamaño secreto, me dijo: “Saberlo hubiese matado a tu madre”. 

Así que se convirtió en nuestro secreto y nunca supe si mamá fue protegida por nuestro pacto o envenenada por una mentira.

Quizá es éste el límite de la verdad: un secreto que nos mantiene humanos. 

Mi padre está frente a mi. Me dice que soy joven. Me dice que tengo que salir al mundo y no mirar atrás. Me dice que él siempre va a cuidar a mi madre. Me dice: “Charlotte, no tenés que volver por nosotros”. 

Mi hermana murió una muerte violenta. Y yo vi a mi familia hundirse en el silencio. Así que volé, como me dijo mi padre, y me convertí en una extraña entre extraños. Una búsqueda inconsciente me guió hasta aquí. Pasé mucho tiempo a la intemperie hasta que pude derramar la primera lágrima y aliviar el dolor que negué tanto tiempo.