Comienzo meditando sobre cómo medir el tiempo de mi relación con una obra de arte, me pregunto si existe un final para poder cuantificar el tiempo y saber cuán duradera fue, o es, esa relación. Intuyo el fracaso, pero voy a intentar descubrirlo mientras escribo.

Afirmé durante muchos años que John Houston era mi director favorito, pero al principio no fue por Moby Dick, que vi por primera vez durante mi infancia, sino al ver por única vez Los Muertos hace unos siete años atrás: la historia está basada en el último cuento del libro Dublineses de James Joyce.

En el final de la película, un matrimonio de mediana edad conversa en una habitación acerca de una reunión familiar a la que acaban de asistir, ella se queda dormida y él de pie frente a la ventana, por donde penetra una luz nocturna que apenas lo roza. Afuera está nevando, y ahí es donde me ubica la cámara de Huston, en la intemperie, para ofrecerme, en la voz de aquel hombre promedio el parlamento más bello y triste sobre el amor y la muerte que jamás presencié en el cine. La cámara, a su vez, recorre alternadamente imágenes de un cementerio de lápidas brumosas y paisajes nevados; recuerdo la sensación de bruma, esta vez cálida, en otras escenas de la película, que trascurre por las habitaciones de una casona durante esa reunión familiar, donde hay comida, conversación, baile y canto; pero es en aquella última escena donde la vida en Los muertos se muestra con una relevancia patética a la vez que poética la muerte.

“La nieve cae, cae lánguidamente sobre todos los vivos, y sobre todos los muertos”, es la última frase del cuento de Joyce.

Cuando tenía alrededor de nueve años, en esos sábados de maratones de cine en familia durante la siesta, fue cuando vi por primera vez Moby Dick.… y quién no conoce su historia. Pero en los años en los que vivía fascinada con Los Muertos de Huston fue cuando volví a verla y me llevó en un vuelo directo hacia el libro de Melville, que es, entre todos los libros que leí hasta hoy, mi biblia.

En Moby Dick el narrador es testigo, parte y sobreviviente de la obsesión del capitán Ahab con la ballena blanca, el único sobreviviente, y como dice Paul Sheldon en Misery de Stephen King, un escritor reconoce sus cicatrices y puede escribir un libro por cada una de ellas, pienso que Melville lo sabía muy bien, y también Huston.

Se me viene a la mente todo un capítulo dedicado al color azul, el color que rodea a los personajes durante la travesía, mar y cielo permanentes, y me ubica a mí, lectora, en un espacio monótono y distante de toda civilización; hay otro capítulo dedicado al color blanco, donde el narrador siente horror por la blancura de la ballena y la compara con simbolismos de este color a lo largo y ancho de las culturas del planeta, que tienden, en cambio, a metaforizar la pureza del espíritu a través del blanco.

Moby Dick me hizo sentir la misma sensación de obsesión maldita del capitán por la ballena, alejándome de cualquier tierra firme sobre el mundo y haciéndome capaz de fijar algo tan intensamente en mi como para que me acompañe hasta en la intimidad de la muerte, única tierra firme.

Alguna vez me dijeron que para elegir un libro hay que detenerse en el primer párrafo. Si te conmueve en algún sentido ese libro es tuyo porque comparte tus cicatrices, y entonces, al leerlo ya no estás solo en el mundo. Quizás ese sea el sentido de una obra de arte, y su tiempo, lo que dure la travesía en la intemperie hasta pisar tierra firme. El primero de Moby Dick, dice así: “Llamadme Ismael. Hace años, no importa cuántos exactamente, hallándome con poco o ningún dinero en la bolsa y sin nada de especial interés que me retuviera en tierra, pensé que lo mejor sería darme a la mar por una temporada para ver la parte acuática del mundo. Es una manera mía de combatir la melancolía y de regular la circulación de sangre. Siempre que siento que empiezo a hacer mohínes y a enfurruñarme, y noto las húmedas brumas de noviembre en mi espíritu; siempre que me sorprendo parándome ante las funerarias, o incorporándome al cortejo de cuantos funerales encuentro y, sobre todo cuando mi hipocondría prevalece de manera tal sobre mí, que tengo que echar mano de todos mis principios morales para evitar salir a la calle deliberadamente, y a golpes y de modo metódico, quitarle a la gente los sombreros de la cabeza, entonces es cuando comprendo que ha llegado el tiempo de volver al mar con urgencia. Este es el sustituto que uso para el suicidio. Catón se arroja sobre su espada con elegancia filosófica; yo, pacíficamente me embarco.”

Gilda Picabea nació en Buenos Aires, Argentina, en 1974. Vive y trabaja en Buenos Aires. Asistió al taller de pintura de Susana Schnell (1993- 2005). Estudió en la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón (1997-2000) y asistió al seminario de color dictado por Karina Peisajovich. En 2006 comenzó el taller de Cynthia Kampelmacher con quien realizó clínica de obra. Ese año obtuvo la beca otorgada por la Ley de Mecenazgo para estudiar con Tulio de Sagastizábal en Fundación Cromos hasta el año 2012. Actualmente se desempeña como docente en su estudio y desde hace varios años coordina un seminario de investigación del color. Entre sus reconocimientos cuenta con el Segundo Premio del V Salón Nacional de Pintura Vicentín (2016). Formó parte de salones y exhibiciones grupales y expuso de forma individual en: Un perfil dibujado en el espacio & Distante, Hache Galería; Buenos Aires, Argentina (2019); Seré Feliz, Hache Galería, curaduría Juan José Cambre, Buenos Aires, Argentina (2016); Inconclusa, Hache Galería, Buenos Aires, Argentina (2014); Ocultamiento / Distancia / Continuidad, Central de Proyectos, Buenos Aires, Argentina (2011); Baa Baa, Galería Mapa Líquido, Buenos Aires, Argentina (2006); Gilda y Yo, Galería la Nave los Sueños, Buenos Aires, Argentina (2000).