“Diego es Fiorito”, “Diego es nuestro” dicen los carteles que los vecinos de Villa Fiorito comenzaron a colgar en las ventanas, con banderas argentinas, apenas se conoció la noticia de la muerte de Diego Armando Maradona. Allí, en ese barrio que delimitan las aguas contaminadas de los arroyos que lo circundan, nació Maradona. Hay tristeza en Fiorito. Hay una tristeza contenida en los rostros de quienes caminan sus calles asfaltadas hace apenas cuatro años. Hay llantos de dolor. “Se nos fue Dieguito”, dice doña Nena en la puerta de su casa, desconsolada.

En el sentido funeral que organizó su barrio, se esparce la magia de Maradona, su condición de ídolo popular, esa alegría que supo regalar. Los vecinos llegan a la casa donde vivió la familia Maradona, “la casa de doña Tota”, con banderas en sus espaldas, con los ojos rojos, con barbijos, con fotos de cuando Diego jugaba de local, primero en la canchita que hoy es el barrio Primero de Octubre. Luego en el estadio del club Estrella, que antes fue el Estrella Roja.

Al estadio se ingresa por una entrada que está pocos metros de la calle Larrazábal y una cortada sin nombre. Maradona llegó a jugar allí algunos partidos “porque ya era profesional, ya no estaba en el barrio cuando se hizo el estadio”, cuenta Pancho Torres, el cuidador de la cancha. Cinco chicos juegan con barro y corren en la cancha de piso de tierra. Lucas, Chulo y Bairon se meten en los pozos que juntaron lluvia del aguacero de la noche anterior, y lamentan “que se murió Diego” dice Chulo. “Se dice falleció, no seas irrespetuoso”, advierte Lucas y marca en esa diferencia, una reverencia de respeto y admiración por el hombre que salió del barrio “y llego a ser Dios”, dice Carlitos, de 15 años, que llega en su bicicleta a mirar la cancha, su vacío. “Siento un dolor profundo”, dice. Y calla.

“¡Aguante Diego, papá!”, grita alguien, y los chicos alentados por el aura de esa leyenda, vuelven a correr por la cancha. “Hoy viven acá unas cien mil personas y muchos sectores fueron tomas, como Primero de Octubre que se tomó en lo ‘90” explica Alberto Larez, uno de sus vecinos. “Hoy es un barrio y nosotros tenemos un pequeño local acá a la vuelta”, cuenta Larez, que es enfermero y referente del Movimiento Evita, y con Juana, su mujer, sostiene un comedor y gestiona un plan de construcción y mejoramiento de viviendas. Sobre las paredes de las casas, se puede ver la marca del agua “de cuando se inundaba”, recuerda. La marca está a medio metro del suelo.

La cuadra de la calle Figueredo, entre Azamor y Mario Bravo, está llena de gente. Los vecinos quieren rebautizar esa calle como “Diego Maradona”. En la entrada de la casa de doña Tota hay un pequeño altar, con la imagen de Diego de una vieja revista, acompañada de ramos de flores, caseros. Bruno se agacha y prende una vela. Hay respeto. Hay congoja y dolor. Detrás de las rejas, en el patio, algunos preparan pinturas. “Están haciendo un mural”, explica Marta Cardozo, del Centro Cultural Néstor Kirchner de Fiorito. Nancy cuida la puerta de reja que custodia la casa y agrega, con ojos vidriosos: “Diego fue un gran soñador, esa enseñanza nos deja, seguir los sueños”.

Eugenia está a su lado, su abuela vive en la casa de enfrente y siempre tuvo trato con Diego, cuenta. “Lo conocían de joven, de cuando andaba por acá, y cuando mi abuelo, ‘el señor don Córdoba’, hacía la fiesta del día del niño para todo el barrio, él venía, pero la última vez se tuvo que refugiar en la casa de mi abuela porque lo reconocían”. Eugenia tiene 16 años. Estudia y hace deportes. “No hay ningún sueño imposible, es el mensaje que deja Diego --dice, y se emociona--, porque él vino del barrio, y nos representa, a todos los argentinos”, enfatiza.

Cada vez que en el mural se completa una figura, hay aplausos, sea el perfil de un arco, o una pelota. Hay cantos de cancha. Hay saludos entre algunos vecinos que hace mucho no se ven, no solo por la pandemia, también porque algunos ya no viven allí. Pero este mediodía, al enterarse de la noticia, decidieron volver. Dejaron el almuerzo en la mesa, en Lanús, en Temperley. Con barbijos y velas llegaron a Fiorito, al funeral popular que organizó “su gente”, porque “Diego es nuestro”, dice Facundo, que se olvidó de tomar su medicación por la diabetes, y está parado frente a la casa de rejas, incólume, doliente.

Cinthya y Claudio llegaron de San José. Ella estaba cocinando cuando se enteraron. “Se nos fue una parte de nuestra historia, no solo futbolística --dice Claudio--, porque él nos representa a todos y siempre estuvo del lado del pueblo, ese sentimiento nos une, y dentro de la cancha no dejó ningún reproche, eso vale”. Cinthya aporta: “Hay un feminismo radicalizado que no entiende que Diego nos une porque es un dios humano. Todos tenemos miserias, pero le exigen a él que sea mejor que todos, cuando nadie tiene el valor moral para juzga a nadie. Y Diego es un rayo de fe”, dispara.

Ernesto Dosantos está con sus amigos, y lleva bajo el brazo su foto de Diego, pegada en madera terciada y autografiada. Del otro lado, un viejo artículo de Francescoli, también está firmado. “Porque mi viejo jugó con Diego, Huesito le decían a mi papá”, cuenta. Entre sus amigos circula una cerveza. Él no toma. “La tengo en mi pieza”, dice. “¿Cuándo la vas a vender?” grita un amigo, y todos ríen. Alcohol y risas, para pasar tanta tristeza.

Debajo de árbol que aporta un poco de sombra a la tarde, Amalia y Norma exhiben sus fotos enmarcadas de cuando Diego jugaba en Estrella Roja. “Acá está con mis hermanos, Ramón y Jorge, que jugaban con él”, cuanta Amalia y señala a sus hermanos y suspira. Se enteraron de la noticia mientras almorzaban. “Nos pusimos llorar todos, no podíamos parar”. Norma estuvo con Ana, la hermana de Maradona, el domingo, cuenta. Y recuerdan cuando eran chicos y salían a bailar. “Diego iba a casa a buscar a mis hermanos y nos íbamos todos a bailar, eran bailes en casas de familia, y él era re-villero mal, le gustaba bailar rock, nos divertíamos mucho”, dice Amalia. “Va a ser inolvidable este día --agrega-- por la tristeza de que se haya ido, era muy buena persona, era humilde, no se olvidaba de la gente, siempre ayudaba al barrio”.

Eran las cinco y media de la tarde cuando un aplauso cerrado y sostenido anunció que el rostro de Diego estaba terminado en el mural. Sobre el pequeño altar de la vereda, Juliana Di Tullio deja un ramo de flores, casero. “Es mi homenaje, en gratitud, mi gesto de amor. Amo a Diego. Este es el funeral de ‘les Dieguites’ --dice-- y era lo único que quería hacer desde que me enteré de que murió. Diego fue ‘el Presidente de mi niñez colectivamente feliz’, por eso vine. Como un gesto de amor y de respeto” concluye.