Dice el mito que Dédalo, arquitecto que creó el laberinto de Creta --ese en el cual habitaría el Minotauro-- le enseñó a volar a su hijo Ícaro para salir de la isla, en la cual los tenía retenidos el rey Minos. Primero Dédalo fabricó alas para sí mismo y voló para probarlas, y luego hizo otras para su hijo y le enseñó a volar. Y volaron juntos, advirtiéndole Dédalo a Ícaro que no lo hiciera ni muy alto, ya que el sol quemaría las alas, ni tampoco muy bajo, ya que estas se impregnarían con la espuma del mar y caería en él. Sabemos que Ícaro --seguramente embriagado por la maravillosa, vertiginosa y voluptuosa sensación de volar-- desobedeció la advertencia y que sus alas se prendieron fuego, cayendo a un mar que se llamaría a partir de allí mar de Icaria, lo mismo que las tierras cercanas. Lo que no suele tomarse en consideración es el prolongado recorrido de Ícaro, que voló sobre las islas de Samos, Delos, Paros, Lebintos y Calimna. De esta manera, se ha centrado la atención sobre su desobediencia, su caída, su muerte, describiendo así un vuelo fallido. Pero lo importante es que voló, y que llegó más lejos que su padre y logró una proeza antes no alcanzada por ningún humano.

Diego nos hizo volar a todos, no voló solamente él. Y también desobedeció: leyes de la física, de la lógica, del buen recato, del pensamiento políticamente correcto y no solo del político. Desafió también leyes de la mafia futbolera: lo cual le costó un Mundial (el del 90). Recuerdo que el del 86 lo vi en casa de mis padres --que entonces tenían una TV color-- y que nunca grité, festejé ni me emocioné tanto con el fútbol y que mi hija lloraba asustada por el griterío y los saltos. Y recuerdo la tristeza del día en que a Diego le cortaron las piernas, en el mundial de Estados Unidos en 1994... Todavía tengo presente la figura de Sue Ellen Carpenter, la enfermera que lo acompañó a hacer el antidoping y pienso si después de eso habrá podido dormir tranquila. Pregunta que seguramente es una expresión de deseos.

Lo más importante es todo lo que Diego Maradona voló y nos hizo volar. Voló un vuelo imposible y si bien sus alas en algún momento se quemaron, su vuelo valió la pena y supo quitarnos a todos nosotros muchas penas. Claro que está la otra historia: la que transcurrió luego de caer y que terminó ahora. Historia con momentos brillantes, también bizarros, también penosos. Y sus muchos gestos cargados de omnipotencia --obviamente también proyectada por todos nosotros en él para poder identificarnos--: parecía que Diego podía extender la gambeta del segundo gol a los ingleses eludiendo también a la muerte.

Pero este miércoles 25 de noviembre del fatídico año de 2020 se comprobó que ni él la podía eludir, que se la puede gambetear un rato, pero que su guadañazo en algún momento llega. Ahora, un pathos trágico cubre las ciudades de nuestro país --no solamente del nuestro--. A la tragedia de la pandemia con sus miles de muertos, a la reciente pérdida de Quino, ahora se agrega la de Diego.

 

El mito --que se transmitirá de generación en generación-- dirá entre otras cosas que “un 22 de junio de 1986 a los 51 minutos del segundo tiempo, Diego saltó más alto que cualquier humano para arrebatarle la mano a Dios y convertir el primer gol contra la selección de Inglaterra. Minutos más tarde, y comenzando un raid de gambetas y esquives dentro de su propio campo, eludió a 5 jugadores ingleses (Hoddle, Reid, Butcher, Fenwick y al arquero Shilton), marcando el segundo gol. Un relator (Víctor Hugo Morales) lo llamó “el gol de todos los tiempos”, y también le preguntó de qué planeta había venido y lo bautizó “barrilete cósmico”. Había volado más lejos aún que cuatro minutos antes y ya no era humano”. Diego, de quien el mito también dirá que, finalmente, tuvo que ir a devolverle Su mano a Dios. Diego, que acaso fue su propio Dédalo --y que por cierto supo transitar laberintos en su vida-- pudo así volar más alto y lejos que Ícaro. 

Yago Franco es psicoanalista y escritor.