Una repentina sensación de poesía, asociada a la belleza de lo lejano, a la serenidad, a desprenderme de mí: veo pasar un avión en el cielo. Tengo motivos para sorprenderme de lo que siento. Conozco las penosas esperas de los aeropuertos, la vulgaridad sórdida del ambiente, la compañía no deseada, la vigilancia, el encierro promiscuo, las mil incomodidades. Pero eso era cuando viajaba. Hace un año dejé de hacerlo, y al parecer bastó ese breve lapso para que tomara distancia. Y no es que me felicite de estar viendo de tan lejos el avión. Al contrario: algo me transporta a él, se lleva mi alma. Y realmente es de admirar. Calmo, magnífico, inmóvil, no necesita batir las alas como los pájaros, los hace parecer torpes en comparación. Esa quietud en movimiento. No entiendo por qué soy el único en quedarme mirándolo hasta que se esconde detrás de un edificio. Todos a mi alrededor siguen su camino indiferentes, pensando en sus cosas. ¿Cómo puede ser que no aprecien el privilegio de vivir en la era de la civilización en que se pueden ver esos elegantes objetos surcando la altura?

Me pregunto si con otras cosas no pasará la misma transmutación de valores que pasa, o me pasa a mí, con los aviones. Si con el mero recurso a una renuncia y un lapso de tiempo no muy prolongado lo feo puede volverse hermoso, lo aburrido interesante, lo cotidiano maravilloso. A estas preguntas el azar objetivo hizo coincidir las derivas visionarias de Matías Duville y su Hotel Palmera. Justamente, el hotel venía después del avión, casi como una consecuencia necesaria. No tengo nada malo que decir de los hoteles, a los que siempre he entrado como a religión. Y no creo que se llegue a dar nunca la ocasión de ver pasar hoteles entre las nubes. Aun así, es difícil no haber notado que aun en los hoteles más lujosos los cuadros en las paredes son horribles (además de ser posters). Y la música con que se ambientan los espacios comunes es vulgar, la cortesía de los conserjes es plastificada, las mucamas inoportunas, y nos hacen esperar hasta las tres de la tarde para darnos la habitación (cuando llegamos, de otro continente y otro hemisferio, a las ocho de la mañana). Pero eso sucede por dentro, cuando uno va a alojarse y no tiene más remedio que padecer sus instalaciones y personal. El hotel visto por fuera y de lejos es otra cosa, ya no psicológicamente, con las exigencias o impa- ciencias de un pasajero, sino en su estructura física. Por dentro está todo agujereado de habitaciones, es un panal. Por fuera es un volumen escultórico, un objeto en el espacio. Como en los cuadros de Monzú, el hotel así vuelto un puro exterior no tiene puertas ni ventanas. Autosuficiente y dorado, su imagen planea sobre las ciudades, ajeno a ellas aun siendo la clave que las abre. Una imagen con múltiples caras, que iluminan soles distintos. Lanzado como un dado, es la apuesta que plantean todos los hoteles sobre lo que nos espera en ellos. En su leyenda participan el espía, el fugitivo, el amante, el desconocido que somos. También el soñador, que es autosuficiente por definición, y encuentra en el planeta hotel la razón oculta de sus noches estrelladas.

En estas dos operaciones, la del avión y la del hotel, hay un conjunto de elementos comunes: el viaje, la distancia, el poner la vida en manos ajenas. Desde el día a día cotidiano se los ve a través de la lámina de la huida o la ensoñación. El avión como avión de juguete, el hotel como casita en el árbol. Un mazo de imágenes delgadas entreabierto por el aire, el espacio representado y presente a la vez, una transparencia que vence todos los obstáculos.

Los espejos enfrentados de la Representación y la Transparencia, en su trabajo incesante producen imágenes como las de Matías Duville, un Tarot que leído correctamente es un manifiesto por el triunfo del Espacio. La traslación veloz del avión y la inmovilidad del hotel conjugadas en un solo lugar, donde se tocan las caras de los espejos. Los dibujos de Matías han venido acumulándose, o plegándose, en mi imaginación, donde parecen haber encontrado un puerto, o una puerta. Un software de níquel en números romanos los transforma en objetos tridimensionales. La ilusión óptica es sólo una de las manifestaciones de la papiroflexia reflexiva. Los objetos, en su declinación por las verticales de la gravedad, no terminan nunca de ocultar su procedencia del papel, materia preciosa que a lo largo de los siglos ha venido llenando las estanterías del gran bazar de las cosas. Hoy el consumo exigente los quiere Objetos de Diseño, pero antes fueron, y seguirán siendo, Objetos de Dibujo.

He notado que no puedo tener un papel en la mano sin plegarlo, distraído por la conversación o el pensamiento. En dos, en cuatro... Quizás estoy sublimando el deseo de plegar la realidad, para producir contactos nuevos y hechos sorprendentes. Todos saben que hay un límite infranqueable en ese juego, pero yo no me acerco siquiera al límite, quizás por miedo de superarlo y que las dimensiones de lo ultraplegado me absorban.

En realidad no habría peligro, porque un doblez más allá de lo posible transformaría en volumen lo que fue superficie, y el volumen se entregaría al dibujo como a su destino natural. Además, la forma más pura del volumen es el aire, que es inofensivo. El espacio está donde no se lo ve. Hay una pasión propia de los grandes dibujantes, que es el amor a lo invisible, a lo invisible que se interpone entre ellos y las formas y las re-viste de las propiedades del dibujo. El espacio como volumen crea mundos que nadie ve. Sólo la música los delata, haciendo eco al rebotar en los contornos de las cosas. La evolución de las cosas se manifiesta en la lluvia cósmica de los puntos, atraídos por la Perspectiva, polo magnético de las moléculas gráficas.

Si Matías huyera, perseguido por encarnizadas fuerzas del orden, no lo encontrarían jamás. Sería el fugitivo perfecto. El ejercicio cotidiano del dibujo le enseñó a crear las famosas líneas de fuga donde los planetas se esconden en sus órbitas y nacen del horizonte los hoteles invisibles a los que la policía nunca llega. Un trayecto hecho de lejanías imaginarias lo pondría fuera del alcance del brazo largo de la ley. Digamos de

paso que hay un motivo para que este brazo sea largo: la Ley, moviéndose en la oscuridad del alma humana, debía ir con el brazo extendido hacia adelante para evitar tropiezos con las estalactitas y estalagmitas del Bien y el Mal que pueblan esa tiniebla. Con el paso del tiempo, la constante extensión produjo una mutación evolutiva, y el brazo se alargó, como el de algunos simios.

Volviendo a nuestro fugitivo, después de esta digresión: los recursos puestos en juego para hallarlo se revelarían ineficaces. Los carteles con la palabra Buscado debajo de un torpe identikit envejecerían y se marchitarían, amarillentos y resecos como las hojas de los árboles en otoño, inútiles. Impresos en papel barato, papel de reparticiones públicas, serían presa fácil de las inclemencias del tiempo y el vandalismo de niños y adultos (la tentación de arrancarlos o dibujarles bigotes). Pero aun cuando se hubiera usado papel acid-free o se los hubiera puesto bajo vidrio, no les servirían a los cazadores de recompensas o delatores por vocación. La relación del dibujo con lo dibujado no es de reconocimiento sino de encuentro casual, en el que el lugar está ahí sólo para servir al momento. (Si esos papeles tuvieran marca de agua sería una palabra que vista de un lado al trasluz significaría una cosa, del otro lado otra.)

Claro que habría que saber por qué un artista consumado podría querer asumir, siquiera en el teatro de los posibles, el papel del fugitivo. Desde que dejé de viajar y veo pasar los aviones por el cielo, empecé a desovillar la teoría del fugitivo como el hombre de la libertad. El ciudadano corriente que se cree libre, al que nadie persigue ni amenaza, no tiene verdaderos motivos para ir a ningún lado, y si va lo hace por las razones equivocadas. Al fugitivo en cambio el mundo le abre sus mejores caminos. La suya no es la libertad pasiva de dejarse moldear por los hechos, sino una libertad creativa, ya que debe identificar y transitar los delgados pasajes sinuosos de la realidad donde no haya cámaras ni curiosos que puedan reconocerlo. Va creando a su paso un espacio propio, volviéndose lugar él mismo, un lugar valioso a juzgar por el empeño con que lo buscan. El Espacio triunfa, como en los paisajes dibujados en el reverso de los carteles con su identikit.

Es cierto que podrían haber usado una foto. Pero evidentemente sabían lo que hacían. El identikit o retrato hablado se confecciona rasgo por rasgo, la nariz, la boca, las orejas, las cejas, el dibujante va traduciendo en líneas, puntos, sombras, lo que le dice el testigo. El resultado puede ser algo que se parezca a una cafetera o un rosal, no importa, lo que importa es que todos los signos están ahí, a disposición de que pueda barajarlos y aplicarlos a un desconocido particular y único. En la fotografía en cambio se trata de un solo signo, un macrosigno que abarca al conjunto, y como tal podría aplicarse a todos los desconocidos. El artista hace con el mundo lo que el artista policial hizo con un rostro, con la diferencia de que él es a la vez el testigo y el fugitivo: hace el dibujo rasgo por rasgo, lo impregna de su estilo particular y único, y se queda a vivir en el hotel en movimiento.

* Texto escrito para la exposición Hotel Palmera, de Matías Duville, con curaduría de Gabriel Pérez Barreiro y Lara Marmor, que se exhibe en la Fundación Fortabat, Olga Cossettini 141, hasta fin de febrero de 2021.