“Si la segunda parte de El Quijote fue escrita para evitar que el personaje sobreviviera en aventuras apócrifas, ella escribe la vuelta de Yuna Riglos, no por temor a que le arrebaten la autoría de su criatura, sino para que no le capitalicen la vejez como un espacio monstruoso, caprichoso, antirromántico”, apunta Liliana Viola a modo de prólogo en Las amigas, novela en la que Aurora Venturini trabajó durante años luego de la repercusión que generó Las primas en 2007 cuando le fue otorgado el Premio Nueva Novela de Página/12. “La joven que en Las primas lograba superar su minusvalía cayendo en las redes de la meritocracía”, agrega Liliana Viola, “en Las amigas es una mujer de casi 80 años instalada en el éxito que no lo es todo y en una soledad ininterrumpida por una serie de desencuentros que insiste en calificar como amistad. En ambas, la sexualidad es una prisión ajena. Y el deseo es un problema de las otras”.

Leída como continuidad de Las primas lo que se impone es una sensación de íntima profundidad y acuerdos tácitos, guiños que las lectoras y lectores reciben con la naturalidad de quien ya conoce el universo Venturini, vale decir su sentido de la ironía y el humor en una prosa realista que por momentos asume la forma cóncava de un espejo que, a lo Valle Inclán, reflejará más que un absurdo, lo esperpéntico de las personas. También los silencios, aquello que no está dicho porque es parte constitutiva de un personaje memorable como es Yuna Riglos y, tal vez por eso, Las amigas no es una novela cerrada en sí misma sino una puesta en diálogo donde las referencias son directas y están desde un principio no ya para resignificar nada sino mas bien para completar un ciclo vital: la escritura.

“Con los años he vuelto a la edad primera de los primeros dibujos a carbonilla porque se me ha caído no sé dónde ni por qué desgracia que bien pudiera ser gracia. Repito. Se me han caído casi todos los puntos y las comas y los dos puntos y los suspensivos y la mar en coche se ha caído y a veces me parece que me ahogaré con tantos signos abullonados en el interior de mi cabeza de la cual suelo expulsar algunos suspensivos y… me tienen paciencia queridos lectores que ya han descubierto mi identidad y aunque ya no me hace falta el diccionario pues el vocabulario va bien expuesto impreso en mi memoria igual me presento: apunté dos puntos y soy Yuna Riglos y les ruego que si recuerdan mi natural apellido bah…”, dice la narradora para dar inicio al monólogo que irá hilvanando las diferentes tramas que conforman Las amigas, siempre desde la subjetividad de Yuna, una mujer casi octogenaria que instala su memoria en una especie de presente continuo como en la niñez. La vejez-niñez. O, mejor dicho: un viaje a la semilla espiritual, en el sentido que los griegos le daban al último término.

“No saliste de la infancia”, le dirá con furia Matilde a Yuna mientras parece que esa amistad se termina. “Yo sé que esta vez tiene razón pero preferí no admitirlo ante la delirante victima que vociferaba mordiendo la mano de quien momentáneamente le daba de comer”, piensa Yuna mientras escucha: “Lo único que sabés es hasta ahí nomás y el mundo para vos no existe y te sentís el centro del universo y no sos ni una nonada”.

Yuna Riglos tiene un temperamento generoso y arbitrario, frontal y egoísta. Quiere jugar hasta el final, es decir: pintar. La frontera de lo lúdico hace años que quedó atrás y ahora ella misma se ha convertido en arte. Pero está sola. “Ustedes los minusválidos no sirven nada más que como espectadores y yo ´Matilde soy activa en mis pinturas´”.

Si la amistad entre estas dos mujeres se quiebra definitivamente como rama seca no será por lo que se digan en un momento de enojo sino por algo que se parece a la decepción y viene de lejos. “Digo compañera que aquí significa amiga del alma casi hermana porque eso fue Matilde du Pin pintora como yo a quien conocí en Bellas Artes cuando estudiábamos y que durante mi primer viaje de expositora en París hallé casualmente de nuevo”. Quizás, lo que Yuna no le perdone a su amiga esté justamente detrás de todo aquello que la llevó a abandonar su arte. Hay una zona, un conocimiento íntimo casi inefable que parece tener Yuna Riglos y que por momentos la alejan del mundo real para acercarla a otra clase de seres como Alejandra Pizarnik, a quien cita recurrentemente con poemas y reflexiones como si le resultara imposible concebir que la poeta decidiera abandonar el juego de la vida. “Recuerdo una correspondencia a Ivonne Bordelois en un largo intercambio entre esta y Alejandra Pizarnik. La última mencionada en un brillante párrafo desesperado expone a la primera mencionada Ivone que ´el único remedio contra la locura es la inocencia de los actos´”.

Y es justamente en esto donde reside una de las claves de esta maravillosa novela de Aurora Venturini. Colmada de citas que van de la Divina Comedia de Dante Alighieri al Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, entre muchos otras, la literatura no es otra cosa que un entramado secreto que da cuenta de que el amor es un animal solitario. “Me dijo mi amiga en una ocasión que su muerte de amor la disminuía al punto de experimentar un frío pertinaz y alevoso rigor mortis cargando en la mochila que yo nunca le vi el bagaje inmundo del ayer perdido”, escribe Yuna; y enseguida afirma: “Matilde nosotras las artistas debemos aferrarnos a la inspiración creativa y dejar huellas imborrables porque otra no nos queda”. Radiografía espiritual de una artista rodeada de soledad, íntegra en su inocencia y por momentos brutal en sus convicciones, Las amigas no es otra cosa que una declaración de guerra contra la estupidez humana, sus excentricidades y miserias, prejuicios y desdoblamientos morales. Y por sobre todas las cosas que todo aquello que llamamos arte nace con la seriedad del juego hasta evolucionar definitivamente como un destino.