En los primeros tramos de Turno noche hay que andarse con cuidado al pisar esa tierra colorada que años más tarde puede llegar a recordarse con nostalgia, pero que en el arranque causa más bien extrañeza. ¿Por qué? Recurrimos a la ya trillada expresión: mejor ir tanteando el terreno. No estamos en terreno del todo conocido.

Una mujer muy joven, pero al parecer ya con un bagaje de desilusiones y chaturas lo suficientemente arduo de sobrellevar, abandona su pueblo de la provincia de Misiones para dirigirse a la capital: “La lejana capital era su meta, menos un lugar en el mapa que el escenario de su futuro”.

Ese futuro aparece desprovisto de deseos, de colores brillantes, de anhelos. Esa opacidad de base, ese terruño abigarrado de pasiones ocultas pero opresivo, la dejan como inerte, la secan de arranque. Esa mujer será un personaje que se agota en unos pocos arrebatos y unas pocas pinceladas. Quedará fijada en un rol relativamente malvado, mezcla de desdén por la madre y desquite contra el padre. “Pero pronto entiende que no lo logrará, que solo la nueva vida que la espera en la gran ciudad podrá barrer gradualmente esa vida vieja que ella rechaza, que en ese momento cree que está dejando atrás. No sospecha que esa vida de la que reniega sólo va a esperar el paso del tiempo para asomar sin anuncio, e instalarse”. Igualmente, el lector no debería desdeñar una rutilante aparición final.

Hasta aquí, la cautela recomendada al principio. Turno noche arranca con una historia aparentemente alejada de los imaginarios que ha sabido desplegar Edgardo Cozarinsky en historias de cuentos y novelas anteriores. El lector se desliza por una trama que en su hueco interno, admite tanto ecos borgeanos como provincianos, mitos de la Pachamama y crónicas de vírgenes negras. Historia atractiva, atrapante y en abismo.

En el segundo acto (como dice el emblemático chiste de “cómo se llama la obra”) un hombre llamado Pedro muere apenas llegado de un viaje a Bahía Blanca; lo encuentran muerto en la puerta de su edificio, llave en mano, fulminado de un ataque. Efectivamente, llevaba años herido como del rayo. Pero si las cosas se cuentan hacia atrás, Pedro se convierte en un periodista que parece haber nacido veterano, así como otros quedan anclados por siempre en el rol de eternos novatos a los que no se les termina de revelar el mundo. Pedro no. Contracara, negativo y devenir discreto de aquel periodista joven de El rufián moldavo, a quienes todos veían mucho más joven e imberbe de lo que era y se sorprendían de su anacronismo, de que le interesara algo tan demodé como el teatro idish, Pedro, el viejo periodista eterno, va a conocer a una mujer mucho más joven que él recién llegada de su provincia natal, Misiones. Y un buen día, le pedirá a otro periodista, también más joven que él, que lo “asesore” para armar una novela moderna, ambigua, ganchera, sobre un amor asimétrico y lleno de pasiones locas, un cabal amour fou. ¿Quiénes son más sentimentales, los hombres o las mujeres?, se pregunta otro periodista veterano en la novela. Pedro parece ser un hombre más sentimental que la mujer de su vida. Como sea, sólo deja unas pocas líneas de esa novela por la que cautelosamente quiso averiguar cómo escribirla, pero que también pudo haber sido algo así como una coartada, una manera de dejar rastros dispersos de un fracaso más amoroso que literario.

“Hay noches, más bien amaneceres, en que ella vuelve. Sé que estoy solo en la cama. Sin embargo siento el calor de su cuerpo, el olor de su piel, el desafío definitivo de su presencia, No quiero mirar a mi lado, no quiero ver que no ha vuelto, porque sé que el tiempo no existe y que ella nunca se fue y que yo vuelvo a ser el que era cuando ella estaba conmigo”.

Hay un tercer acto en el que algunos de estos personajes vuelven a cruzarse. Podría considerarse un capricho de la ficción y podría considerarse otra vuelta de tuerca del destino. Creemos que, si bien puede atribuírsele cierta arbitrariedad, también es, por cierto, una pieza infaltable en uno de estos retablos de memoria y destino que Edgardo Cozarinsky suele armar y en los que se ha convertido en irreprochable especialista.

En Turno noche se destacan indudablemente estas dos figuras, dispares por donde se las mire: la que viene del fondo de la selva misionera con su imaginario asfixiante; el otro es el hombre de redacciones donde el gris parece haber aplastado a la mismísima bohemia. Comparten paradójicamente lo disímil, eso que los separa: la diferencia de edad, los sentimientos reprimidos y metidos para adentro. Cada uno de ellos tiene espejos que devolverán imágenes remotas y al mismo tiempo vagamente familiares para quien los confronte. En ese juego de nieblas y paisajes cruzados que propone, Turno noche parece un desprendimiento de la obra central y, a la vez, una pieza cargada de su propio misterio y su sobria belleza, tan enigmática en la obra de Cozarinsky como esa novela inconclusa del viejo periodista.

Claro que, al comienzo, fugaz, aparece otro veterano algo desplazado y desclasado en el pueblo de la tierra colorada, un historiador, otro desencantado de la vida del presente que se refugia en la vida de los pueblos del pasado. A su manera agrega esa dimensión siempre infaltable (aunque agregue más incógnitas que certezas) en la narrativa de Cozarinsky: “La Historia se deposita en todos los lugares, como el polvo. Es el polvo de la existencia” le señala el historiador a una jovencita que quiere irse del pueblo antes de perderse, él mismo, en el polvo de la Historia.

Turno noche –al fin y al cabo, una nouvelle dedicada a cultivar el secreto y la típica discreción de las pistas que va diseminando este género en su breve paso por el mundo- viene a decir algo, pero no estamos muy seguros de en qué momento su palabra más recóndita cobrará un sentido más pleno.

Quizás eso suceda al releer El rufián moldavo, o algún cuento de La novia de Odessa. O quizás la revelación nos sacuda de forma sorpresiva, con el secreto en la punta de la lengua, emergiendo del fondo del sueño y de la noche.