Warren Zevon estaba en su cuarto del Hollywood Hawaiian Hotel, contemplando su taza vacía de café y pensando que la gitana no le había mentido (“Vas a beberte todas las margaritas de Los Angeles”). El año era 1973 y el Hollywood Hawaiian Hotel, a pesar de su elegante nombre, no tenía playa propia ni vista al mar siquiera: era una cueva adonde desembocaban los borrachos y yonquis que ya no podían pagar ni el Tropicana. Sunset Boulevard y Gower Avenue: mejor que no se te rompiera el auto si andabas por ahí. Pero Warren Zevon había terminado en ese antro su descenso en palo enjabonado hacia el fondo de los fondos. El encargado lo había dejado encerrado en el cuarto hasta que pagara lo que debía. Ahí estaba, hecho una ruina, sentado en la cama con una taza vacía colgando de la mano, mirando la pared despintada que tenía delante y el aparato de aire acondicionado que, a pesar del ruido que hacía, no enfriaba ni medio, cuando una melodía empezó a abrirse paso en su cabeza. Vaya a saberse cuánto tiempo estuvo así hasta que, amparado en la oscuridad, se escabulló a la azotea por la ventanita del baño y saltó desde ahí a la caja de la camioneta de uno de los Beach Boys, que lo esperaba afuera. Hizo toda la maniobra tarareando la melodía esa que sonaba en su cabeza y, cinco años después, la convirtió en la canción más hermosa que compuso en su vida. Es como un aleph esa canción: todo lo que le pasó antes y todo lo que le pasó después en la vida a Warren Zevon está contenido en esos cinco minutos (https://www.youtube.com/watch?v=6NFDgl8TnUE&ab), que él bautizó “Desperados Under the Eaves” (algo así como “Desesperados al reparo”), pero a Bob Dylan le gustaba llamarla “la sinfonía del aire acondicionado”.

Podría contarles un poco de la vida de Zevon: que nació en Chicago en 1947 y llegó a California con su padre matón y su madre mormona, huyendo de la ley (y con el apellido cambiado de Zevotosky a Zevon). Que pasó de tocar el piano delante de Stravinsky en el Conservatorio de Los Angeles a enloquecer con su guitarra eléctrica a cualquier músico de la Costa Oeste que aceptara tocar con ese quinceañero precoz (“Tienes buenas ideas, Warren, pero te excitas demasiado”). Que tuvo dos intentos de suicidio. Que logró dejar el alcohol para caer en la heroína. Que dejó la heroína y juró no ver más a un médico hasta que, quince años después, le descubrieron un cáncer inoperable y le dieron tres meses de vida. Que ninguno de sus discos tuvo éxito pero lo admiraban Dylan y Jerry Garcia, Neil Young y Springsteen, los Pixies y los REM, Hunter Thompson y Stephen King. Da igual lo que cuente de él porque lo que tiene de extraordinario esa canción es que funciona como un queso gruyere: puro agujero, para que uno ponga adentro su propia historia y sienta que la canción habla de uno, de todos.

Empieza casi banalmente, con unos violines de fogata folk y un pianito detrás y la voz de Zevon diciendo: “Estaba en mi cuarto del Hollywood Hawaiian Hotel / mirando mi taza vacía de café / pensando que la gitana no me había mentido / y que me voy a beber todas las margaritas de Los Angeles”, y ahí nomás empieza a levantar la apuesta, en la letra y en la música: “Y aunque California se esté deslizando en el Océano / como dicen los místicos y los estadísticos / Yo predigo que este motel va a seguir en pie / hasta que yo pague mi cuenta”. Entonces viene el estribillo: “¿No parece fulminarnos el sol entre los árboles? / ¿No parecen ladrones crucificados, los árboles? / ¿No te sentís como un desesperado al reparo? / Despertándote cada mañana con temblor en las manos / Buscando todavía una chica que te entienda / pero nunca vas a ser libre salvo en tus sueños / y el sol te va a fulminar”. Entonces baja todo de golpe para empezar la segunda estrofa: “Estaba en mi cuarto del Hollywood Hawaiian Hotel / escuchando el rumor del aire acondicionado, que hacía así…”. Y, a partir de ahí, Warren sigue cantando pero con la boca cerrada, como si él fuera el rumor del aire acondicionado, como si cantara con la boca contra un peine forrado de papel metálico. La canción entera dura 288 segundos; los últimos 144 son ese murmullo. Pero por debajo se van sumando cuerdas y bronces y baterías y guitarras eléctricas y coros, y la canción crece y crece hasta que uno tiene la sensación de que está parado al amanecer frente al mar, con el viento en la cara, y todo el mundo comienza.

Zevon tardó cinco años en grabarla porque la quería grabar así. Se sorprendía cuando les pasaba en pentagrama a los músicos lo que tenían que tocar y ellos le pedían que mejor se los mostrara en la guitarra. “Todas mis canciones pueden reducirse a su mínima expresión, para cuando mi carrera se hunda definitivamente y termine tocando en bares de camioneros. Pero, si hay dinero, prefiero dejar una versión de estudio que se parezca más al modo en que suena esa canción en mi cabeza”, dijo una vez. “Tengo una teoría muy aburrida y más bien deprimente. Toda forma de arte evoluciona y muere, o se deshace en las formas que vienen después. Yo quería ser un compositor de sinfonías. Pero el último de esa raza fue, no sé, Webern, Bartok, Schoenberg. Cuando llegué, la música clásica ya se había deshecho en mil pedazos. Yo fui juntando los pedazos que encontré, y me temo que no anduve por los lugares correctos, precisamente. La decrepitud, la supervivencia, me parece un eje más apropiado que la rebeldía juvenil para mis canciones”.

 

Warren Zevon volvió al Hollywood Hawaiian Hotel cinco años después de su huida. Se presentó en el mostrador y dijo que venía a pagar su cuenta. El encargado le preguntó qué cuenta. Warren le alcanzó una copia de su disco y le dijo que pusiera el último tema. El encargado escuchó la canción y dijo que, con firmarle la tapa del disco, la cuenta quedaba saldada. Cada Navidad y Año Nuevo desde que me prohibieron el alcohol (y van a ser veinte años ya de eso), a la hora de brindar, yo escucho esa canción en mi cabeza y pienso lo mismo: la cuenta está saldada, amanece en el mar, el mundo comienza.