El espectro de una mujer avanza como una telaraña en la quedan atrapados dos hombres. “¿La empezó a querer, como descubre la letra del tango, en el momento en que lo abandonó’”, se pregunta Pedro, un periodista que se enamoró de una joven enigmática, nacida en Misiones, testigo de la violencia de género y la sumisión conyugal que padeció su madre. Esta joven, que dejó atrás su provincia natal para vivir un tiempo en Buenos Aires, fue víctima de la violencia de una esposa celosa, que la atacó con un cuchillo de cocina y le dejó cicatrices. El escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky escribe cada día mejor, “como un relámpago que cala profundo”. La historia de su última novela, la exquisita Turno noche (Tusquets), se desplaza en el tiempo y en el espacio para explorar la intensidad de un amour fou (amor loco) imposible de exorcizar.

Saberse mortal cambió la vida de Cozarinsky (Buenos Aires, 13 de enero de 1939) a fines de los años '90. Todavía vivía en París, ciudad a la que llegó en 1974, y aunque no estaba en sus planes la vida académica, se anotó en los cursos de Roland Barthes. El diagnóstico de un cáncer, la amenaza de una sentencia tal vez inapelable, lo empujó a la escritura en 1999. Hasta entonces era el autor de un libro de culto Vudú urbano, que sedujo a escritores tan disímiles como la estadounidense Susan Sontag y el cubano Guillermo Cabrera Infante, y tenía una profusa obra cinematográfica como director y guionista, en la que se destacan La Guerre d’un seul homme (La guerra de un solo hombre, 1981), la adaptación de un cuento de Borges, Guerreros y cautivas (1988) y Fantômes de Tanger (Fantasmas de Tánger, 1997), entre otros films.

Dos de los cuentos que integran La novia de Odessa (2001) los escribió mientras estaba internado en un hospital parisino. Desde entonces publicó más de veinte libros, entre cuentos, ensayos y novelas, como El pase del testigo (2001), El rufián moldavo (2004), Museo del chisme (2005), Tres fronteras (2006), Lejos de dónde (2009), Dinero para fantasmas (2012), Dark (2016) y En el último trago nos vamos (2017), libro con el que obtuvo el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez en 2018. Alérgico a los encasillamientos genéricos y de todo tipo, escribió y dirigió la obra de teatro Squash y junto a su médico de cabecera, Alejo Florin, participó de Cozarinsky y su médico, propuesta de teatro documental de Vivi Tellas.

El nómade por vocación, en reposo por la Covid-19, se siente como en casa en el barrio de Chacarita. En la esquina de Dorrego y Castillo, está el bar La Fuerza, un lugar creado por un grupo de amigos amantes del vermú (Martín Auzmendi, Agustín Camps, Julián Díaz y Sebastián Zuccardi), un espacio gastronómico lejos de la sofisticación impostada que abunda en otros barrios limítrofes, como Palermo o Villa Crespo. La tarde, con ese calor de verano aligerado por el viento, invita a tomar el vermú de la casa, que mezcla las cepas locales de los vinos mendocinos (Malbec y Torrontés) con hierbas de la cordillera, semillas y especias y flores del mundo.

El escritor, que previo a la pandemia se abstenía de las apariciones públicas frecuentes, confiesa que cada vez rehúye más de los fotógrafos y que preferiría no ser entrevistado, como si fuera un bisnieto contemporáneo de Bartleby, memorable criatura de ficción del estadounidense Herman Melville. “Si hubiera elegido muy temprano como (César) Aira no hacer entrevistas, no las haría”, dijo a esta misma cronista en 2017. Más allá de esta fobia, intensificada con los años, hablar con el escritor es como zambullirse en las aguas imprevistas de una corriente que va de la vida a la ficción. Y viceversa. “La Historia se deposita en todos los lugares, como el polvo. Es el polvo de la existencia”, dice un personaje secundario de la última novela de Cozarinsky. ¿De dónde viene el polvo de Turno noche? “De lo visto y lo leído, de lo recordado y lo perdido del que se puso a escribir esta novela”, revela Cozarinsky a Página/12.

-En la historia familiar de la misteriosa protagonista femenina hay violencia de género, el recuerdo de los golpes del padre hacia la madre. Ella también será víctima de la violencia, pero ejercida sobre su cuerpo por otra mujer. ¿Por qué te interesó que apareciera la violencia de género en la novela?

-No pensé en ningún momento ocuparme de cuestiones de género. Lo dejo para los teóricos y las militantes. Quise trazar una figura de mujer elusiva, que escapa a todo intento de definirla por una identidad. Es una criatura que va dejando una huella fuerte en los hombres que cruza. El lector puede recomponer un retrato a partir de circunstancias de su adolescencia, del amour fou que más tarde inspira en un tímido, de la mujer segura de sí misma que años más tarde otro hombre cree reconocer. A esa mujer ningún hombre la posee aunque pretenda conocerla.

Si las historias que uno lee tienen una especie de estribillo, en Turno noche sería lo que repite una vidente de las afueras de Bahía Blanca, camino a Ingeniero White: “Esa mujer es un espectro. Se alimenta de los recuerdos que ha dejado en la mente de los hombres”. “Hay que matarla si se quiere arrancarla a su mundo de sombras. O dejarse matar por ella para poder entrar en su mundo”. La escritura de Cozarinsky despliega apenas la punta de un iceberg, el misterio que derrama esa mujer elusiva, mientras los lectores se sumergen en los complejos sentimientos de Pedro y Rafael, los dos hombres afectados por la presencia o la ausencia de la misteriosa mujer. Como si cada novela avanzara en círculos, una circularidad que remeda el eterno retorno, los personajes de Cozarinsky suelen viajar y desplazarse por diversos motivos; en el movimiento encuentran a veces un motor existencial que les permite huir de la violencia, la opresión o el sopor de la rutina: “Una persona se desgarró al irse. Lo que quedó atrás es irrecuperable”, afirma la protagonista de la novela.

-“Mis muertos no me abandonan…son infatigables”, se dice en una parte de Turno noche. ¿Qué muertos no te abandonan como escritor? ¿Qué muertos se instalan en tus pensamientos?

-No me interesa hablar de mí mismo cuando escribo ficción. En todos mis relatos, los muertos son presencias que motivan, que acechan y, muy de vez en cuando, protegen la experiencia de los que todavía están vivos.

-En “Turno noche”, pero también en otras novelas, hay un interés evidente por hurgar en “aquello de lo que no se habla”. ¿Por qué te interesa indagar en lo que no se dice, en lo que no cuenta?

-Le pido prestado a James Baldwin la respuesta: “Escribir es descubrir lo que uno no quiere saber”.

-¿Estás de acuerdo con que “el estilo lo redime todo”, como dice uno de los personajes?

-Hasta por ahí nomás… Puedo separar la prosa de Peter Handke de la imbecilidad de las opiniones del autor. Pero cuesta. La cita es paráfrasis de un poema de Auden, su elegía a W. B. Yeats: admira al poeta a pesar de sus simpatías reaccionarias. De memoria: “Si Dios ha perdonado a Paul Claudel / perdona siempre a quien escribe bien”.

-¿Cómo definirías el estilo Cozarinsky, que empezó con Vudú urbano y La novia de Odessa?

-¿Existe? Yo no lo veo, no sé qué es… Vos, como lectora, u otros lectores, podrán hacerse una idea. Por otra parte creo que, como todo ser vivo, he ido cambiando, ya cambié entre esos dos libros que mencionás, y quién sabe cuánto más en los años que siguieron.

Sencillez y erudición es una combinación que parece un oxímoron; Cozarinsky es de esos escritores que podrían acreditar, libro tras libro, que la transparencia y la claridad, como derivados de la sencillez, solo se logra a través del trabajo duro que implica escribir y corregir; una tarea que se asemeja al pulido que atenúa las imperfecciones de la madera sin eliminarlas. El oído del escritor persigue una musicalidad, que también engendra una suerte de metafísica de la ficción. Cada lectora o lector podría trazar un itinerario con las frases y pensamientos de los personajes que habitan la narrativa del escritor.

“Uno asocia el acordeón con el chamamé, con la fiesta, la alegría. La nostalgia se la dejo al tango, que nunca me interesó. Este acordeón hace chamamé, sí, pero también tiene esas composiciones melancólicas, meditativas, que no se parecen a ninguna otra música. Siempre me cautivó que se le puedan arrancar al acordeón sonidos, entonaciones emotivas, desgarradoras, algo que estamos acostumbrados a creer propio del bandoneón”, plantea la mujer de Turno noche, un personaje que comparte con Cozarinsky un rechazo manifiesto hacia la nostalgia polvorienta y el interés hacia el budismo como camino por la necesidad de “desprenderse del yo”. En la cara interna de la muñeca de la mano derecha del escritor asoma un tatuaje: el ensō abierto, el círculo de la sabiduría Zen.

-“Así como otros colegas de su edad ya habían abandonado toda curiosidad por el presente, él asistía curioso, sin nostalgia, a veces divertido, a la ruina del mundo en que había esperado vivir, para el que fue preparado”, dice el narrador de Turno noche. Parece una descripción certera de Cozarinsky escritor: un curioso, sin nostalgia, que a diferencia de cualquiera que tiene más de 80 años preserva la pulsión de juventud. ¿Siempre fuiste así o hubo algo que disparó esa curiosidad y el rechazo por la nostalgia?

-Sólo sé que los coleccionistas de revistas viejas, discos 78 rpm y fotos de estrellas de cine me inspiraron alguna vez curiosidad como fenómeno humano, más tarde espanto como algo pegajoso que no te deja respirar. Tal vez porque lo sentí como un peligro. A mí el pasado anecdótico me interesa solo como una especie de “reserva ecológica” donde pesco material para la ficción.

-Si te sentiste extranjero en Francia, ¿qué fue lo más agradable de esa experiencia? ¿Hubieras sido escritor en caso de no haber salido del país?

-Creo que la distancia me ayudó a liberarme de una desconfianza ante mí mismo. A lanzarme sin que me importase la opinión ajena. A ir cada vez más lejos. Por otra parte, al usar otro idioma en la vida cotidiana, el castellano argentino se me fue depurando. Nunca me atrajo reproducir el habla, para eso estuvo (Manuel) Puig; busqué trabajar una prosa neutra, me desprendí de esas frases hechas que uno arrastra sin darse cuenta.

-¿Por qué te interesan las historias de desplazados, exiliados, personas que deciden irse de un lugar para no volver?

 

-Los veo como personas que viven más intensamente su experiencia, saben de entrada que nada es permanente, todo es perecedero. Algunos vuelven y gracias a la distancia vivida ven el lugar de origen con una mirada más aguda pero menos entrañable. Algo se pierde, como dice el personaje de la novela, algo se desgarra y no se recupera.