Poeta, narrador y periodista especializado en Cultura y Policiales, Osvaldo Aguirre eligió una fecha como título del libro con el que ganó en 2019 el Premio Provincial de Poesía José Pedroni del Ministerio de Cultura de la Provincia de Santa Fe, y cuya publicación en 2020 (en la colección "Los premios", coedición de Ediciones UNL y Espacio Santafesino Ediciones) fue uno de los hitos literarios del año pasado.1864 es el número que viene a llenar el vacío de la palabra ausente en el parco linaje varonil de los Aguirre, fechando la fundación de su genealogía americana. Es el año en que nació el bisabuelo inmigrante, exactamente un siglo antes del nacimiento del autor en Colón, Provincia de Buenos Aires, en 1964. El libro fue presentado en el 28º Festival de Poesía a través de un vivo de YouTube por el jurado que dictaminó a su favor en forma unánime, integrado por tres poetas argentinos reconocidos de su generación: Carlos Battilana, Jorge Monteleone y Laura Wittner. "1864 es un libro elegíaco acerca de un mundo rural pretérito y de las íntimas voces parentales", reseñan los tres jurados en su preciso y cuidado dictamen. 

Que continúa así: "...pero una elegía que, al evocar, nombra con la fuerza de una aparición, de un recuerdo intenso, vívido y material –como la onza de oro que el bisabuelo, nacido en 1864, legó a las generaciones siguientes. La sabia estructura en cuatro partes de este libro, con un aire novelesco que entreteje poemas en la prosa y luego narra en verso y va y vuelve, asimismo se acerca y se aleja de la figura central, el padre, para reconstruir la vida cotidiana en su ausencia. Pero también recuerda que 'las mujeres son las que explican el funcionamiento y los secretos de la familia'. Cada verso encuentra su música y sus ecos, dice y calla, y resguarda en su lengua la oralidad perdida, tal como se atesoran en secreto los objetos y papeles y cuadernos del pasado". 

Fin cita. Las "cuatro partes" fueron organizadas por el autor según la clásica estructura anular o en forma de anillo (A-B-B-A), comenzando y terminando con secciones en prosa alrededor de las dos secciones centrales en verso. Formado en la Escuela de Letras de la Universidad Nacional de Rosario, ciudad a donde vino para estudiar y donde desarrolló una formidable carrera literaria y periodística, Aguirre construye con solvencia la forma clásica de su recorrido por una memoria rural. El premio no podía ser más justo, ya que el libro dialoga con lo mejor de la tradición moderna provincial, desde la alusión a aquel "Amanece y ya está con los ojos abiertos" con que itera el tiempo del duelo en El limonero real de Juan José Saer ("Amanecía y ya estaba/ con los ojos abiertos", dicen los dos primeros versos del libro de Aguirre) hasta la indagación sobre una tácita legalidad sacra de lo profano que también exploraba Pedroni en Monsieur Jaquin (1956).

Como si en la pampa gringa reviviera el antiguo derecho romano del pater y la tierra, ni en Pedroni ni en Aguirre pueden ser vendidas la parcela cultivable (so pena de que el poeta lance su maldición de anonimato sobre el traidor) ni su condensación económica y poética: la "onza de oro", que iconiza en su aliteración de vocales abiertas (¿eco del nombre 'Osvaldo'?) la figura de una moneda que rueda, muda, desde la mano del tatarabuelo al pie del barco en el puerto de Santander, hasta la del tataranieto que narre las peripecias de ese don y comunique al mundo su función de posesión familiar inalienable. "El oro representaba el supremo ahorro de los campesinos. El núcleo duro, intocable, de sus esfuerzos [...] La onza está afuera del gasto. No hay nada que pueda comprar", escribe Aguirre siguiendo quizás al Marx economista del primer capítulo de El Capital, quien distinguía entre valor de uso y valor de cambio; pero él da un paso más por fuera de lo secular y hacia lo sagrado quizá, más allá del intercambio y de la utilidad.

El campo de los Aguirre es una nutricia sopa de voces donde bucea el oído, de memoria, desde la vida urbana del primer citadino de su estirpe, radicado hoy en Buenos Aires. "Para mí el campo tiene que ver no sólo con un espacio físico sino también con un lenguaje: frases hechas, giros de la conversacion, palabras que escuché cuando era chico y que siguen resonando para mí", dijo el autor para el booktrailer oficial animado, en las redes sociales del Ministerio de Cultura de la provincia de Santa Fe. De la chacra de los abuelos, donde pasaba veranos y fines de semana (posible inspiración de otros poemarios suyos, como Al fuego y El campo), Aguirre recordó que "la vida cotidiana giraba alrededor del trabajo agrario" y que este "marcaba las formas de hablar, los temas de conversación... El campo es algo que sigo escuchando, que trato de escuchar a través de la escritura".

Aguirre trabaja con diligencia esta materia sonora y la hace resonar en una reescritura rítmica, que por momentos semeja un dispositivo técnico musical al modo del sampler, ese artilugio que reversiona el arte del ready-made y que permite extraer música de cualquier sonido. La radio, que el padre agricultor escucha al amanecer, reverbera en las conversaciones y esas palabras se reordenan en cada poema. Pero es como si no hubiera habido nunca, entre el caldo de oralidad, una palabra propia, un decir subjetivo, vinculante del gesto del legado intergeneracional concentrado en "la onza de oro". Por eso las mejores secciones del libro son la penúltima y la última, donde el descendiente, heredero y autor reabre por la fuerza la caja fuerte cerrada (la "cripta", como se dice en psicoanálisis intergeneracional, y que aquí es literal) y revisa el relato familiar recibido para encontrarse con lo siniestro: "No hubo una donación, / un acto rubricado con palabras/ que pasaran en limpio el sentido [...] No hubo/ una contraseña, una llave, / un conjuro que abriera/ las puertas cerradas/ durante tanto tiempo. / No hubo un carajo". 

Y el hijo escritor no se queda ahí: "Lo que queda es inventar esa palabra. Inventar una palabra [...] Pero no hubo palabras. Sólo una onza de oro, al comienzo de un viaje". Así termina el libro, y emociona. Porque el número que lo titula y une las dos fechas de nacimiento (el de quien recibe la onza de oro y el de quien la toma, y que en ese acto continúa el gesto dador fundante, superando un silencio de tres generaciones a caja cerrada) viene a anudar la metáfora constitutiva en el preciso lugar vacío de esa palabra que el padre no dijo ni transmitió. Así, y no sólo al reconstruir una memoria oral rural, 1864 pone en obra lo más excelso de la literatura y la palabra: su función de alojar al ser, de inscribirlo en la cultura, de hacer de un cuerpo animal lanzado al mundo una pieza singular de la historia humana.