Camino por las galerías de la escuela y entro al baño de mujeres. Me tapo la nariz. El olor a baño es irrespirable. Hay casilleros en las paredes. Abro algunos: rosas de plástico, anillos y collares de fantasía, autitos, bolitas, fotos. Reconozco la cajita musical que perdí: un corazón blanco con una Sara Kay borroneada. Tiro de la cuerda y suena la musiquita. (Las canciones de las cajas de música siempre me ponen un poco triste). La escucho, con los ojos abiertos (sabiendo que empiezo a ponerme triste). Papeles cubiertos de polvo, cartas. Una vieja muñeca de trapo. Roja. Con trenzas. Le falta un ojo. Cierro la puertita. La música se apaga. (La tristeza continúa). Voy hasta las canillas. Todas abiertas, a chorros cae el agua. Las voy cerrando una por una. Algunas cuestan porque las manijas están falseadas. Mis compañeras charlan. Me siento extraña. Siento que estoy buscando algo. Que tengo que buscar algo. Busco. No encuentro nada. Levanto la cabeza (los ojos), al techo. Tiza azul. Primero me fijo en el color. Azul. Después en la letra. ¿Es, era mía? Dice: el secreto de la vida es... Despierto. (Despertar es abrir los ojos). Permanezco unos segundos dudando entre cerrar los ojos y volver al sueño o en despertar, porque ya veo la claridad del día; ya escucho los murmullos de la Noni y el Nono.

Abro los ojos y siento la claridad del día, aunque hasta la pieza no llega la luz del sol y es más bien de una semipenumbra. Quizá la sensación de claridad del día, de luz del sol, se debió a que no hay puerta en la pieza, sino una cortina anaranjada que da al pasillo y la puerta del patio estaba abierta y la claridad se deslizaba por el pasillo y se volvía tenue y anaranjada, como la cortina. Entonces abrí los ojos. La cortina es áspera, de hilo. Y se mueve acompasadamente, con la brisa que entra por la puerta abierta que da al patio.

Son unos pocos segundos, la idea de cerrar los ojos y continuar durmiendo un poco más. De soñar. (Me gusta dormir porque me gusta soñar). Comienza el otoño, el viento fresco con sol. (Me gusta el otoño). Cuando alguien dice otoño es instantáneo: vuelvo a la cama y abro los ojos. Siento la claridad del sol, el cuchicheo de mis abuelos. Pienso en seguir durmiendo pero me da pena saber que susurran en lugar de hablar porque creen que estoy dormida. Me levanto de la cama en silencio. Tengo puesta una remera de la Noni, que me queda como un vestido. Estoy en bombacha y con medias gruesas, de toalla, altas, hasta las rodillas.

No. Primero me siento en la cama y me refriego los ojos. Los escucho cuchichear y me da pena que murmuren porque creen que estoy dormida. Piso el suelo. Siento el otoño en mis pies. Lo siento subiendo desde el piso de la pieza hasta mis medias de toalla, por mis pies, trepando por mis piernas, dejándome la piel de gallina. Me sacudo, como un gato, me refriego los brazos y camino hasta la cortina. Los espío: sentados en banquetitas de madera a la puerta del patio. El sol entra por la puerta y pinta de amarillo todo el pasillo, como una alfombra. Van a sorprenderse, cuando vean que madrugué. La Noni va a cubrirme la cara con sus manos grandes, de dedos anchos, de uñas largas y afiladas, bien pintadas, con olor a blanco, a crema. Va a sonreír con toda la cara: toda ella una caricia inmensa y tibia, envolviéndome el cuerpo. El Nono va a esconderse un poco, agachando la cabeza entre los brazos, detrás del mate. Después va a levantar la cara morena, aindiada, con toda la luz de sus ojos verdes (ojos que nadie heredó), va a mirarme y sonreír con su diente de lata, masticando la torta asada que amasó la Noni y que él asó en la parrilla, limpiándose con el brazo las migas de la boca.

--Buen día, voy a decir disfrutando con anticipación sus caras de sorpresa.

--Buen día cusco feo, va a decir el Nono.

--No le diga así, va a decir la Noni. Buen día mi muñeca.

Sonrío, acurrucada y feliz, haciéndome un lugar en su falda. Siento su pollera negra, áspera. Me palmea la cola varias veces. Su mano está fría.

--Madrugamos hoy --dice.

Me recuesto haciendo fiaca sobre su pecho. Ella me acaricia, me abraza, sonríe. Toda ella suave, envuelta en tela áspera.

--¿De qué hablaban? --pregunto.

--De nada --dicen.

Después dicen que me acueste, que vuelva a dormir, que es temprano. Me doy cuenta en ese momento de que ellos se tratan de usted y no lo entiendo. Parece un juego eso de tratarse de usted. Hasta cuando pelean y se insultan se tratan de usted.

--Ya no tengo sueño --digo.

El Nono se ceba un mate. Huelo el poleo. Sus alientos huelen a poleo tibio.

--Cambiate y andá al baño --dice la Noni.

Vuelvo a la pieza, me pongo un pantalón de gimnasia y las ojotas de la Noni. Plaf, plaf, plaf, hasta el baño. Cierro la puertita blanca con la traba, cuesta cerrarla porque la madera se hincha por la humedad; el Nono la lija y la pinta de blanco. El picaporte es un corcho con un clavo en medio. Me bajo el pantalón, la bombacha, shhh, shhh, shhh, el pis es fuerte, amarillo y sale a chorros, como el agua de las canillas del sueño. Tiro la cadena. Abro el agua de la canilla. (Siento que empiezo a ponerme un poco triste). La toco con la yema del dedo. Está helada.

La Noni golpea a la puerta.

--Pasá, digo.

Entra, con una palangana con agua tibia y una toalla limpia.

--Lavate acá, dice.

Meto las manos en la palangana hasta tocar el fondo, hasta sentir el plástico en las palmas de mis manos. Es como llegar al fondo de un sueño, pienso. Y despertar. (Me gusta el agua tibia en otoño). Me lavo las manos y la cara hasta que el agua se enfría. Me seco. Hago puntitas de pie y miro mi cara en el espejito. Abro la puerta que hace un ruido como de olla a presión, destapándose.

Apenas abro la puerta vuelvo a respirar el poleo tibio. El Nono sigue sentado, comiendo torta asada y tomando mate. Se levanta con dificultad y a las chuequedas va hasta la cocina y pone a calentar la pava. Miro el mate. La yerba ya está lavada. Los palos flotan.

Busco una banquetita y me acomodo a un costado. Quisiera poder tomar mate con ellos. No me dejan. Sólo cuando se enfría el agua y ellos ya no toman, pero así no tiene gracia. Corto un pedazo de torta asada, amarilla y negra, con las marcas de la parrilla. La llevo a la boca. Cierro los ojos. La Noni viene de la cocina con una taza humeante de té con leche. Revuelvo. Me pregunta si quiero que la enfríe.

--No --digo--. Me gusta revolver.

Revuelvo. Escucho. Eso es lo que me gusta de revolver: el sonido de la cucharita golpeando la taza. El secreto de la vida es, repito, en silencio. ¿Cuál es?

Todo empieza al abrir los ojos. El murmullo, los rayos del sol, como una alfombra tibia en el pasillo, el otoño subiendo por mi cuerpo. Tomo el primer trago. Dulce. La Noni y el Nono vuelven a tomar mate. Se miran.

--¿De qué hablaban? --pregunto.

Detrás del Nono, la perra ladra junto al portón. Las gallinas escarban la tierra. Se pelean con los patos. El nogal mueve las ramas y el sonido de los árboles parece una canción antigua, triste. Caen algunas nueces al piso. La perra atrapa una y la muerde, hasta pelarla de la cáscara verde que la envuelve, crac, suena y brilla a lo lejos el huevito marrón con líneas negras. Crac, suena y se rompe la cáscara, las gallinas rondan a la perra, intentando comer la fruta abierta pero ella las ahuyenta, hasta que se cansa y se tira en la alfombra tibia del piso, panza al sol. Las gallinas saltan enloquecidas y pelean a picotazos por la carne de la nuez. Se escuchan las persianas de los negocios de los vecinos, levantándose. El camión de la basura. La musiquita del churrero. Las abuelas barriendo las hojas, baldeando la vereda.

El secreto de la vida es, me pregunto, me repito, en silencio. Entonces abro los ojos muy grandes, sintiendo que lo encontré, a pesar de haber despertado, a pesar de haber olvidado, (a pesar de estar un poco triste). El secreto de la vida, sencillamente, es.