Se llamaba Mirtha Ylsa Manzur, y era conocida como la Chola. De entrada no me llevé bien con ella. Su caos chocaba contra mi disciplina prusiana. Y ella me decía que yo pensaba más desde lo social que desde lo jurídico. "Egresamos de una Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, no somos técnicas", le decía yo. "Sí, egresamos para ganar juicios, así que abrí el Código Procesal y pensá como abogada, mi vieja", me contestaba. Para ser justa, creo que al principio fue difícil para ella integrar el equipo de abogadas. Lucila y yo veníamos con el ritmo de los años, nos conocíamos las mañas y compartíamos una forma de laburo ordenada y metódica: los chicxs a la escuela y nosotras a trabajar, con la jurisprudencia, la bibliografía y los adelantos que nos habíamos comprometido el día anterior. De mañana en mi estudio, de tarde en el de Lucila. Luego de la muerte de Ana María Acevedo, cuando Norma y Aroldo designaron al equipo legal de la Multisectorial de Mujeres de Santa Fe para representarlos como actores civiles, pasamos a ser tres abogadas. La Chola caía a alguna hora incierta de la mañana con una docena de facturas y dos cajas de puchos, y se instalaba en la sala de espera de mi estudio, para poder fumar con la ventana abierta. Lucila y yo discutíamos hasta por las comas, y aunque esa riqueza llevó en parte a que todo lo que emprendimos juntas haya salido bien, perdíamos mucho tiempo y energía. La Chola, que era más pragmática, nos escuchaba un ratito desde la sala de espera, fumando mientras se ponía al día con el contenido del escrito que estuviéramos haciendo, y cuando nos veía empantanadas interrumpía el debate –peren, peren, peren, decía- y esperaba que nos calláramos. Entonces aparecía en el marco de la puerta, prendía otro Parliament, lo sostenía entre los dedos a la altura del hombro para que humeara hacia atrás y hablaba exactamente el tiempo que duraba prendido, sin fumarlo. Nosotras ya sabíamos: cuando el cigarrillo se consumía solo, la Chola estaba cantando la justa. No nos alcanzaban las manos para escribir o teclear lo que estuviera diciendo, porque después se olvidaba y ya no lo recuperábamos. 

Esa cualidad –brillante, Cholita, le decíamos– la conservó aún después que murió Fede. La temprana muerte de su hijo partió su vida al medio para siempre. Pero volvía, muchas veces volvía con una lucidez increíble. La recuerdo en un taller del Encuentro de Mujeres de Bariloche, hablando sobre el alcance del artículo 4.1 de la Convención Interamericana de DDHH y el control de convencionalidad y constitucionalidad. La veo también, recostada su figura sobre la llovizna de agosto, hablando desde un escenario montado sobre Avenida de Mayo, durante la primera vigilia en el Senado, aplaudida, vitoreada y pintada de verde. Cuando nos abrumaba con argumentos y cuando se pintaba de verde, yo le decía «carajo, llegó la Comandanta Ylsa», y ella se mataba de risa. Amaba vestirse de bruja, y solía hacerlo incluso para entrevistas en la tele. Entonces era la Bruja Ylsa y cantaba: “Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven, abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer!!!“ Vestidas de brujas y bajo su comandancia, la esperamos a Mabel en su cumpleaños sorpresa, en el tercer piso de ATE. Ella parada frente al ascensor esperando que llegara la homenajeada para arrancar con el cantito, nosotras en contacto con las compañeras que la traían “engañada”. Así, expectantes, cuando se abrió la puerta del ascensor,  la Bruja Ylsa se abalanzó y el coro detrás de ella, y acometió con su vestido lila, su sombrero verde, su varita mágica y su canto… para desconcierto de tres desprevenidos ajenos a la fiesta que justo habían tomado el ascensor… Y así seguimos insistiendo con nuestro canto, espantando inadvertidos hasta que la que bajó del ascensor fue efectivamente Mabel, porque a esa altura la Chola ya había creado su propia leyenda, y era más divertido equivocarse…

Era sumamente sociable. Ir con ella a tribunales y llegar al juzgado indicado demandaba más de media hora. Conocía desde el policía de la puerta hasta el de la guardia, saludaba al ascensorista, a lxs empleadxs, a lxs colegas, a cada unx le daba charla y atención, mientras yo miraba el reloj una docena de veces.

Durante un tiempo compartimos una peña de abogadas en el Sirio Libanés. Se desesperaba cuando yo pedía milanesas con papas fritas, entonces ella pedía “platillos” con puré de garbanzos y de berenjena, carne al fierrito y keppe crudo. «Es hija y nieta de sirios, podés creerlo?», me acusaba ante el mozo, a quien conocía por nombre y apellido. «Son para compartir, a vos te digo, paladar de chapa, a ver si aumentás el caudal de tu sangre siria». Así me retaba y me convidaba a la vez. Y mientras cenábamos contábamos anécdotas, y las de ella siempre eran las desopilantes. Desde la forma de fumar en su narguile, la pipa de agua árabe con que se deleitaba en su casa, hasta la carta con la canción que le dedicó Tanguito en sus años mozos…

Una vez contó en la Multi –creo que hizo una publicación en facebook- que era prima de Juliana Awada. Nos dijo que la conocía de su San Luis natal, y que la familia Awada tiene empresas textiles ahí. Nos aseguró que hablaría con ella para que interceda ante el Gato por el proyecto de ley. Nosotras sabíamos que por la ley era capaz de cualquier cosa. Nos entretuvo unas cuantas semanas, hasta que muerta de risa, nos contó la verdad; o sea, que no eran parientes. Jugaba con las amistades y los parentescos, y como era tan sociable, todo podía ser verdad. Después de haber caído en su joda sobre tan desagradable prima putativa, empecé a dudar si era cierta o inventada su amistad con la tía de aquel fiscal de Estado con que iniciamos las tratativas por Ana María. Cada vez que nos reuníamos le contaba al mismísimo fiscal anécdotas de su propia tía, que él desconocía, y le mandaba saludos. Años después, cuando sucedió lo de Awada, le pregunté si aquella amiga era real o si era otra amiga imaginaria. Me dijo que sí, que era verdad, que eran amigas, pero se reía tanto que ya no lo sé. O si…

La Chola tenía un humor pícaro, que disfrutaba a solas, y que por momentos era críptico. Solía usarlo para “acomodar” situaciones en que algunas compañeras no eran del todo compañeras. Una vez simuló que no entendía inglés, cuando en realidad era para “aminorar” estrellatos… en defensa de la Flor. Las que estuvimos en aquella reunión de abogadas en La Chopería saben de qué hablo. En esos casos yo le decía que era una vieja ladina y a la vez una reina sorora.

Sobre todas las cosas la Chola era una militante de la primera hora, una mujer comprometida con los derechos de las mujeres. Ya sumada la Flor al equipo, éramos las “28, 46, 70” por nuestras edades. Un trío maravilloso: yo ya había disuelto un poco mi sangre prusiana en beneficio de la siria, la Flor sumó frescura, y la Chola siguió siendo –hasta hoy mismo– una vieja loca, caótica y desobediente. Terminamos el reclamo administrativo en el departamento de calle Urquiza de la Flor. Trabajábamos hasta que el mate con bizcochos se volvía pizza con vino. Mientras tanto, su amistad con Norma Cuevas iba in crescendo, sobre todo cuando la muerte le arrebató a Fede y las unió en el mismo dolor.

En la primavera de 2019, luego de una acción de la Campaña en la costanera, la llevé a su casa. Me invitó a tomar unos mates. Aprovechando el sábado de sol nos sentamos en el patio, al lado del mural que pintó Victoria, hija de Bea, en el lugar donde se sentaba Fede. Abrió una caja llena de papeles, fotos y poemas, y leyó algunos para mí. Recuerdo uno que había escrito a los 15 años. Me mostró sus plantas y su mundo. Mientras me contaba de su nieta Maia, la ternura le manaba por la mirada y por las manos. Hablamos largamente, incluso de aquellos primeros años en que yo me fastidiaba con sus llegadas tardes y sus caminatas sociales por los tribunales. Se rió y me dijo: cuando una es joven no se da cuenta que saludar a todxs es parte del trabajo.

Fue una multina de ley. Sus grandes amigas y cómplices eran Bea y Marisita. Las tres conchis del Oeste organizaban comidas y tragos, con bailes y disfraces. Incluso en octubre, para su cumple, Marisita armó un Zoom y ahí nos encontramos para brindar por ella. Su despedida es en estos tiempos en que complican las juntadas, así que vamos a llevarle flores a la plazoleta Ana María y al paseo de la Costanera, en homenaje a su memoria.

Vivió la plaza del 29, llena de mujeres y de derechos. Vibró hasta el final. Hoy, que se promulgó la ley, parece ser que terminó su tarea acá, y la Comandanta Ylsa decidió dejarnos para abrazarse con su hijo Fede. Su piel sabe que no hay contradicción entre el aborto y la maternidad. Vuela Camarada. Puedo imaginarte con tu vestido lila, con el puño en alto, de la mano de Fede y pintándole la cara a los ángeles... de verde.

*Mirta Manzur, abogada, integrante de la Multisectorial de Mujeres de Santa Fe, murió el 14 de enero.