Patria y muerte. Escritos sobre literatura argentina y política, el libro de Miguel Dalmaroni aparece bajo el sello de la Editorial Biblioteca Constancio Vigil de Rosario y reanuda una colección dedicada a la crítica literaria argentina que se interrumpió en el año1974. Con un espíritu federal y una clara perspectiva latinoamericana propia de los años previos a las dictaduras militares del continente, se publicaron en esta colección desde 1966 seis títulos: de Edgar Bayley Realidad interna y función de la poesía; de Adolfo Prieto Literatura y subdesarrollo; de Roger Plá Proposiciones; de Jorge Vázquez Rossi El fuego fatuo; de David Lagmanovich La literatura del noroeste argentino; y por último de Marta Scrimaglio Literatura argentina de vanguardia 1920-1930. De hecho, junto con el de Dalmaroni, aparece también el de Silvana Santucci sobre Severo Sarduy y de ese modo resultan el séptimo y el octavo de la colección vuelta al ruedo. En la decisión de retomar la serie después de cuarenta y siete años, puede avizorarse un gesto político: ¿por qué dar continuidad a una colección si no se pensara, antes, que la crítica no sólo tiene todavía algo que decir sino una cierta potencia que la desborda al tiempo que la constituye? Es lo que Dalmaroni considera la pregunta política de la crítica: qué puede y qué no puede la literatura. O la poesía. O el ensayo. O la narrativa. Todos estos géneros y muchos otros se entreveran en Patria y muerte entre la escritura y la oralidad donde las voces cumplen un rol primordial.

El entrevero es una figura retórica de la prosa de Dalmaroni: no es una mera mezcla sino más bien la materia hecha de “ideas y ocurrencias y frases” y de “restos” de conversaciones, de imágenes, de textos leídos, recordados, conversados, analizados en clase, los que, de pronto, entran en combustión y fraguan una consistencia para la literatura. “Cualquiera que escriba es un cleptómano”, plantea el autor en las “Noticias” introductorias del libro. No hay robo ni plagio sino un sedimento que resta y no es de nadie y escande finamente los circuitos de la escucha. Lo más crucial de la prosa de Dalmaroni reside en el lenguaje: la díscola procedencia de sus frases, el modo paradójico de articularlas, el hallazgo siempre feliz de la palabra justa –título de su libro de 2004–, el pasaje sin solución de continuidad de la palabra más culta a las más popular y viceversa, la dicción del desparpajo, el ritmo de la lengua académica diluyéndose en el tono vívido de la charla de café o la conversación entre amigos llevada al interior de las aulas, como si ya no existieran fronteras ni demarcaciones, ni altos y ni bajos. Un lenguaje que va poniendo de relieve un pensamiento crítico.

Los ensayos del libro Patria y muerte arrastran desde el fondo de la historia el eco de una consigna en la que, ya sea desde el peronismo o la revolución cubana, se produce un deliberado desplazamiento –político si lo hay– de la conjunción: patria y muerte cancela la disyuntiva para propiciar una expansión, un campo más extendido de las tensiones entre el sujeto civil y el mundo que Dalmaroni reconoce a partir del poeta Leónidas Lamborghini como el corazón delator de la política. El libro consta de 15 fragmentos críticos, llamados a veces apartados o borradores, la mayoría inéditos y algunos extraídos de ponencias y artículos, que intentan una lectura que prescinde de los procedimientos académicos de las notas al pie o las consabidas citas de autoridad, salvo las necesarias referencias y el uso del epígrafe que encabeza cada ensayo que lleva por título una obra de la literatura argentina. Comienza con Los siete locos y termina con La revolución es un sueño eterno. Nada pareciera en principio azaroso en este orden, en esta secuencia de inicio o de cierre, porque desde la locura a la revolución –quizás una no pueda existir sin la otra– cabe decir del libro lo mismo que Dalmaron atribuye a El río sin orillas de Saer: el de ser un desensayo, un modo de desandar la crítica, la ocasión para volver a indagar otros caminos. La crítica como tentativa de desentrañar un equívoco o defenestrar interpretaciones cristalizadas. El subtítulo del libro convoca de manera directa a David Viñas, sólo que ahora la relación no es entre literatura argentina y “realidad política” sino entre literatura argentina y “política” a secas, como ineludible escena en la que pueda emerger una verdad aun cuando ésta sea incomunicable. La poesía –en la estela de Alejandra Pizarnik– sería el lugar de aparición y de parición, de esa verdad. El ensayo sobre Pizarnik es uno de los más inquietantes del libro porque pone el foco en el arduo trabajo que la poeta hace con la muerte, en una suerte de fatal convivencia, en el que la existencia parece ser conducida hacia una patria oscura donde se puede reconocer los extremos de la violencia inherente a la condición humana.

A contrapelo de las interpretaciones estatuidas, es interesante cómo Dalmaroni es capaz de avivar el avispero para intentar otras desde el gesto a veces de la provocación y otras desde la astucia de desmantelar falacias de apreciación teórica a la hora de describir el objeto. Dos ejemplos. Plantea que a Saer hay que leerlo desde el realismo y no deja dudas al respecto: Nadie nada nunca es “una novela rigurosamente realista”, pues el personaje del Caballo Leyva no es una alegoría sino “un comisario secuestrador, torturador y asesino de los años setenta”. A Puig, lo considera un autor político pero no en el sentido en el que la crítica lo congeló en El beso de la mujer araña sino más bien en el de Maldición eterna a quien lea estas páginas: “capturada nuestra propia intimidad pasional -escribe-, la maldita desesperación es nuestra”, porque es una novela sobre los efectos de la represión pero “en la memoria, en el cuerpo y en la subjetividad”. El gesto del crítico se vuelve, en este punto, acción: no sólo debate sino más bien rebate y sobre todo se debate a sí mismo como crítico. Es, de algún modo, un programa pero al mismo tiempo la escritura se descalca de todo plan para permitirse su propia travesía crítica.

Uno de los desafíos de Dalmaroni sería probar “la lengua proliferante de la crítica”, esa que le adjudica a David Viñas y que a él mismo como autor de Patria y muerte le acontece en no pocos tramos del libro. Probar además la resistencia propia a la hora de escribir sobre un corpus de escritores y escritoras de la literatura argentina. Por eso no faltan ni sobran nombre propios, se trata de aquellxs con los que Dalmaroni asume la doble pasión –la de la literatura y la de la política– que circunnavega el libro desde el comienzo. En síntesis, se propone inventarle otras lenguas, otros dialectos a la crítica. Menos el idioma de los argentinos que la heterogénea vastedad de flexiones y de acentos que éste puede suscitar en relación con sus regiones de pertenencia donde la sintaxis comienza a cimarronearse mediante transgresiones y desvíos o estableciendo sus propios acentos. Es esta noción de lengua que comparten escritor y crítico: ambos dan rienda suelta a la lengua, ambos se desquician en un punto, ambos escriben y acuñan, lenguaraces, la pasión que los impele sobre los cuerpos de las palabras. Ambos son escritores.

Desafiante, polémico, irónico, atento a las voces y los imaginarios sociales, el autor de Patria y muerte nos cuenta que terminó de escribir este libro cuando perpetran el “golpe cívico-militar-policial-evangélico contra Evo Morales, uno de nuestros mejores dirigentes” y sospechamos que, si bien el objeto de su trabajo crítico es el sistema literario argentino desde el siglo XIX al XXI, la dimensión geopolítica de la lectura que practica se sitúa en América Latina como espacio de referencia y un tiempo histórico en el que se enclava necesariamente la literatura. De allí algunos de los debates críticos sobre obras, como El entenado de Saer o Zama de Di Benedetto, leídos sin despegarlos de las inflexiones de la lengua. De allí que lo latinoamericano sea menos el contenido de verdad de sus narraciones que el hilo de la voz, la pulsión del habla, la potencia lenguaraz de la que es capaz la literatura: “Barrer las pampas a contrapelo para rescatar los usos negros de la palabra –sus usos indios, gauchos, plebeyos, sus usos cabeza, villeros, carcelarios y sus usos mujeres, sus usos putos, travestis, trans”. 

Este es uno de los puntos-clave del libro: el uso que Dalmaroni hace de la categoría de uso de la lengua a partir del cual aparece el tema de los temas: los otros, la alteridad constitutiva de nuestra tradición latinoamericana que configura su identidad paradójicamente en la heterogeneidad.

La indagación acuciante de estos ensayos gira alrededor de lo que llamás la doble pasión de la literatura y la política. ¿Cómo funciona en tu libro?

-La política y la literatura son ya, cada cual, pasiones dobles. Claro que se puede simplificar y decir que la política es una pasión unívoca porque es una pasión por el sentido, por una interpretación: la política necesita tomar decisiones y comunicar, si gobernás vos no podés decir “la vacuna rusa está un poquito aprobada” ni hablar del goce indecidible de la flotación cambiaria. En política tenés que elegir A o B para gobernar bien y ganar elecciones, y eso no es literario. Y sin embargo, cualquier economista o dirigente político sabe que va al fracaso si carece de invención verbal, de talento lingüístico y literario, alguna destreza para la ambigüedad y la metáfora.

En un momento escribís que el peronismo es una invención de voces. Se trata de una aserción que atraviesa la noción de lengua y en diversos tramos también la de memoria sensorial y emotiva que converge en la noción de experiencia, un fundamento de tus ensayos. ¿Qué lugar adquiere en tu visión crítica la dimensión de lo popular en la literatura argentina?

-Cuando a Perón le preguntan en 1971 por la guerrilla peronista “combativa”, responde con una aliteración rimada: “Los hay combativos, los hay contemplativos”. Perón no elige la palabra “contemplativos” solo por lo que significa, sino también por su efecto retórico, es decir poético. Pone a jugar la vacilación de sentidos. En esto, mi maestra es Judith Butler: la retórica, es decir la “literaturidad”, digamos, está siempre en los momentos clave de la filosofía y de la poesía, pero igualmente en la política y en las conversaciones íntimas o públicas (lo retórico es, dice ella, el lugar de la verdad, no hay otro). Todas las prácticas humanas –la política y la literatura, la escritura y la sexualidad- son a la vez retóricas y cuerpos, cuerpos y voces. Así que toda política es literatura.

Y según tu libro, hay que sostener –al mismo tiempo– lo inverso.

-Claro, pero más acá de la vulgata foucaultiana (todo es político siempre). O sea, la política es algo específico. Por ejemplo, a Borges el regodeo del coraje le viene de los libros pero a la vez de varias situaciones decisivas que son específicamente políticas: ningún conocido de Borges muere en guerras de bayoneta, para eso Borges tiene que apelar a la figura de su abuelo coronel (de quien él mismo dice que peleó, a fines del siglo XIX, batallas anacrónicas, propias de guerras del XVIII); en la Gran Guerra del 14 no pelean argentinos, Borges la lee en los diarios; tampoco quedan compadritos más que en sus sospechosas memorias de infancia; cuando Borges escribe sus primeros cuentos de cuchilleros ya los delincuentes matan con armas de fuego. Y hasta el 30, Borges es un radical populista pero ¡con escasa o nula experiencia propia, física, en la política de masas! En cambio, cuando la política de masas irrumpe, insoslayable, con el peronismo se convierte en un furibundo gorila, que apoyó públicamente los bombardeos contra civiles de la Fusiladora. Esa compleja maraña de determinaciones y decisiones políticas se enmadeja con la invención narrativa de los mejores cuentos de Borges.

¿Estás hablando del título del libro, Patria y muerte?

- Sí, porque lo que creo es que gran parte de la literatura argentina más leída y discutida viene a poner sobre el tapete, como una evidencia cegadora, que el discurso político merece ser deschavado, corregido o, mejor, destartalado: nunca fue “patria o muerte” ni “Perón o muerte”, sino una cosa y la otra, la una necesariamente implicaba y arrastraba la otra. Todas esas ficciones, y todos esos poemas como Cadáveres de Perlongher, o toda Pizarnik, ponen ante nosotros las atrocidades del lado oscuro de la identidad y de su extremismo violento. Porque, claro, la identidad es inevitable, la patria, las pertenencias, o el nombre propio son necesidades de lo común, lo compartido.

Retomás un lugar común de la crítica argentina que considera que Arlt, Silvina y Puig escriben mal. Dado que la noción de lengua aparece como primordial en tu libro, qué significaría entonces, escribir bien en la literatura argentina? ¿Escribir bien sería, paradójicamente, una forma de escribir mal?

-Por un lado, escribir bien es escribir a la perfección. Es decir, tratar al idioma honrándolo como nadie antes, como la mejor violinista del mundo trata a su Stradivarius, hacer sonar la lengua con ese amor atrevido. Por ejemplo, algunas hazañas de la prosa de Raquel Robles (no siempre es perfecta, por supuesto, pero a menudo lo logra y eso es único, claro), su novela Papá ha muerto es una gran obra maestra. Hay casos mixtos: Ariana Harwicz es autora de metáforas “convencionales” perfectas, que arruina con salvajismo en la frase siguiente: como si esos dos impulsos contradictorios la tuviesen tomada al mismo tiempo. Por otro lado, escribir bien es inventar un modo de hacer todo mal, defraudar todas las expectativas ideológicas, artísticas, estéticas de su tiempo. Arlt, Silvina, Puig, Saer, Aira: hacen lo que nadie espera de la literatura, por eso produjeron cambios drásticos en lo que se leía como literatura.

Entiendo que hay lecturas fuertes en tu libro en la medida en que van a contrapelo de la crítica ya estatuida como la de postular que algunas novelas de Saer requieren ser leídas como realistas. ¿Es una postura que polemiza abiertamente con algunos críticos al tiempo que en ese disenso o corrección habría un devenir político de la crítica?

-Les grandes escritores engendran malentendidos críticos que se vuelven malentendidos clásicos, por decir. Saer fue uno.

Entonces la política ¿está en el texto, está en el contexto o es la recepción la que politiza la obra?

-Hay efectos políticos de las lecturas, claro, aunque ahí no haya política en sentido estricto. Hay política, en cambio, en el pedagogo que pretende imponernos una lectura “con contexto”, culta, cultual, correcta. ¿La política es como Dios, o sea está en todas partes? En un sentido preciso, no. En un sentido ampliado, sí: como dijo Juan L. Ortiz, tal vez la revolución sea el verdadero descanso, o sea dedicarnos a mirar crecer las florcitas silvestres.

 

>Unos fragmentos de Patria y muerte de Miguel Dalmaroni

LAS VOCES PERONISTAS

Pero es cierto que el peronismo tiene también desde su surgimiento, una poiética variada y mutante, o sea impulsos literarios que no cesan (descomunales si los comparásemos con los escasos o nulos de casi todo el resto de los partidos políticos argentinos, obviamente). El peronismo como invención de voces, digamos. Hay una venerable cuerda litúrgica, seria y clasista, que procede en parte de la oratoria gutural y colérica de Evita Perón. Hay otra cuerda, la pícara, que procede de la sorna ingeniosa de Perón. Un milico bien leído pero con calle (como se sabe el General usaba frases verbales como “hubo de haber habido” y, al toque, figuras plebeyas como es “esto es más viejo que mear en los portones”); acá estaría Jauretche en el centro, Néstor Kirchner a la diestra del Pocho, merecerían un lugar algunas ocurrencias de Aníbal Fernández, y llegaríamos al absurdismo barrialista de Pedro Saborido. Con Saborido, Diego Capusotto cruzó las dos cuerdas en un personaje televisivo Enrique “el Loco Evita” Lazuarte, un empleado humillado al extremo por sus patrones. Pero quien anudó en una lengua nueva de la política la cuerda fustigadora con la cuerda pícara –la hechicera que resucitó en sí los poderes de Perón y de Evita para hacerse odiar y amar al extremo– fue por supuesto Cristina Fernández.

LOS TONOS DE VIÑAS

La principal novedad de Literatura argentina y realidad política –eso con lo que pudo cambiar de modo irreversible la situación de la crítica literaria nacional—estuviese menos en las aseveraciones que en los tonos y los énfasis, en la extenuación de la sintaxis condicional y disyuntiva, en la tropología del dialecto que inventaba y en los efectos: Viñas escribía que la literatura estaba hecha de “riscosidades” y “orografías”, de “meandros y “carnosidades”, de “fluencias” y “afluentes”; su mirada notaba siempre lo “estentóreo” y lo “englutido” y sobre todo las posturas y las “poses”, los “tics” y los “ademanes”, los “coqueteos” y las “coreografías”. Parece haber sido así, al menos si me atengo a los efectos que recuerdo de cuando lo leí por primera vez; porque no creo que alguien interesado en la literatura argentina pueda olvidar esta frase en el comienzo de del libro de Viñas: “La literatura argentina empieza con Rosas”. Es, como solía decirse antes, una enormidad, es casi un exabrupto, es un disparate y es, con todo eso junto, el convite belicoso para una discusión sobre lo principal. 

Hay que ubicar, creo, a Ricardo Piglia, en un linaje variopinto donde resuena la procedencia de Viñas como crítico. Piglia amplió las posibilidades de la ocurrencia, las de la sentencia ingeniosa, las de las afinidades electivas insólitas y hasta desafinadas, las del desafío en tono más o menos iconoclasta a costa de la verdad de lo que se diga (Piglia era a veces demasiado canchero, o sea revoleaba aforismos críticos para la tribuna, pero hay que reconocerle que muy a menudo canchereaba como el mejor; basta ver otra vez sus clases sobre Borges en la Biblioteca nacional). Como Viñas, politizó la enunciación crítica, en su caso inventándole a la literatura argentina –que es más bien mala y aburrida– episodios noveleros, anécdotas intriguistas, falsos enigmas, delitos menores.

LO MENOS PENSADO

Empecé mencionando a un poeta peronista como Leónidas Lamborghini porque el problema de la política argentina –como dijo Juan José Becerra escribiendo sobre una de nuestras líderes más amadas, Milagro Sala– son los modos en que se cursa aquí, desde hace más de dos siglos, la pregunta clasista del varón blanco que tiene casi siempre la palabra: qué hacemos con los negros. La compañera Milagro Sala, como otros dirigentes populares insumisos, nunca habló esa pregunta porque ella es la negra india Sala, ella es las negras, los negros y les negres que –para alarma de los demócratas patriarcalistas– demostró que cuando quieren y encuentran la fisura, las negras indias hacen lo que quieren. Barrer las pampas a contrapelo para rescatar los usos negros de la palabra –sus usos indios, gauchos, plebeyos, sus usos cabeza, villeros, carcelarios y sus usos mujeres, sus usos putos, travestis, trans… – es una tarea de muchos, que ya algunos han comenzado pero que recién empieza. Mientras, la historia de lo que llamamos literatura argentina, considerada como un “documento” (de cultura y de barbarie a la vez, claro) sigue siendo en mayor medida (aunque cada vez menos) la historia de los escritos de los casi siempre varones de una fracción subordinada de las clases dominantes. Es en parte la historia de un dispositivo escritural y cultural de dominación social (pero no solo eso). Esto debería ser, a esta altura, obvio. Especialmente si se tiene en cuenta que ya disponemos de una masa copiosa de investigaciones, historias y ensayos en esa perspectiva, imprescindible para entender algo de ese debate que Raymond Williams nombró como “cultura y sociedad”. Sin embargo fue con el propio Williams que aprendimos al mismo tiempo a no desdeñar la experiencia de los subalternos con la literatura de la elite (es decir con la literatura) so pretexto moral radical: en Jane Austen o en Borges, en Virginia Woolf o en Saer, algo ajeno a la dominación parece a punto de emerger, disuena y turba lo decible y sus códigos de entendimiento y sus modos enseñables de leer. El moralismo infundado de que a los trabajadores, los negros y los indios no hay que darles de leer a Conrad ni Tununa Mercado, Diana Bellesi ni Italo Calvino, no es más que un prejuicio violento de ciertas elites universitarias (que prefieren autocalificarse de “académicas”). Lo saben las numerosas maestras y profesoras de literatura que se cuentan en las filas de la resistencia a la reproducción, que practican la consigna lector es el otro, lectora es la otra, y saben dar lugar en miles de aulas de América Latina a las contingencias no calculables del lector ignorante: niños, niñas y adolescentes que a menudo hacen, con los tesoros literarios de la civilización, lo menos pensado.