Si uno se sube a un auto en Santiago de Chile y hace cien kilómetros en línea recta en dirección al Océano Pacífico, llega a una pequeña ciudad junto al mar que tiene más de ciento cincuenta años y se llama Cartagena. Nunca fue una meca del turismo burgués como Viña del Mar ni un balneario exclusivo como Zapallar. En Cartagena no se ha construido un edificio en los últimos cincuenta años. En Cartagena sólo veranea la clase media baja y, en cuanto termina febrero, las multitudes desaparecen y dejan la ciudad como una carcasa vacía y espectral. Hablo de Cartagena a mediados de los años 70. Déjenme usar palabras de Adolfo Couve para describirla: “Cartagena, abandonada todos los inviernos a su deterioro infinito, aleros repletos de murciélagos, ventanas sin postigos, veletas oxidadas y atascadas, calles retorcidas con letreros con graves faltas de ortografía, palmeras, llovizna, gaviotas, olas blancas, arena negra”.

Adolfo Couve tenía cuarenta años cuando se fue a vivir a Cartagena. Llegó huyendo, deprimido y enfermo. Había dejado una carrera exitosa como pintor y una doble vida que se le había hecho insostenible, para dedicarse a escribir (“Mintiendo tuve casa, señora, auto, jardín, todo eso. Un día resolví no mentir más y perdí todo”). Couve sólo quería subirse a un avión e irse de Chile cuando empezó la dictadura de Pinochet pero, como tenía terror a volar y no le daban las fuerzas para irse muy lejos, hizo en cambio los cien kilómetros en micro hasta Cartagena y, cuando llegó a aquella ciudad fantasma, descubrió que era como haberse ido de Chile. “Me hacía muy bien, en los años de dictadura, mirar el gentío en verano, ese mar humano que no había cómo dominarlo, las papas fritas, las radios prendidas... Era estar metido en una realidad que ninguna autoridad controlaba. En aquel balcón en Cartagena me sentía en democracia”.

Pero primero tuvo que pasar un invierno. Y cuando Couve llegó en pleno mayo a Cartagena, lo que se proponía era: “Sentarme a mirar a la muerte de frente. Como en el cuento de los tres chanchitos: meterme en la casa a esperar que el lobo soplara hasta tirar abajo las paredes”. El lobo sopló todo el invierno; después salió el sol, el inclemente sol chileno, y Couve, todavía en pie, abrió la puerta de su casa, miró el jardín abandonado y de pronto entendió algo: “Las plantas no se pueden mover. Cuando les falta agua no pueden ir a buscarla, no pueden arrastrarse al jardín de al lado a que las riegue la vecina. Así comenzó mi relación con ellas: sé que tengo que regarlas, porque si no, se mueren. No es que me gusten tanto; es que dependen de mí, tengo que cumplirles”.

En Cartagena, Couve se atrevió a convivir con un hombre y a tener un loro que lo saludaba todas las mañanas (por ese loro rechazó una invitación a vivir en París: “Yo no podría ser feliz en Europa sabiendo que el loro le está diciendo Adolfo a alguien aquí en Chile”). En Cartagena pudo escribir sus libros y volver a pintar, cuando no podía escribir (“La pintura me ha salvado varias veces de la angustia literaria. Cuando pinto estoy feliz, pero tengo la impresión de que hay un pintor malo y un pintor bueno en mí. El pintor bueno sería el que no tiene necesidad de escribir”). Y en Cartagena se ahorcó, Adolfo Couve, a los cincuenta y ocho años, cuando, para usar sus palabras, sintió que ya no tenía “cómo jugarle a la muerte una carta mínimamente equivalente” (horas antes se había enterado de que había un plan familiar para internarlo).

A lo largo de los años, desde que me vine a vivir a la costa, me recomendaron más de una vez que leyera a Couve, pero me negué supersticiosamente hasta que pasé los cincuenta y nueve (porque yo también me había venido a los cuarenta, y con esas cosas no se jode). Pero el otro día, en una visita al vagón del uruguayo Obdulio, una librería hermosa en Mar de las Pampas, me crucé con un librito de Couve y, en lugar del temor instintivo de siempre, esta vez me animé a abrirlo. Es un libro breve, póstumo y maravillosamente bien hecho, de fragmentos de entrevistas que le hicieron a lo largo de sus años en Cartagena, y sospecho que al propio Couve le hubiera gustado porque una vez dijo: “En el fondo, la gran literatura es fragmentos nomás. Uno debería ser tan valiente como para publicar sólo fragmentos”.

El libro se llama La tercera mano, porque Couve dice que eso es lo que tienen los artistas, una tercera mano fantasma, que es la que hace la diferencia, y lo que permite que los artistas se reconozcan entre ellos. El credo poético de Couve es simple y dificilísmo: sacar del tiempo lo que ocurre en el tiempo, para que sobreviva. Por favor léanlo de vuelta, porque es extraordinario: sacar del tiempo lo que ocurre en el tiempo, para que sobreviva. En Cartagena, Couve había entendido que: “La sombra es una cosa infinita hacia adentro, profunda, que no tiene cuerpo. En cambio la luz tiene cuerpo. Creo que todo en la naturaleza está armado en función de eso: lo que sobresale y lo que se hunde. Hay un misterio entre esas dos consistencias Y por ahí anda la belleza”. En Cartagena, Couve había entendido también que: “La belleza no es la idea que tenemos de ella. Es más áspera que esplendorosa, tiene algo amargo, se ampara en contrarios. Es veleidosa y escurridiza, pero sabemos cuándo está porque tiene una armonía única, hecha de ingravidez y tensión simultáneas”.

Couve dijo una vez: “Si pudiera escribir con el dedo, lo haría. Necesito lo más de mi cuerpo que pueda usar”. Couve se atrevió a decir: “Lo que hago está bien hecho y lo que persigo es una síntesis. A lo único que aspiro es a llegar a ese rigor en la forma más suelta posible”. Couve regaba su jardín cuatro horas al día (“Son muchas muchas las horas en que no hago nada, en las que estoy escribiendo sin la mano”). Couve dijo muchas veces: “El fracaso es casi siempre ansiedad, apurarse”. Y dijo también: “Puede ser que el miedo que le tengo a la muerte haga que esté controlando todo, el encerado, el jardín, el riego, el loro, la casa. El miedo me ha hecho vivir en circuitos muy precarios. Porque el problema es que buscamos una seguridad que no existe. Somos lo que somos nomás, y como somos casi nada y es lo único que somos, si perdemos el casi nada perdemos todo”.

 

Borges nos hizo creer que hay poéticas que son tan hermosas que casi sería preferible que no existieran los libros de ese autor. La de Couve lo es, pero yo haría una salvedad en su caso, para que exista La tercera mano, porque en ese librito de apenas setenta y ocho páginas dijo Couve todas esas cosas que acaban de leer, y porque las dijo cuando ya estaba muerto. Había escrito libros de fantasmas toda su vida, y escribió el más imperecedero de sus libros cuando era, él mismo, un fantasma más de su ciudad espectral.