EL CUENTO POR SU AUTOR

El año pasado estaba escribiendo unos cuentos de página, página y media, con base autobiográfica pero que se convertían en historias de terror, ciencia ficción, suspenso, etc. Como experimento, para ir al hueso, para quitarles todo estilo y vicio y voz propia, los empecé a hacer en inglés.

Estaba en eso cuando se me ocurrieron las situaciones para Responsabilidad del Fuego. Arrugué, y lo tuve que escribir en castellano. Era una historia de amor, de redención, de obsesiones, de maldad: imposible tanto para mi inglés.

Así que junté todos los elementos y lo escribí.

El cuento cerraba, cumplía, pero yo lo sentí trabado y rugoso. Así que se lo envié a José Supera, y juntos lo editamos (a este y algunos más). José fue clave para redondearle los bordes y ahí donde había torpeza llenarlo de virtud, además de profundizar en algunas cuestiones que tenían que ver con la dinámica y la construcción de la trama.

Tiempo después, casi un año, lo volví a agarrar para revisar unas cuestiones formales que me hacían ruido y se lo pasé a Edgardo Scott, con el que estamos trabajando algunos de los cuentos breves en inglés que nombré al principio: Edgardo me dio varias consideraciones puntuales y me sugirió un cambio de timón sutil llegando al final, algo bastante lógico que se me había escapado.

También discutí vía Whatsapp con dos de mis grandes amigos si una oración iba en singular o plural: nos tomamos un par de horas decidiéndolo.

En fin: todo para decir que esta versión final de Responsabilidad del Fuego es una obra que le debe mucho a otras voluntades. Quizás sea un espejo de lo que les sucede a los protagonistas del cuento. Quizás sea simple coincidencia, también, pero a mí me parece que la literatura, como la vida, cobra otra dimensión cuando la compartimos y la construimos con los demás.


RESPONSABILIDAD DEL FUEGO

Era nuestro cubil, ganado a puro huevo. Sabíamos dónde estaban las botellas rotas, los clavos de punta, los alambres traicioneros. Un baldío apretado por un depósito y por casas de dos plantas, al que le conocíamos todos los secretos. Fuimos los primeros que entramos. Nadie se animaba: se decía en el barrio que una vez había varios tipos limpiándolo y cuando pararon a descansar y fumar, una voz de nena les había hablado, y después esa misma noche uno de ellos se mandó una re cagada y asesinó a dos vecinos. Después dijeron que los vecinos esos eran altos malandras. O algo así. No importaba. Desde ese día, lo evitaron todos.

Por eso lo convertimos en nuestra madriguera: lo primero que pisábamos al rajar de esos lugares violentos llamados hogares. Rolo y yo hicimos punta en ocupar el espacio. Después se llenó de los pibes del barrio. A veces, alguna piba. Íbamos tantos que la voz de la nenita nunca aparecía. Con Rolo siempre canchereábamos con que a ese lugar lo habíamos inventado nosotros. Bueno, en realidad fue así. Principios de los 90 y un día el Rolo y yo vencimos la triple barrera: cartel de Prohibido Pasar, alambre tejido y leyenda de la nena. El baldío fue escribiéndose de senderos y llenándose de escondites de revistas porno.

Nos explotaban las braguetas cuando pasábamos las páginas y veíamos las fotos de conchas peludas, ortos explosivos y esas tetas que nos miraban. Tetas para las que nos faltaban unos años. De vez en cuando, algún hijo de puta iba solo, se la sacudía, y la revista que llenaba de leche después había que tirarla a la mierda porque no se podían despegar las hojas. Le teníamos terror al SIDA y pensábamos que nos íbamos a contagiar por agarrar el papel con leche seca. Un día la Rusa, una rubia de otro barrio que a veces caía con nosotros al baldío, agarró una sin querer y pensó que se iba a embarazar por propiedad transitiva. Gritó y la revoleó a la mierda. Nos reímos como unos campeones. Nunca supimos si fue una joda de la Rusa o si lo hizo en serio.

Había un límite. Una regla: no pelarla todos juntos. Pero a la noche nos liquidábamos a pajas. Y los días que venía la Rusa, nos prendíamos fuego. En casa, llegaba a masticar el nombre. Rusa, Rusa.

Un sábado a la mañana, otoño, por ahí, patrullábamos con el Rolo el baldío. Los yuyos estaban crecidos y nos veíamos en la obligación de vigilar nuestro territorio, no fuera cosa que se escondieran enemigos aprovechando la vegetación seca. Rolo me gritó:

—¡Mirá, boludo, la Playboy lecheada de la Rusa!

La agarró con la punta de los dedos. Capaz el SIDA o los espermatozoides aún continuaban. No sabíamos. No fuimos capaces de pegarle la última hojeada, y eso que era la Playboy plateada con el seleccionado de las mejores conejitas de ese año, todas las actrices de Olmedo, las de las películas, incluso las que iban a lo de Mirtha Legrand, una cosa tremenda. Entonces Rolo me dice:

—¿La prendemos?

Teníamos que quemar el SIDA y eliminar el riesgo de embarazo. Rolo sacó el encendedor al que siempre le giraba la ruedita de prender: era un tic que tenía. Andaba siempre con uno en el bolsillo. Puso la revista de pie con cara de asco. Entre las hojas vislumbrábamos por última vez las carnes famosas. Y con todo el dolor del mundo, le dimos mecha. El fuego subió, y el fascinante espectáculo de las llamas empezó a redimir a la revista. La situación se nos empezó a ir de las manos: se prendieron dos o tres yuyos y en cuestión de segundos la columna de humo tenía un metro de diámetro. En ese momento, un susurro de niña a nuestras espaldas:

—Sí.

Nos dimos vuelta y no había nadie. El fuego nos calentaba las nucas, y los ojos llorosos de mi amigo fue lo último que recuerdo de esa escena porque estábamos rajando de esa voz misteriosa. Corrimos y a las dos cuadras recién frenamos. Veíamos el humo a lo lejos.

—Volvamos.

Había varios vecinos, alborotados. Nos ubicamos lejos para poder admirar tranquilos. Qué espectáculo. Los vecinos estaban de la nuca. Ninguno nos reconoció porque, la verdad, se llenaba de pibes.

Nos fuimos a la plaza. El fuego había quemado el pasado. Rolo me dijo: “¿Boludo, era la nenita, no?” y del cagazo le tiré una paralítica a traición. Me la devolvió, riéndose del dolor. Le revolié una patada y salí rajando. Me alcanzó, me tiró al suelo y nos entramos a fajar, rozándonos. Cada tanto, sentía su cálida piel en contacto con la mía. Empezamos a hacer movimientos más lentos, había chispas saliendo del contacto y cuando nos dimos cuenta nos separamos agitados, chivados. No nos reímos más.

Pasó una semana. Volvimos. Los yuyos verdeaban apenitas entre el negro paisaje de la quemazón. Éramos Rolo y yo, como la mayoría de los días. Volvimos como la naturaleza. Sin nuestro ágora, casi ni nos habíamos visto. Un par de veces en la plaza, con el resto de los pibes. Pero nada muy institucional, digamos.

No vernos tanto esa semana consolidó en mí el recuerdo del roce y las chispas, haciéndolo crecer, agrandándolo de más, y de paso haciéndome olvidar o relativizar la voz que me había congelado las entrañas. Confundiéndome, además: a mí me gustaba la Rusa, me explotaba el cerebro la Rusa. Pero en esas épocas no se racionalizaba mucho. Quizás fuera admiración por el Rolo, que tenía el pecho más ancho que el resto, como si sus trece años hubieran pegado ese salto que pegamos todos pero antes. De cualquier modo, retomamos los encuentros, siempre de a muchos: solo así no pensábamos en la vocecita.

El baldío era bastante grande, se metía mucho hacia dentro. Ahora cuando paso y veo que hicieron un PH lleno de departamentos y autos y hasta un espacio verde, me pongo a repasar mentalmente dónde iba cada cosa. Es un lindo ejercicio de nostalgia. A veces también recuerdo al Rolo. Sus muslos fuertes, recuerdo.

Aprendimos a reunirnos con más calma, lejos de las líneas municipales del baldío, pegados a la pared del depósito: no molestábamos. Ahí empezó una segunda etapa en nuestro reducto. Una etapa inaugurada por otro tipo de fuego, más controlado, más maduro, a tono con nuestros despertares. Por esa época la Rusa y dos amigas, Pato y Flavia, paraban con nosotros, con toda la banda. Seríamos unos diez y a veces, azotada la sangre por las porno, empezábamos a apretarlas.

Rajábamos a los más chiquitos, o se iban solos, y nos frotábamos recontra calientes con las pibas. Todos los calzones con pegote amarillento: llegábamos y los lavábamos en la pileta del baño.

Pero el fuego era el fuego.

Horas nos quedábamos mirándolo: aprendimos a controlarlo. No íbamos a echar a perder nuestro lugar por pelotudos. De a maderitas, racionando la bocha de encofrados que había contra la pared del depósito, sobrevivientes del infierno de yuyos que habíamos hecho. Nos iban a durar bastante. Las llamas, naranjas en nuestras pupilas. La Rusa me curó con fuego un corte bruto que me hice con un clavo saliente: calentó un Tramontina mientras yo mordía una madera, a lo Rambo, mientras Rolo me sostenía. Sentía la mano caliente de mi amigo bajo el sobaco derecho, que me latía fuerte. Contuve el grito, iniciático, guerrero, mientras la Rusa me cauterizaba. En casa me puse dentífrico y al día siguiente tenía mi marca de maduración. Por supuesto esa noche me hice, dedicada a la rubia, la madre de todas las pajas, aunque otro protagonista se colaba por momentos: todavía sentía la mano latiéndome fuerte en el sobaco.

Pasaron los meses y estirábamos cada vez más los encuentros. Era el secreto. Habíamos mejorado las entradas ocultas y nos sentíamos Indiana Jones. Capaz que todos los grandes sabían, no sé, pero nadie nos jodía. Nos faltaba quedarnos a dormir. La Rusa dejó de venir porque se puso de novia con un tarado más grande que vivía lejos y tenía un 147 y seguro que se la cogía por todos lados. La Rusa había pegado el salto.

Éramos menos pero no pocos, porque las otras pibas seguían viniendo. El fuego es así. Volvíamos a casa con un olor a rancho bárbaro, y a veces mi vieja tiraba la bronca.

Una tarde, apartados un par de metros del resto, le conté al Rolo y se me cagó de la risa:

—A mí, mi viejo me dio mal la otra vez. Si te tiran la bronca qué vas a hacer, quedate piola.

—¿Te cagó a palos?

No me respondió. Sin mirarme, se refugió en el ritual del fuego. Noté cómo apretaba sus dientes.

Me sentí un boludo quejándome. Pero bueno, cada uno tiene su escala de pasarla como el culo. A mí me hacían mal los retos en casa y que mis viejos no me dieran mucha bola. Por eso les huía. En la infancia todo lo que no sea amor de padres está mal, y era una mierda que tu vieja te recagara a pedos porque se molestaba más con el olor a humo que en averiguar la posible causa.

Una tarde de invierno éramos nosotros dos. Hacía mucho que no nos quedábamos los dos solos. Acababa de oscurecer y estaba más fresco que de costumbre. Teníamos puestos sweaters. Yo, gorro de lana. Él no. Le bastaba con su melena, oscura como un agujero negro. Me dijo de ir a afanarnos un cacho de carne, y volver a inaugurar nuestra temporada de asados.

—¿Pero vos sabés hacer?

—Lo vi algunas veces a mi viejo —dijo, sin mirarme. —Una vez un amigo de él me explicó en un asado de los tipos de la colimba. La única vez que me llevó. Mi viejo hacía el asado y cuando entró a preparar fernet, el amigo me contó cómo se hacía.

—De una.

—Si al pelotudo ese le salen buenos es porque no debe ser muy difícil.

Nos reímos. El sweater le apretaba el torso y los bíceps. Me estremecí por lo que íbamos a hacer. Selva pura. Supervivencia de los más aptos. Íbamos a robar un cacho de carne y asarlo como los cazadores. Empezaban las cosas grandes. Con el fuego. Que es sabio y más antiguo que nosotros porque nació con la Tierra.

El carnicero era un viejo oloroso que llevaba en su camioneta a un pastor alemán enorme y malo. Por suerte no lo metía al perro en la carnicería, así que en un movimiento de pinzas, bien de machos, le choriceamos una tira hermosa porque, además, era tan sucio que a veces dejaba la carne arriba de la mesa o de la heladera mientras atendía. Ni nos vio.

Corrimos con la carne flameando. Íbamos en silencio pero felices, como locos, cuidando que no nos viera nadie para que no nos retaran o, peor, para que no se invitaran.

Empezamos a amontonar encofrados y en minutos una suave columna ardiente se erigía entre los dos. Debíamos ser cuidadosos pero yo había perdido por completo el hilo. Temblaba. Enganchamos la carne con unos alambres acerados y la dejamos colgando a un costado.

Ninguno sabía bien qué más hacer así que le dejamos a las llamas que hicieran lo suyo, que nos guiaran. La responsabilidad del fuego.

—Che, ¿vamos a ponerle salitre? Nos pasamos de capos.

Así que buscamos salitre: raspamos la base de una medianera. Juntamos unos puñados para salar la tira. Tratamos de filtrar la mayor cantidad de tierra posible. La carne se hacía despacio, la podíamos ver cocinándose, mientras de nuestros ojos salían miradas de hambre.

Comimos quemándonos, manchándonos: su padre le iba a dar una tunda cuando volviera con toda la ropa llena de grasa. Lo quise besar, manchado, resbaloso, y me frenó en seco. Esa mano en mi pecho nos alejó. Me preguntó por la Rusa, por la Pato, por todas las locas con las que nos frotábamos, me dijo que él había visto muy bien cómo se me ponía dura cuando veíamos las minas en la Playboy. No supe qué contestarle, me quedé mirando las brasas menguantes. Él me miraba. Estábamos en silencio y por primera vez supe lo que era la vergüenza, el apuro.

Era una noche de primeras veces. Repitió que su padre lo iba a matar.

—¿Por un pullover de mierda?

—No, porque es así. Porque me odia.

Me acerqué, ya se me había pasado la vergüenza, darle ánimos a mi amigo lo ameritaba. Le acaricié la cara y me miró con su perfil endurecido, naranja.

—Mi viejo me viola. Me coge, me coge el hijo de putas.

Temblaba. Yo también. Alcé la cabeza y, cuando la vista se me acostumbró, pude ver las estrellas, que me parecieron más brillantes que nunca.

Lo abracé y mis intenciones se desvanecieron en la piedad, en el entender. Lo miré y lo vi grande, serio, consciente de muchas cosas porque muchas cosas había vivido. Nos pusimos de pie a la vez. Le sacaba unos centímetros. Me acarició el costado de la cara.

La voz de niña apareció de vuelta, susurrándonos. Rolo sacó la mano de mi cara y, serio y filoso, preguntó:

—¿Quién anda?

Mis ojos no hacían foco y cuando logré quitar el resplandor de mis pupilas, no había nadie. Quise salir corriendo pero no pude hacerlo: la niña susurró otra vez desde las sombras. Nos miramos. El fuego, yéndose, nos calentaba los tobillos, que ardían en sintonía con el resto de nuestros cuerpos. Rolo puso tres o cuatro encofrados para avivarlo y se metió el encendedor en el bolsillo. Le dije de ver dónde estaba la nenita. Me dijo que la nenita nos había pedido algo, que no la hiciéramos enojar.

Yo lloraba. Prendió el encendedor como cinco veces, de los nervios, mientras salíamos de nuestro refugio.

Llegamos a su casa, una vivienda Roca o Roble, de esas prefabricadas. Nos miramos y Rolo dejó ir el tic. Lo dejó ir para siempre.

En el baldío, de vuelta, tiramos unas maderas más. El fuego sabe. En el pequeño horizonte que teníamos, veíamos una fiesta de colores cálidos. Escuché un ulular de sirenas y podría jurar que una serie de alaridos y me imaginé al padre de Rolo retorcerse, su carne purificándose, su alma yéndose al infierno.

Apreté a mi amigo contra mí. Las llamas nos habían marcado el destino como una flecha ardiente. La niña nos susurró otra vez y yo no tuve miedo. El ulular se acercaba.

Deseé con toda mi energía que se les pinchara una goma. O que volcaran, pensé, y eso fue lo último que me pasó por la cabeza porque dediqué toda mi sangre a besar a Rolo, iluminado por la calidez del fuego, ese otro amigo que había entrado a nuestras vidas para cambiarnos, para hacernos arder.