Cada vez más me doy cuenta de que debemos dejar de hablar de “la batalla cultural”. Ese sintagma expresa la lucha por instalar un sentido, una cierta cosmovisión que se bate contra otra. Y con toda la riqueza que presenta la expresión de los desacuerdos, debemos asumir que no es eso lo que está en juego.

En efecto, no puede haber batalla cultural porque la hegemonía neoliberal despliega, más bien, una batalla contra la cultura, y no cede en sus esfuerzos, por otra parte enormes e inteligentes, por desparramar el sinsentido.

Durante años hemos expuesto numerosos ejemplos del desquicio lógico que promueve la retórica macrista, compuesta de falsedades evidentes, oraciones absurdas, simplificaciones ad infinitum y sintaxis destruidas. No hace mucho, y por mencionar solo un ejemplo, cuando a Patricia Bullrich le dijeron que un infectólogo sabía más que ella, la exministra respondió: “¿Qué importa que sepa más?” Si la batalla contra la cultura fuera judicializable, la manifestación de Bullrich calificaría como “confesión de parte”.

Todas estas situaciones, hechos y palabras ponen de manifiesto que si el antagonismo supone el desacuerdo entre dos posturas ideológicas o dos argumentos que se contraponen, el neoliberalismo instala una lógica diversa y que difícilmente pueda desarrollarse en un debate. Bullrich, por caso, no propuso un saber contra otro saber, sino la desestimación del saber en sí mismo. Allí nace la radical imposibilidad de dialogar, en la postura desestimante que tiene el neoliberalismo, bajo cuya furia caen los políticos y ciudadanos que se orientan en una dirección contraria y, aunque no lo adviertan, muchísimos de sus propios votantes también.

La batalla contra la cultura hoy se juega en un terreno particular: los docentes, quienes son atacados por diversas vías y desde diversas fuentes. No es menor, por la hostilidad que despliega y por el cargo que ostenta, el rol que en esa afrenta cumple la ministra de educación, Soledad Acuña. Recordemos, de hecho, que hace pocos meses estigmatizó a los docentes y convocó a los padres de alumnos a delatarlos. Imaginemos por un instante las consecuencias que tendría la suma de silenciar el pensamiento crítico en la educación, perseguir a trabajadores por su identificación política, que los padres “denuncien” a los maestros de sus hijos y una sucesión de sumarios con más incidencia burocrática que judicial.

En estos días agregó otra perla sintáctica que conviene examinar: “Si en los hospitales de niños, donde hay contacto directo, los médicos no se han contagiado, ¿por qué los docentes se contagiarían?”

En este tipo de expresiones se condensa el modus operandi del macrismo, y digo se condensa porque en una sola frase conviven:

a) La falsedad: la ministra declara que los médicos no se han contagiado, aunque la realidad, sabida aquí y allá, es que muchísimos médicos y enfermeros sí se han contagiado;

b) La omisión de la propia responsabilidad: los profesionales de la salud trabajan con innumerables medidas de protección, y no apenas con una tiza. Esas medidas que, seguramente, Soledad Acuña no proveerá a docentes y alumnos. Más aun, recientemente llegó a decir que no puede garantizar ni “la ventilación en las aulas”;

c) La confusión deliberada: superponer en pandemia la actividad de los médicos con cualquier otra es de una inconsistencia solo sostenida en la mala fe. Agreguemos que atender por Zoom a pacientes internados no sería muy sencillo;

d) La tergiversación intencionada: ¿por qué la ministra compara el par niños internados/médicos con alumnos/docentes? Es decir, en un hospital, huelga decirlo, se atienden enfermos, y en la escuela no, de modo que no solo la escuela no está preparada para ello, sino que no es ingenua la pregunta puntual por los docentes. En efecto, los niños también podrían contagiarse, así como el resto del personal no docente y, luego, las familias respectivas. Pero la ministra pone el acento para instalar que los docentes, que nunca dejaron de dar clases durante 2020, desearían seguir sin dar clases.

e) El imperativo mortífero: enviar a docentes y alumnos, cuando no hay garantías de prevención, sumado a la desinversión educativa que el macrismo implementó los últimos 14 años, es ni más ni menos que imponerles la muerte.

La batalla contra la cultura se despliega en todos los frentes: la economía, la justicia, el trabajo, la salud, la educación, entre otros. Sin embargo, quizá en ningún terreno sea más evidente aquella batalla que cuando se intenta, precisamente, en el ámbito educativo. Quienes llevan adelante los procesos de enseñanza/aprendizaje son los docentes, son quienes saben el cómo, qué, por qué y cuándo de la educación. No obstante, ya no debería llamarnos más la atención que no solo no sean consultados por los funcionarios neoliberales sino que sean, enfáticamente, cuestionados y atacados.

Y agreguemos, embestir contra los docentes, no es solo acometer contra la educación, es también una injuria a la historia y a la cohesión social.

Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI).