La situación se repite; el mismo dolor vuelve ochenta años después del viaje a Misiones del escritor, periodista y militante del Partido Comunista Alfredo Varela (1914-1984), conocido por su novela El río oscuro, filmada por Hugo del Carril con el título Las aguas bajan turbias. “Che, cebame unos mates. ¡Cuántas veces al día se pronunciará esta frase en la Argentina! Millones, quizá. Es que el argentino es un pueblo matero. Nos gusta sorber el verdoso líquido, hasta arrancarle un rezongo, por la tardecita. Pero nunca se nos ocurrió pensar que lo que nos llega por la tibia bombilla es en realidad el sudor y la sangre de muchas generaciones de hombres anónimos, de piel oscura y brazos musculosos. La historia de la yerba mate (…) es en definitiva la historia del aplastamiento y la miseria de miles de seres”. Así comienza una serie de crónicas publicadas en la revista Ahora, entre febrero y marzo de 1941, que la editorial Omnívora rescató para generar un libro necesario, ¡También en la Argentina hay esclavos blancos!, un material de lectura obligada sobre las condiciones laborales de los mensús, los peones rurales que realizan tareas vinculadas a la producción de la yerba mate y la madera en el litoral argentino.

El sociólogo Guillermo Korn y el profesor de historia Javier Trímboli estuvieron a cargo de la compilación y el estudio preliminar del libro, que incluye las crónicas “¡También en la Argentina hay esclavos blancos!”, publicadas en la revista Ahora entre febrero y marzo de 1941; las “Notas misioneras”, que salieron en el diario La Hora, órgano oficial del Partido Comunista Argentino, durante marzo y abril de 1941; y el folleto “La masacre de Oberá”, también escrito por Varela, en el que visibiliza la represión a los colonos de la ciudad de Oberá en 1936, con un número de muertos y desaparecidos hasta el momento nunca esclarecido. Varela tenía veintiséis años cuando viajó a Misiones para ser testigo de la miserable vida del proletariado misionero. “Ahora no veo casi nada –¡y era buena vista la mía!-. Quedé en la calle. Además tengo reumatismo. Ando de un lado para el otro, pero trabajo no se encuentra, solo dan unas monedas”, decía un mensú, término de origen guaraní que proviene de “mensual” o “mensualero”, por la frecuencia del pago del salario.

Varela llegó a Misiones por sugerencia de Marcos Kaner, uno de los principales dirigentes sindicales de la Federación Obrera Marítima. Los trabajadores de los barcos que iban y venían por el río Paraná alentaban la sindicalización de los mensús de los yerbales y de los hacheros de los obrajes. El joven periodista retrató con profundidad los oficios en el infierno verde, especialmente a través del tarefero, que corta y quiebra la yerba, acompañado por su mujer y los hijos; y el urú, que se encarga del secado de la yerba. Pero también metió el dedo en la llaga del doble despojo que sufre el tarefero, después de trabajar durante catorce horas (o más) y recoger alrededor de 450 kilos. Cualquier pretexto, que la yerba tenía mucho palo o que estaba mal quebrada, era utilizado por la empresa para rebajar el salario del mensú, a quien le descontaban de 2 a 5 kilos por bulto para compensar el peso de la lona, que nunca alcanzaba esa cantidad. Las balanzas estaban arregladas previamente para que siempre arrojaran 10 o 20 kilos menos del peso real.

Elaborar el “oro verde” es un suplicio. Cuando los mensús llegan a los treinta o treinta y cinco años, el trabajo extenuador y las enfermedades los convierten en hombres casi inútiles. Entonces pasan a trabajar en las sapecadoras, el aparato donde la yerba verde es chamuscada. “El obrero debe soportar al mismo tiempo que la yerba la intensa acción del fuego. La temperatura es tan sofocante que ninguno de los que visitamos pudimos soportar durante más de 15 minutos el caldeado ambiente”, confesó Varela en una de las crónicas. “En el mensú hay algo de fatalista. Sabe que su padre y su abuelo fueron explotados: él también lo es. Cualquiera que se le acerca, el administrador o el capataz, el comisario o el maestro --que a menudo también es dueño de los yerbales y, salvo raras excepciones, no se preocupa de la suerte del pobre— tiende a aprovecharse de él en alguna forma. Por lo tanto, se deja estar. No importa que los gurises se arrastren por el suelo masticando barro; (…) no importa que la muerte los visite con impresionante regularidad; ni que la paja del rancho esté podrida (…). No importan nada. Entonces vienen los dueños de los yerbales y los educadores y los funcionarios y dicen: -¿Pero no ven que esta gente es así? ¡No hay qué hacerle! ¡Es inútil todo esfuerzo! Son haraganes y dejados y toda la vida serán lo mismo”, agregó Varela en esa misma crónica, que se inscribe en un tipo de periodismo que pretende estrechar lazos entre la denuncia y la búsqueda de verdad.

¡Haraganes y trabajan 16 horas diarias!

Esgrimista de los signos de exclamación, que abundan en sus artículos como si quisiera clavarlos en las conciencias de los lectores, Varela arrojaba también preguntas para desmontar la madeja de prejuicios que se extiende desde los años cuarenta hasta la segunda década de este siglo XXI. “Pero, realmente, ¿es remolón el mensú? ¿O solo se trata de una mentira más o menos hábil? Hombres que trabajan de 14 a 18 horas diarias, que soportan soles terribles y efectúan las más rudas faenas para luego recibir unas monedas escasas en pago, para vivir miserablemente con los suyos, habitando debajo de unos árboles o en algún rancho destartalado, ¿son haraganes?”. A los dueños y administradores de los yerbales los definió como “auténticos señores de horca y cuchillo, cuya impunidad se hallaba asegurada por su estrecha relación con jueces, policías y gobernantes”.

En los textos aparecen los responsables con nombre y apellido. “Cuando alguno incurría en lo que el capataz o el administrador conceptuaban como falta, se lo castigaba brutalmente con el chicote”, explicaba Varela. “Pero pocas veces la pena era tan pequeña. Por lo general, se prefería liquidar directamente al peón. Para ello había una banda o comisión especial, que presidía un tal Anastasio Ramírez, al que llamaban pojhy, o sea pesado en guaraní. Cuando algún trabajador lograba acumular en su cuenta cierta suma, su vida corría peligro. Los comitiveros lo tenían señalado para matarlo en el momento más oportuno. Si alguien preguntaba después por él, la contestación invariable era: ‘se perdió en el monte’. Para cobrar por su faena, la comisión debía proporcionar alguna prueba: la ropa del muerto o, en todo caso, la oreja”.

En la propiedad de Carlos A. Cirito, dueño de obrajes y yerbales silvestres en Puerto Istueta hacia 1924, se descubrieron 60 esqueletos de mensús asesinados. Cirito hacía matar a todo obrero al que llegaba a adeudar de $ 500 a $ 1000. “El subterfugio era sencillo. Se le daba una orden para cobrar en Posadas y cuando el hombre marchaba descuidado por los caminos del monte para ir hasta el puerto, los comitiveros le daban muerte por la espalda. A algunos se los traía de vuelta al establecimiento, encerrándolos en un sótano, donde mientras unos los sujetaban de las piernas, les cortaba la cabeza con una filosa cuchilla el mayordomo Samuel López, cuyo mote era Degollador –precisaba Varela-. Algunas veces quemaban los cadáveres, como en el caso de una familia entera, cuyos cuerpos colocaron dentro del tronco hueco de una caña fístula, prendiéndolo fuego después. Los restos de ese tronco existen aún y la gente asegura que en ciertas noches se escuchan ayes de mujeres y niños”. Vicente Matiaúda, “castigador de peones”, fue para Varela una de las figuras más sombrías del Alto Paraná. “Una vez, por quedarse con la mujer de un peón que codiciaba, Matiaúda lo llevó varios kilómetros monte adentro. Una vez allí lo ató a un árbol, crucificándolo y sujetando sus miembros sangrantes con alambres”, recordó el cronista.

Los explotadores

En las “Notas misioneras”, la segunda parte del libro, Varela elaboró un minucioso perfil de los explotadores del pueblo argentino. “Si algún día llegara a escribirse la historia de bandidajes, atropellos y latrocinios cometidos en los yerbales misioneros por algunos industriales sin escrúpulos, los señores Martín y Cía. y sus administradores figurarían sin duda con una amplia foja de hazañas, que se extienden en Misiones por espacio de treinta años -advertía el cronista-. Hoy los señores Martín han llegado a acumular millones de pesos. Forman una poderosa entidad financiera. Por eso, cuando se menciona esa firma, no se habla de las lágrimas y la sangre que le han servido de base. Eso sería de mal gusto. Solamente se recuerda que fueron ‘esforzados pioneers’ del cultivo de la yerba mate en Misiones”. Los Martín fueron los primeros en establecer una vigilancia estrecha sobre cada uno de los obreros para poder explotar y dominar no solo sus cuerpos sino también sus mentes. Varela reveló cómo se apoderaron de la municipalidad de San Ignacio para extender su dominación. “A través de un partido artificialmente constituido, que llaman Unión Popular, gobierna la empresa Martín. Así se ha convertido en un pulpo que domina la vida toda de San Ignacio”. Varela arremetió contra la fauna oligárquica argentina: la familia Herrera Vegas, dueña de la compañía Tierra y Yerbales SA., con establecimientos vitivinícolas en Mendoza y ganaderos en Buenos Aires; los Urquiza Anchorena y Máximo Roca (familiar de Julio A. Roca), que repartía entre colonos y obreros los pasquines fascistas Crisol, Bandera de la cruz gamada y Clarinada.

Los caminos de un texto

Dos años después de ese viaje a Misiones, Varela publicó su primera y última novela El río oscuro (1943). No surgió de un repollo esa tentativa de ficción; la explotación sin límites padecida por los mensús es reelaborada desde la literatura con el soporte previo de la experiencia misionera y la perspectiva de la lucha de clases. Pronto la novela fue traducida al ruso, al checo, al búlgaro, al rumano, al polaco y al alemán; el periodista y escritor visitó la URSS en 1948 y ese mismo año publicó Un periodista argentino en la Unión Soviética. La novela fue adaptada al cine como Las aguas bajan turbias, dirigida y protagonizada por Hugo del Carril. Aunque no figura en los créditos de la película estrenada en octubre de 1952, Varela colaboró en la adaptación desde la cárcel de Devoto, donde estuvo preso junto a Atahualpa Yupanqui, acusado por haber orinado frente a la embajada soviética. Hay una especie de “mito” construido en torno al improbable encuentro entre Perón y Varela. Del Carril, en esta versión, habría intercedido ante el entonces presidente para que liberaran al escritor. “Mire, al final somos todos un poco comunistas, si al final lo que buscamos es la justicia social”, le habría dicho Perón a Varela.

La vida de los mensús misioneros ya había sido retratada por Mario Soffici en la película Prisioneros de la tierra (1939), protagonizada por Ángel Magaña y Francisco Petrone. El guion de este film ambientado en 1915 fue escrito por Ulyses Petit de Murat y Darío Quiroga, basado en los cuentos de Horacio Quiroga “Un peón”, “Los destiladores de naranja”, “Los desterrados” y “Una bofetada”. Hay una emblemática canción de Ramón Ayala, “El mensú”, de 1955, que empieza: “Selva, noche, luna/ pena en el yerbal./ El silencio vibra en la soledad/ y el latir del monte quiebra la quietud/ con el canto triste del pobre mensú”. El primer antecedente periodístico sobre las condiciones laborales de los mensús apareció en agosto de 1902, en Caras y Caretas, donde se menciona un “meeting de los obreros desocupados” y que uno de los oradores en un acto en Plaza de Mayo habló “de la inhumana forma en que trabajan los peones yerbateros”. Como advierten Korn y Trímboli, la alusión acerca del orador refiere a Adrián Patroni, quien había escrito pocos años antes un libro pionero en la materia: Los trabajadores en la Argentina (1898). Otro trabajo fundamental es el informe que redactó Juan Bialet Massé, “El estado de las clases obreras argentinas”, en 1904. En el mismo artículo de Caras y Caretas se alude a otro orador: Alfredo Palacios, que aún no era diputado, pero dos de sus trabajos futuros se inscriben en esta corriente: El dolor argentino (1938) y Pueblos desamparados (1942), sobre las graves condiciones sanitarias en distintas provincias que el ya electo senador recorre.

A este listado habría que agregar La justicia en Misiones, de León Naboulet, escritor, periodista, profesor, un libro publicado en 1917 en el que denuncia la corruptela judicial y el modo en que políticos, policías y latifundistas completan el cuadro. Ese libro está dedicado a “los 40.000 peones que en menos de medio siglo han sido ferozmente sacrificados en los obrajes y yerbales del Alto Paraná, sin más amparo que la Selva que sepultó sus cenizas o el Río que pudrió sus carnes para los peces”. Naboulet menciona a un cronista, Julián Bouvier, quien colaboraba desde Posadas con La Vanguardia, y transcribe algunos fragmentos de Bouvier: “Patrón -dice uno de ellos- quisiera que usted me arreglara la cuenta al llegar. El tal Cándido Pinto sacó el revólver, le pegó un tiro y lo mató. Ni un solo día estuvo preso. Matar a un peón allí no es delito”. Rafael Barret, autor de Lo que son los yerbales paraguayos (1910), reconoció que se inspiró en los textos de Bouvier.

 

Las crónicas que integran ¡También en la Argentina hay esclavos blancos! se publican por primera vez en formato libro, gracias a los editores de Omnívora, Lila Hassid y Damián Luppino. Los materiales invitan a ampliar el campo de batalla del debate sobre las condiciones laborales, la precariedad y la intemperie que acecha. Las aguas siguen bajando turbias.