Vivo en una ciudad llamada CABA. Nombre feo si los hay. Parece un nombre para guardar vinos con la temperatura adecuada, el hábitat que los hace mejores aún. Debería llevar una v para que así fuera. Esa hermosa V de la victoria, por ejemplo. En este caso la b larga nos indica Buenos Aires. Pero es una ciudad sin aires reparadores y sin victorias democráticas, ni populares.

El jefe de esta ciudad es un hombre extraño. Tiene la inusitada capacidad de hablar, convencer y mentir. En realidad no miente. Te advierte que lo que él ha decidido hacer con la ciudad, a cada uno de nosotros nos traerá extraordinarios beneficios. Por ejemplo te explica que los edificios en Costa Salguero serán bellísimos y que vos, sin poder comprarlos jamás, tendrás la posibilidad de admirarlos y desearlos. En realidad entonces promete felicidad, experiencias de enorme gozo y emoción. El hombre que ha logrado que desees lo que no podrás tener y que así lo aceptes, es un verdadero jefe político además de un campeón del psicoanálisis.

Por momentos su mirada es torva, sobre todo sus cejas tupidas, levantadas, que le dan un tonito mefistofélico. Ahí es cuando por un segundo, apenas un segundo, descubrís que algún gato está encerrado en ese rostro y en ese hablar. Qué gato será. Bueno… las escuelas están equipadas perfectamente para recibir a los niños y al personal escolar sin peligro de contagios, los terrenos serán espacios verdes, nadie te privará del río, los barrios de bajos ingresos tienen agua, cloacas, luz, internet y etc.

Llegó la pandemia y lo comenzamos a ver con mayor asiduidad en la televisión. Había llegado a nuestro país, la peste. Algo tenía que decir, qué iba a hacer con este flagelo en la ciudad. Fue convidado a decirlo.

El jefe es reacio a mostrarse en los medios. Así dicen y así parece. En algunos lugares no lo conocían. En la frontera de oriente por ejemplo, allá al norte de la bella Misiones, seguro que no y tal vez, pasado el tiempo, ya hayan olvidado su rostro.

Pasada la cuarentena, este hombre comenzó a molestarse. Aguantó un poco más. Subían los contagios, bajaban, todo lleno de números, porcentajes y qué se yo cuántas cosas más.

Los bares se abrían, los mayores cerraban las puertas de sus casas, los geriátricos explotaban de contagios. Y el personal de salud que labura en muchos lugares para que les alcance el mango, llevaban consigo la pena y el virus.

Sin embargo había una promesa y esperanza fundamental: todo se resolverá por internet. Cualquier trámite tendrá la eficacia marcada a fuego, wifi y teclas. Brillarás. Toda la felicidad está en el último celular. Así lo dicen las publicidades en la televisión. Pienso, tal vez por eso el jefe no necesite ir a programas televisivos.

Todo se caía. En un año, todo se caía. Llegabas a un punto del trámite bancario o de cualquier otro, y tenías que regresar al punto inicial. Lo que se dice una carrera de obstáculos. No era técnico ni tecnológico, el problema era absolutamente religioso. El principio es el final que te conduce necesariamente al inicio y de ahí nadie sale indemne.

Bueno, nadie salió ileso y llegó la vacuna y vas a la página de la ciudad y se cae y no te podés anotar y llamás al 147 tres días seguidos y nadie atiende y tenés 73 años y te vas a morir antes de lo que pensabas.

Grande jefe, su plan funciona de maravillas.