EL CUENTO POR SU AUTOR

Mi abuela fue una persona decisiva en mi vida. Una mujer luminosa; un ejemplo de esos que no se razonan ni se explican, sino que están ahí, a la vista de una chica que va creciendo y ve vivir a los adultos. Con mi hermana y primos pasábamos los veranos en su casa de Los Toldos. Cada invierno, para el 25 de agosto, la familia, muy extensa, acudía de todas partes a celebrar su cumpleaños. Era sencilla y profunda; cantaba mientras cosía; tenía una memoria prodigiosa para coplas y versos de todo tipo, sin duda parte de una memoria colectiva y oral muy antigua. Y una alegría imbatible que la acompañó hasta el último día de su vida, a los 101 años. Cuando fui a España por primera vez, viajé a León en busca del pueblito mínimo donde había nacido y al que llegué guiada por las descripciones precisas que nos hacía cuando lo recordaba: Puebla de Lillo, en las montañas cantábricas, al norte de la provincia de León. Lo había dejado a los siete años, con su madre y dos hermanos, cuando viajaron a reunirse con su padre que los esperaba en la Argentina. Este cuento retoma las hebras de un relato familiar; de un suceso muy anterior a mi nacimiento.


UN DIA DE ABRIL

a mi abuela

— ¿Le sirvo más café, mamá?

Acababan de desayunar. Abstraída, se había quedado mirando la luminosa mañana de abril a través de la puerta ventana del comedor. Dejó la taza sobre el plato. La decisión estaba tomada. No el hecho en sí, pensó, meditado y resuelto hacía tiempo, sino que fuera hoy. Lo supo ni bien abrió los ojos, al amanecer.

—No, gracias. Levanten la mesa si quieren…

Volvió la mirada a los helechos de la galería. Era lo que más le gustaba de su casa y de esa hora.

—Van a encargar las invitaciones a una imprenta de La Plata…—explicaba Antonia.

El tema ocupaba hacía días a Antonia y Mercedes, sus dos hijas solteras: el casamiento de Raquel, una de sus amigas más cercanas. Como a menudo le pasaba, la conversación la arrastró al pasado, a su propio casamiento, en 1892, el año en que pasó el ferrocarril. El viaje en la americana hasta la casa de campo, donde se instalaron con su marido, vecina a “los toldos de Coliqueo”, primeros en asentarse en el lugar. A ellos debía su nombre el pueblo. Alrededor de indígenas, criollos y europeos, el campo había sido alambrado y sembrado, y el pueblo había prosperado. Guardaba recuerdos vívidos de los antiguos, primeros años: los de fundar el hospital y la escuela, los de ayudar a los que llegaban de lugares lejanos. Tanto tiempo después, aquella época le parecía más real, más verdadera que la de hoy, tal vez porque ella era joven entonces. Aunque hoy, en plenos años treinta, todavía podían verse sulkys con gente de la tribu que venía a comprar víveres o al hospital, y paisanos de bombacha y sombrero, con el caballo atado al poste del almacén. Agradecía estos encuentros con regocijo, como si se cruzara con viejos amigos. El pueblo actual, siendo similar, ya que el campo estaba ahí nomás como esperando un descuido para posesionarse otra vez de todo, era distinto. Ahora los jóvenes, lo sabía por sus hijos que frecuentaban bailes y reuniones, tenían más tiempo libre para la diversión y las habladurías, algo que jamás había tolerado, pero que salpicaba las conversaciones de la gente ociosa.

Como si volviera en sí, se sobresaltó; había perdido tiempo. Se levantó y arrimó la silla a la mesa. No eran esas cosas las que importaban esa mañana. Desde dos meses atrás la preocupaba algo que atañía a su familia, o tal vez, solamente a ella. Dejó el comedor, fue a su cuarto y cerró la puerta. Buscó la ropa en la parte honda del enorme ropero y la ordenó en el bolso de mano. Se puso un abrigo liviano y echó una rápida mirada al espejo. Era una mujer pequeña, que irradiaba energía. La alegría era en ella una condición natural; sus manos, inquietas, siempre encontraban alguna ocupación. Llevaba el cabello blanco recogido en un prolijo rodete. Enemiga de cualquier tipo de ostentación, por mínima que fuera, sus ropas no podían ser más sencillas y prácticas. Cuando estuvo lista, se ató el pañuelo debajo de la barbilla y salió del cuarto; atravesó la biblioteca y el escritorio y se asomó al comedor.

—Vuelvo para el almuerzo —dijo.

Antonia, la menor, se quedó mirándola con una taza en la mano.

— ¿A dónde va, mamá?

—Voy a hacer una diligencia.

Ya Mercedes la miraba enarcando las cejas, a punto de decir algo. Dio la vuelta antes de que le preguntaran nada. Desde la muerte de su marido, siete meses atrás, era la cabeza de la familia y se estaba habituando muy bien a no dar explicaciones. Sus hijas todavía no lo entendían del todo; los varones lo aceptaban mejor. En el zaguán, recogió el bolso y salió.

Ya en la calle se sintió libre, impaciente. Sus hijas le recordaban todo el tiempo que ese invierno cumpliría setenta y cinco años. No hacía caso a la advertencia; aunque no lo decía, se sentía joven, llena de energía. La esperaba atravesar el pueblo de un lado al otro. Y eludir las calles habituales. Todo el mundo la conocía y si se paraba a saludar no le iba a alcanzar el tiempo para lo que tenía que hacer.

—Buen día, doña Vicenta…

Su vecina barría la vereda y ya la miraba como para comentarle algo. Le contestó amable, pero sin detenerse. Hizo un tramo de cinco cuadras y cruzó el bulevar. Un poco más adelante alcanzó la calle de tierra que debía seguir. Aunque ahora todas las calles tenían nombre, para ella ésta seguía siendo la antigua “calle de los paraísos”. El día se había despejado y brillaba el sol. Los árboles y los pájaros despertaron de inmediato su instintivo amor por el campo, su vínculo profundo, inconmovible, con la vida y todo lo viviente. La guiaba el impulso ansioso de lo que se disponía a hacer. Pensó en sus hijas, a veces tan quisquillosas. Había que comprender que querían casarse y ser bien vistas, como lo eran. Ya el luto del padre les pesaba. Dos mujeres por casar, los varones casados, otro varón soltero y Santiago. El pensamiento de su hijo muerto ese año en plena juventud le produjo un sobresalto del corazón, una punzada en la boca del estómago. La muerte de su marido había sido parte de la vida, algo natural; la de su hijo, un hombre de treinta años, era antinatural. Quién iba a decir, cuando se acompañaban los dos junto a la cabecera de su marido enfermo, que Santiago iba a morir antes que su padre. Viniendo de la capital, el coche embestido por el tren en un paso a nivel sin señalar. Ese dolor había sofocado al siguiente, como si hubiera triunfado sobre él. Porque el dolor del hijo muerto era mayor que el del marido muerto. Y, ahora, hacía dos meses, esta otra muerte.

De lejos, reconoció la casita, había estado en ese lugar hacía tres años. Al acercarse descubrió dos ranchos que antes no estaban; uno, detrás de la casa y otro, unos cincuenta metros más allá, como si quisiera empezar a formarse un barrio.

Abrió la puerta de alambre tejido sobre la vereda de tierra y golpeó las manos. Se le estrujó el corazón al ver el abandono en que había caído la casa; antes era humilde, pero linda de ver. Dos perros grandes y flacos le ladraron. No salió nadie. Desde atrás le llegó el grito de un chico. Había una palangana agujereada junto a unas macetas torcidas donde las plantas crecían de cualquier modo. Pasó por el costado y se asomó al patio de atrás. Dos chicos de cinco y seis años —sabía las edades— jugaban con unas latas vacías. Cuando notaron su presencia quedaron inmóviles. No cabía duda de que eran los hijos de su hijo. Los mismos ojos casi grises, el mismo corte de cara, los semblantes paliduchos. Más allá, el de tres años estaba sentado en la tierra; la carita redonda, chata y morena, tenía la misma expresión de inocencia que ella recordaba haber visto en la cara de la madre. Había trastos tirados y unos cajones de fruta apilados. Una mujer gorda, de espaldas, tendía ropa sobre el alambrado del fondo. Se acercó más en el mismo momento en que la mujer se inclinaba sobre el balde y la veía. Levantó la mano en un gesto de saludo con el que quiso aplacar el susto que podía darle a la mujer, pero la mujer gorda no sufrió ningún sobresalto. La miró sin expresión.

—Buenos días.

—Buenos días —contestó la mujer, caminando despacio hacia ella.

Los chicos la miraban; el de cinco se puso detrás de la mujer y desde ahí asomaba la cara; ella le tocó la cabeza como para tranquilizarlo. Vicenta agradeció en silencio ese gesto.

—Soy la abuela, la madre de Santiago; estos tres chicos son mis nietos.

La mujer la miraba sin entender, con una actitud pacífica, que de inmediato se la hizo cercana.

—Cuando la mamá murió no pude venir —el de tres años se había puesto a gimotear bajito—. Estoy de luto… mi marido estuvo meses muy enfermo y murió —por qué estaba dando tantas explicaciones. Dijo de golpe: 

—¿Usted es pariente…? ¿Una vecina?

—Sí, señora —contestó al fin la mujer—. Yo vivo allá.

Giró el cuerpo y señaló el rancho de al lado. El más chico empezaba a llorar. Con parsimonia, la mujer lo levantó del suelo. El chico tenía la cara sucia de tierra y mocos. Estaba desabrigado.

—Sabrá que Santiago murió hace menos de un año, en un accidente…

No siguió.

A la mujer se le redondearon los ojos. Fue en ese momento que se dio cuenta completa de quien era la visita y de cuál era la situación.

— ¡Ah! Mire, yo le decía a mi marido que para mí la Juliana se murió de tristeza —se arregló el batón sobre el pecho—. Hace dos meses que se quedaron solitos…

No dijo más y la miró.

—¿Y quién se ocupó…? — ella dejó en el aire la pregunta, pero la mujer entendió. Hizo un gesto vago con el brazo.

—Acá, entre los vecinos…

Ella asintió. Se quitó el pañuelo de la cabeza y buscó algo con la mirada. Vio una mesa destartalada apoyada contra la pared de la casa. Puso el bolso arriba, se quitó el abrigo liviano y lo dejó junto al bolso. Con una sonrisa se acercó a los chicos. El luto que llevaba la incomodó. En ese momento hubiera querido estar vestida de blanco. Tomó al más chico en los brazos.

—Hola, José; soy yo, tu abuela —el chico empezó a hacer pucheros mirando a la mujer— Vamos a ver qué hay acá…

Mientras hablaba fue hasta el bolso y de un gran monedero negro sacó un caramelo. Lo desenvolvió y se lo puso en la boca. El chico empezó a mover los labios de un modo gracioso.

—Éste es para Pedro y éste para Santiago.

Desde la cara del mayor la miraron los ojos de su hijo muerto. Se agachó y los besó, después estrujó al más chico contra el pecho. Miró a la mujer.

—No voy a poder agradecerle en la vida lo que ha hecho por mis nietos.

La mujer se llevó la mano al pecho. Se le subió el color a la cara.

—Señora, no faltaba más…

Vicenta levantó un cajón de fruta y lo puso vertical. Se sentó, acomodó el más chico sobre la falda y llamó a los otros a su lado para darles caramelos.

—Entonces, señora… —dijo la mujer animándose, como quien empieza a amoldarse a la situación—, ¿usted será doña Vicenta? —tenía un cantito provinciano riojano o mendocino; ella asintió—. Su hijo venía siempre a verlos, y cuando la Juliana anduvo muy enferma que casi se muere, antes de que naciera éste —señaló al más chico—, el… —ella supo que iba a decir Santiago, pero no se animó— él estaba muy sentido. Primera vez que vi llorar a un hombre.

Se quedó callada, después dijo:

—Qué va a hacer —movió la cabeza pensativa—. Dijeron que era la tisis.

Vicenta se levantó, seguía sujetando a los chicos contra el cuerpo, como a pollitos. Tenía los ojos brillantes.

— ¿Cómo es tu nombre?

—María.

—Bueno, María, me vas a ayudar a bañar y a vestir a estos chicos.

—¿Bañarlos? —dijo la mujer, como si a esa hora o ese día o las dos cosas juntas fuera un despropósito.

—Sí, vas a poner agua a calentar.

—¡Qué cosa! —comentó la mujer, entre perpleja y admirada—. En un momentito, doña Vicenta.

Entró en la casa, revolvió un poco por el lado del fogón, salió. Anunció que iba a su casa a poner una pava al fuego.

—Tendrás algún fuentón o una palangana.

—Sí, por’ái tengo que tener alguno.

Cuando se quedó sola con los chicos, fue al bolso y lo abrió. Hizo como que revolvía adentro buscando algo. Los ojos de los chicos no se apartaban de ella. Empezó a sacar camisas, pantalones, zapatos.

—Estos son para vos, Santiago.

Mudo, el chico tendió las manos y los apretó contra el pecho sin dejar de mirarla, serio.

Ella se rio.

—Soy tu abuela, no te voy a comer.

—Y estos son para Pedro… —sacó otro par.

El chico los agarró rápido y se inclinó a mirar dentro del bolso; el más chico también se inclinaba en sus brazos, curioso.

“No se puede traer hijos al mundo y dejarlos abandonados”, dijo Vicenta en voz baja, pero con fuerza. Era muy tarde en la noche y los dos velaban junto a la cama de su marido. Su hijo se avergonzó: “Mire, mamá, no es momento para hablar de esas cosas ahora”. “No hay otro momento. Te tenés que casar con esa muchacha. ¿Qué vas a esperar? Ya fui y los conocí, a ella y a los dos mayores; ahora hay un tercero que debe andar por los dos años”. Su hijo se levantó del sillón, abrumado. “Usted no tenía que ir a esos barrios”. “Cómo que no, ¿no viven ahí tus hijos y tu mujer, acaso?” Había sido su última conversación con él a solas, lo había amonestado con dureza y recordarlo le dolía como una brasa en el pecho, recordar el tono con que le había hablado a su hijo por última vez. “Tenés que casarte”. Amparado en la semioscuridad del cuarto, él empezó a decir: “Yo nunca pensé…” “Sí, sí, van a buscarlas para divertirse. ¿No te avergüenza? ¿O te da más vergüenza el qué dirán?” Él la miraba sinceramente sorprendido, casi asustado. Un furor frío la guiaba esa noche. Miró el perfil afilado de su marido sobre la almohada, sus ojos cerrados, la respiración débil. “Tu padre no te lo pediría, pero yo sí. Yo te lo exijo: tenés que casarte”. Al rato, como si se confesara o como si admitiera finalmente todo, él dijo en voz muy baja: “Pero, ¿y Delfina?” Su novia oficial durante tres años, amiga íntima de sus hermanas. Habían terminado no hacía mucho, cuando ella ya no pudo simular más que no sabía de su “aventura” con una “de las orillas”. “A buena hora te acordás de Delfina”, dijo ella. “Nunca la quisiste de verdad. Tenés una deuda con la madre de tus hijos, ¿pensás abandonarlos?” “No, eso nunca”, dijo él con una vehemencia que ella no le conocía. Lo miró un rato y le contestó con un tono inapelable: “Cuando vuelvas de este viaje vas a tomar una decisión.” “Las chicas van a armar un escándalo”, dijo él, refiriéndose a sus hermanas, celosas de su hermano preferido. Siempre había sido débil; bondadoso y débil, un tanto melancólico. Era el que las llevaba a los bailes en el coche, el que les traía figurines de Buenos Aires. Buen mozo, tocaba la guitarra y bailaba muy bien. Solo ella, su madre, sabía que, detrás de esa apariencia, desde chico había en él algo… ¿era determinación? No encontró la palabra. Dejó el sillón y se sentó sobre la cama, al lado de su marido; tomó entre las suyas la mano enflaquecida. “Eso es lo que menos te tiene que importar.” La última conversación que había tenido con su hijo. A la madrugada salió de viaje y después había muerto, atropellado por un tren.

Adentro de la casa, el desorden era igual o peor que el de afuera. Una cama arrinconada y revuelta. Una mesa con unos platos de lata. Despejó la mesa y puso encima el bolso. Sacó una toalla, un jabón y unas tijeras. María entró con una pava enorme y un fuentón

—Hay una bomba, para enfriarla un poco.

—Primero vamos a cortarles el pelo, ¿qué les parece?

Pedro se escondió detrás de la mujer y Santiago retrocedió contra la pared. Vicenta se rio y dijo: “¡Las tijeras! ¡Qué susto!”. Poco a poco, los chicos se fueron plegando a su persuasión. Al que más costó hacer entrar al agua fue al más chico, después no había cómo sacarlo. De mayor a menor, fueron quedando limpios, vestidos y con el pelo cortado. La maravilla de los mayores eran los zapatos.

María seguía el trajinar con paso lento; se le escapaba una sonrisa cuando miraba a José, el más chico. Al final, cruzó las manos sobre el vientre, admirada. Se rio bajito.

—Véalos, doña Vicenta, parecen señores.

Vicenta se ató el pañuelo a la cabeza.

—¿Comieron algo? —se le escapó, y enseguida corrigió: —No importa, no importa. Ya comerán.

En la puerta de alambre tejido, la mujer se veía apenada y le pasaba la mano por el pelo a José. Empezaba a lagrimear, pero también se la veía aliviada. Se secaba los ojos. Ella le dio un abrazo apretado, en el medio quedó José, que le tendía los brazos a la mujer.

— ¿Y con quién van a estar mejor, doña Vicenta?

—Eso digo yo —contestó ella y la miró—. Gracias, María. Voy a volver a visitarte pronto, para que los veas.

Emprendió el regreso. Ya eran pasadas las doce y las calles estaban vacías. Un sulky solitario cruzó la bocacalle. José en brazos, Pedro de la mano y Santiago agarrado a su hermano. Les canturreó una canción que venía de muy lejos, de su infancia en España, de su pueblito que era un pañuelo entre montañas. Imaginaba que sus hijas ya estarían tendiendo la mesa para el almuerzo. Ni sábado, ni domingo; ni una fecha especial. Era sólo un día de abril, el día en que ella había hecho realidad su anhelo postergado. Una pareja de conocidos dobló en la esquina. La mujer la miró con asombro, como esperando una explicación. El hombre se sacó brevemente el sombrero: “Buen día, doña Vicenta”.

— ¡Buenos días! — contestó ella con una amplia sonrisa.

Se preparó para lo que la esperaba. Sus hijas no lo iban a admitir fácilmente. El desliz de su hermano favorito debía quedar en la sombra. Esos hechos manchaban las reputaciones. No esperaba comprensión, sobre todo de Mercedes, la más orgullosa.

Cuando entró en el zaguán, los chicos quedaron quietos, asustados, pero ella siguió derecho al comedor. La mesa estaba puesta. El más chico empezó a llorar, ella cortó un trozo de pan y se lo dio. Hizo lo mismo con los otros, que la miraban con los ojos de par en par; los sentó en dos sillas, delante de dos platos. Ni siquiera se sacó el abrigo; ocupó su lugar en la cabecera, con José en la falda. Esperó.

Primero una y después otra, sus hijas la miraron en el colmo del desconcierto.

— ¿Y estos chicos? —, fue Antonia la primera en reaccionar.

—Son mis nietos, sus sobrinos, los hijos de Santiago —dijo de un tirón, con orgullo. No estaba todo dicho. Todavía tenía que perseverar.

La miraban sin entender.

—Por Dios, mamá –se alarmó Antonia—, esto es un despropósito. ¿Adónde los fue a buscar?

—A la casa de la madre, que murió hace dos meses. Quedaron huérfanos.

Pesó el silencio.

—¿Pero usted pretende…? —empezó a decir Mercedes con gesto agrio.

—No pretendo —dijo ella, implacable: Decido.

Sin sentarse, las dos esperaban algo, no se sabía qué, rígidas detrás de las sillas. Ella había tomando las servilletas y, uno por vez, se las había anudado al cuello; ahora, los chicos seguían el diálogo detrás de las pecheras blancas.

—Por favor, usted no pensó esto bien, mamá… —dijo Antonia con un tono que quería ser persuasivo.

—Si papá viviera no se lo habría permitido —la interrumpió Mercedes. Había tomado coraje y apelaba a un último recurso—, hay que ver quién es la madre…

—Quién sabe… —dijo ella, acomodando mejor a José en la falda. —Que papá descanse en paz. Ahora yo tomo las decisiones en esta casa. De ahora en adelante, se agregan tres platos.

—Usted sabe que hay orfanatos, el de las monjas es bueno…—desesperada, intentó su hija mayor.

— ¿Orfanato?— su propia voz la sobresaltó—. Son huérfanos, pero tienen familia. Vamos a comer. Estos chicos tienen hambre.

En silencio, sus hijas se fueron sentando; el más chico, señalaba la panera. Ella cortó otro trozo de pan y se lo dio.

Como para no dejar dudas, Vicenta dijo:

—Desde hoy viven en esta casa, la casa de su padre.

—Esto hay que conversarlo. ¿Cómo le vamos a decir a…? —protestaba Mercedes, se había puesto pálida.

—Ya veremos, ya veremos. No te preocupes ahora por eso. ¡Vamos, alégrense, tendremos niños en la casa!

El mediodía de abril se volcaba sobre los techos, seguía por las calles y llegaba al campo. El silencio, espeso, fue cortado por el pitido lejano de una locomotora, que se repitió después, más cerca. Con un brazo alrededor de José, Vicenta sostenía la mirada de sus hijas en un duelo sin palabras.

—Es el Ranquelino, que llega a horario — dijo, por fin, Antonia. Tendió la mano, tomó el plato de Santiago y, con un suspiro audible, empezó a servir. —Más tarde voy a ir a buscar el diario a la estación.

Mercedes se había levantado; con gesto severo sacaba platos del aparador.

Sin dejar de mirarlas, los ojos brillantes, Vicenta sonrió; exclamó con regocijo:

—¡Qué bien! Entonces vamos a llevarlos para que conozcan el tren.

Y hubo algo en su cara que hizo bajar los ojos a sus hijas.

Empezaron a comer.