Ser perfecta no es tan importante como ser humana. Patty Smith

Lo que buscaba en las esquinas era disolverme. Un parpadeo y todo debería desaparecer. Desmaterializarme, concentrarme en un polvillo cósmico para después difuminarme igual a lo que hacían los integrantes de la Enterprise. Algo así como si alguien me pudiera ver en la pantalla como un puntito verde que de pronto, mágicamente, se deja de ver. Ni mis padres, ni mi familia larga, ni el colegio, ni Dios podrían encontrarme. Por los siglos de los siglos, hermosa frase litúrgica que aplicaba a la resurrección de los muertos, a los campeonatos que se me negaban, al nacimiento de especies monstruosas que rogaba invadiesen la Tierra, a mi viaje de constelación en partículas. Así, con palabras de entendimiento y sabiduría aprendidas del Larousse Ilustrado en sus páginas transparentes, sentí que me hablaban al oído cuando apenas cruzaba la franja de los doce, pero claro, no podía con ellas. Se encontraban en el aire pero nunca en los libros. O sí, pero en oraciones incomprensibles. Abarcaban la matemática, el misterio de las Pirámides, el sexo femenino, la santidad. Uno buscaba no ser nadie en todos. Tenía en principio que haber un grupo de amigos, fuente de todo poder y unión, y mucho de silencio espacial, como una atemporalidad milenaria de demiurgo en pantalones cortos y con pelota al pie, cansada, sudada de fatigar y único emblema de lo que constituye el grupo guerrero que hoy ha dejado de repicar con el fútbol y se dedica a observar el mundo. Perdidos, encontrados, muertos, reaparecidos, traicionados, felices, idiotizados o iluminados. Ese grupo. El de la manada. El grupo que originaba el deseo arbitrario de reinar por sobre todos huyendo hacia un confín para luego regresar y concederles a ellos, solo a ellos, la visión de un bosque prohibido, escondido ahí nomás en los techos de las fábricas, en las palabras de alguna vieja ruinosa que sabíamos era bruja, en el aire con olor a pomelo e hinojos, en el río pastoso, en la lluvia invernal, en los pobres harapos del mundo, en las villas, y en las ventanas iluminadas de los dioses que vigilaban los monasterios cuando todos dormíamos y el universo de lo invisible se manifestaba en su rueda atornillada con luces. 

Mientras con mi pobrecita angustia de conejo dejaba pasar el tiempo en las esquinas del almacén de Zito. Chapas de autos. Las terminadas en par son para los maricones. Las impares para machos. Las impares son agudas como pijas, las otras redondas como conchas. Así es nuestro mundo de arbitrario, civilizado y salvaje. Apostamos a que si dobla una dama, cualquiera sea su estado, forma o color, será para el que le toque en la ronda; por eso festejamos cuando una senil figura pasa cargando su bolso ante el elegido. Y las de triunfo cuando es una chica hermosa y al que le toca se vanagloria manos en alto como derrotando la soledad, campeonando de alegría. 

Pasa un auto fúnebre, pero no hay chapa que valga: le hacemos los cuernos. Pasa un Mustang tan rojo y tan veloz que no podemos ni tomar la patente; a las dos cuadras lo vemos estrellarse contra un perro y seguir a los barquinazos. 

Es la ley de la selva en la frontera: muchos mueren en el camino y redoblamos las apuestas sobre cuántos habrán de encaminarse bajo las ruedas de los corredores que se deslizan por 9 de Julio como por una pista japonesa de motos. Lo que se busca es disolverse. 

Sobreviene entonces una calma de lirones, con los ojitos chicos de ver un horizonte intuido lejos, tras los edificios del Aciso, tras los trolebuses chuecos que silban su cornamenta por Mendoza hacia el centro. Entonces cae la tormenta: como un manto, inigualable, y nos quedamos bajo ella como debajo de un agua redentora. Estamos impuros, somos los novios de la muerte y aún nada sabemos de expirar ni de los horrores de las contiendas que queman las aldeas y todo es borrado con el fuego. 

Solo entendemos que nuestras madres espían en secreto a otros hombres que salen fotografiados en las revistas pero no tocan a ninguno en la vida real porque sus cuerpos pertenecen a nuestros padres y nuestros padres a su vez buscan encamarse con prostitutas. 

En todo eso y más se encuentra languideciente nuestro desfervor, pateando tachos u hormigueros: el mundo es un equívoco, es un gran vacío lleno de objetos que no sirven para nada. Salvo mirar la luna esta que acaba de salir por sobre el taller de costura y en ella necesitamos fundirnos pues somos una nada con patitas que brillan. La luna, entonces, será de aquí en más nuestra verdadera madre, la patria, el orgullo vencido, los sueños postergados, la revolución más sangrienta y el amor más dulce.

 

Ignoro si el resto pensaba lo mismo: no se hablaba de estas cosas. Lo que yo sí buscaba en las esquinas era disolverme. Desmaterializarme, concentrarme en un polvillo cósmico para volver a no ser nadie y empezar todo de nuevo. Eso solo. No era mucho pedir.

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