El material de prensa sobre Mañana me muero entregado a los periodistas en el Festival de Sitges, evento especializado en cine fantástico, de terror y aledaños, incluye una sinopsis engañosamente diáfana: “Luego de despertarse convencida de que va a morir al día siguiente, la existencia cuidadosamente configurada de Amy comienza a desarmarse. A medida que los delirios sobre una muerte segura se vuelven contagiosos para quienes la rodean, la vida de Amy y las de sus amigos se salen de control en un descenso a la locura”. Lo de engañoso es más que evidente cuando se ha asistido al comienzo, nudo y desenlace del segundo largometraje de Amy Seimetz: si bien la historia sigue a pie juntillas esa escueta descripción publicitaria, los vericuetos y resonancias del “contagio” no se asemejan en nada a los que el espectador habituado a los films de horrores virales puede llegar a imaginar de antemano. Estrenada en algunos festivales presenciales el año pasado y lanzada en diversas plataformas de streaming (en Argentina puede alquilarse en Google Play y iTunes), She Dies Tomorrow –la traducción local reemplaza la tercera persona del singular por la primera– fue inmediatamente ligada a la crisis pandémica que atraviesa actualmente a toda la humanidad. Incluso algunas voces, en tradicional modo supersticioso, catalogaron al film como anticipatorio de la aparición del covid-19 y los corolarios sociales de las cuarentenas y encerronas, como si se tratara de un Nostradamus cinematográfico. Nada más alejado de la realidad, aunque hay algo absolutamente cierto: Seimetz mete y revuelve el bisturí en los miedos, angustias e hipocondrías nuestras de cada día, haciendo que el pavor al contagio de una enfermedad, al aislamiento y a la posibilidad cierta de la muerte adquieran una dimensión concreta y coyuntural. En ese sentido, el “y si mañana me contagio y me muero?” que se cruzó y sigue cruzándose por las mentes y corazones de tanta gente en la vida real hacen carne en los personajes del film, que no necesita de una bacteria o un virus reales para empujar la trama.

Simple, sencillamente, sin preámbulos, Amy (homónima de la realizadora interpretada por la actriz Kate Lyn Sheil) se levanta un buen día, recién mudada a una nueva y espaciosa casa en Los Ángeles, y cae en la cuenta de que al día siguiente estará muerta. Lo advierte, lo siente, lo sabe. No necesita pruebas fehacientes, ni médicas ni de otra índole. Así será, de forma inexorable. Como dice su amiga Jane (Jane Adams) luego de contagiarse: “es como cuando todavía no tenés ningún síntoma, pero sabés que mañana vas a estar resfriada”. En su carta de intención creativa, escrita antes de la aparición del nuevo coronavirus, Amy Seimetz describió esa suerte de contagio “ideológico” que cae como una espesa niebla sobre los personajes de la película: “Me encontraba lidiando con mis propias ansiedades personales y me di cuenta de que estaba desparramando mi pánico a otra gente al hablar sobre ello, tal vez de forma excesiva. Al mismo tiempo, veía un montón de noticias en los medios y notaba como la ansiedad se derramaba tanto en la izquierda como en la derecha políticas. Todo eso se daba mientras recordaba el hecho de haber perdido a mi padre y a muchos amigos. La idea de que todos moriremos en algún punto. No sabemos qué hacer excepto seguir viviendo, y nos damos cuenta del absurdo y de la tragedia que acompañan el concepto de que ‘con la vida viene la muerte’. Para mí, todas las historias son sobre la muerte: los coming-of-age, la ciencia ficción, el horror, incluso las historias de amor. Puede sonar algo oscuro, pero ningún momento de la vida tendría importancia sin el marco finito de la vida”. Además de una carrera como actriz en cerca de seis docenas de películas y series, Seimetz (Florida, 1981) dirigió varios episodios de Atlanta, fue la cocreadora y productora de la versión televisiva de The Girlfriend Experience, y estrenó su ópera prima en el largometraje, Sun Don't Shine, en 2012. En una entrevista reciente con el periódico británico The Guardian recuerda que creció mirando films de terror en VHS; muchos años después, participaría delante de las cámaras en títulos como Alien: Covenant y la reciente remake de Cementerio de animales –en esta última en un rol central–, además de encarnar a Becky Ives en Stranger Things.

“La sociedad está construida sobre la negación de la muerte”, afirma en esa conversación, contundente, la realizadora. “Para que podamos hacer cosas, la gente tiene que negar constantemente su propia mortalidad. Y las historias de horror tienen que ver, siempre, con el miedo a morir. Son, en esencia, sobre personajes que corren para alejarse de la muerte”. Amy, el personaje que abre el juego en Mañana me muero (no se trata, aunque así lo parezca en un primer momento, de la protagonista excluyente), está angustiada. Habla con su amiga Jane, que desconoce por completo la nueva dolencia pero sabe de su lucha contra el alcoholismo, e intenta sobreponerse como cualquier persona podría hacerlo. Pone un mismo disco una y otra vez –el célebre réquiem “Lacrimosa”, de Mozart, casi un leit motiv del film–, se acuesta en el sillón, baila un poco, se roza contra la pared, sale al patio de la casa e intenta comunicarse con la naturaleza, tocando las plantas y la tierra. Nada de eso funciona y entonces le llega el turno a la tecnología y las sustancias: varias copas de vino y la búsqueda en Internet de objetos a la venta: urnas crematorias, chaquetas de cuero, en uno de los momentos de humor negro que la película va sumando como capas extra de una cebolla. La visita de Jane a Amy tampoco rinde frutos y la amiga se despide sin darle demasiada importancia al asunto. Pero entonces, algunos minutos más tarde, cuando Jane se enfrasca en una nueva búsqueda de imágenes artísticas extraídas de la vida natural, encerrada en el subsuelo con el microscopio, su propia epifanía invertida tiene lugar: ella también va a morir al día siguiente. Acaba de caer en la cuenta. Lo siente, lo sabe. Seimetz utiliza un recurso simple pero efectivo: un juego de luces azules y rojas que, de manera alternada, iluminan la imagen desde un espacio que permanecerá siempre fuera de campo. Un último chispazo de lógica científica la empuja a darse una vuelta por la clínica. Allí, a pesar de los excelentes resultados, el chequeo no logra calmar esa terrible sensación adquirida recientemente. El virus ha sido plantado y comenzó a germinar en su ser. Ya no hay marcha atrás. Mañana ella se muere.

Cementerio de animales pagó esta película”, dice Seimetz. Y debe ser cierto: el cachet por un rol protagónico en una película made in Hollywood de cierta envergadura alcanza para financiar una producción independiente como Mañana me muero, en la cual la realizadora coquetea con los términos clásicos del género para deformarlos y desintegrarlos desde adentro. “La razón por la que quise hacer esta película era romper y abrir la narración e intentar un nuevo lenguaje. Me encantan muchas películas que usan un lenguaje comercial y, de hecho, She Dies Tomorrow lo utiliza, pero sentí que el tono y el clima eran imposible de definir en términos de marketing. Comedia, drama, horror, ciencia ficción, drama realista”. Podría afirmarse que el film de Seimetz reflexiona sobre las crisis existenciales más comunes y silvestres a partir de un formato (deformado) de terror viral, en el cual las causas y consecuencias del temor al vacío y la inexistencia adquieren una silueta monstruosa que sólo puede advertirse, entre sombras, con el rabillo del ojo. Cuando Jane llega a la casa de su hermano, donde tiene lugar una celebración íntima por el cumpleaños de su mujer, la hilarante conversación sobre la sexualidad exacerbada de los delfines muta a la sorpresa y la incomprensión luego una confesión de la recién llegada: “mañana voy a morirme”. Es el absurdo de esa aseveración sin bases concretas y el choque con el contagio masivo posterior el que termina transformando el relato en una experiencia “que no tiene sentido. Es lenta y frustrante. Y el final no termina de revelar nada”, como afirma un usuario anónimo en uno de los tantos sitios web abiertos a los comentarios de los espectadores. Por supuesto que el final no revela nada: no hay nada que deba o pueda ser revelado. El “virus” de Mañana me muero no puede ser investigado, su ADN nunca será secuenciado y jamás habrá una vacuna para su erradicación. De allí su carácter inasible, indescriptible, innombrable. Un primo moderno de aquella muerte roja de Poe que, una vez ingresada al castillo, no puede detenerse con método alguno. “El hombre es el único animal que pretende ser algo que no es”, afirma vehementemente Jane, cortando el tono festivo de la conversación, antes de acotar que “lo dijo Camus, lo googleé”.

Seimetz filmó parte de la película en su propia casa y para el reparto del último tercio de la historia –que incluye un extenso flashback y dos epílogos– llamó a un puñado de personalidades del cine de su país: la joven scream queen Olivia Dudley, la estrella Michelle Rodriguez y la figura del cine experimental James Benning. El director de Twenty Cigarettes y El Valley Centro encarna a un excéntrico taxidermista enfrentado a un nuevo trabajo –que tal vez sea el último de su vida– con la materia prima más inesperada. Llegado ese punto, y casi sin que el espectador lo advierta, Seimetz ha pasado del retrato de una crisis/enfermedad personal al comienzo de una historia apocalíptica. Y todos los personajes, sin excepción, han comenzado a hablar con los demás de otra manera, más sincera y directa. “Es interesante como ahora, con el covid y las cuarentenas y todo eso, es casi imposible no hablar de ello”, afirmó la directora en una entrevista con el sitio web especializado RogerEbert.com”. “Los primeros quince minutos de cualquier conversación profesional vía Zoom ahora están destinados a responder las preguntas ‘¿estás bien? ¿cómo estás estos días? ¿tu familia está bien?’ Algo inimaginable en tiempos normales. Pero hay algo realmente hermoso en eso, porque estamos atravesando esta época de miedo conectándonos mucho más con la gente que amamos. No hay forma de ir atrás sino sólo hacia delante, pero va a ser interesante descubrir, cuando podamos socializar de nuevo, si logramos recordar lo importante que es conectar realmente con otra gente. Creo que hay un mañana. Pero tal vez no lo haya”. No hay metáfora covidense o de cualquier otra enfermedad real o hipotética en Mañana me muero y, por lo tanto, la posibilidad de un final feliz está obturada desde el primer fotograma. Así son y así deben ser los exorcismos en el cine y los exorcismos cinematográficos: traumáticos.