El gran ayatolá Ali al-Sistani, con quien se reunió hoy el papa Francisco en Nayaf, a 150 kilómetros al sur de Bagdad, es el líder espiritual de los musulmanes chiítas iraquíes y uno de los clérigos más importantes del mundo dentro de esa rama minoritaria del islam.

A Al-Sistani, de 90 años, se atribuye un rol valioso en los esfuerzos por pacificar a Irak tras la invasión estadounidense de 2003 y se lo conoce por apoyar la separación entre religión y Estado, una cuestión aún hoy muy en debate entre los musulmanes. Incluso, ha sido propuesto para el Premio Nobel de la Paz.

El líder religioso no aparecía en público desde hacía largo tiempo. Sin embargo, recibe visitas, mantiene una fluida conexión online con una extensa red de seguidores en todo el mundo y es un referente clave en los intentos de apuntalar la joven democracia iraquí ante sus múltiples desafíos.

El ayatolá vive en una modesta casa en la ciudad santa chiíta de Nayaf, al sur de Bagdad, cerca de la mezquita donde descansan los restos del imán Alí, primo y yerno del profeta Mahoma y primer imán del chiísmo, muerto en el siglo VII. Allí lo visitó este sábado Jorge Bergoglio.

El 90 por ciento de los cerca de 1900 millones de musulmanes del mundo pertenecen a la rama sunita, mientras que el restante 10 por ciento son chiítas, la mayoría de los cuales vive en Irak e Irán, donde son predominantes. Con su visita, el papa Francisco extiende su mano a esa otra gran familia de musulmanes, luego de haber recibido en el Vaticano en 2016 al imán Ahmed al Tayeb de la mezquita Al Azhar de El Cairo, máxima autoridad del islam sunita.

Al-Sistani no es árabe sino persa. Nació en la ciudad santa de Mashhad, en el noreste de Irán, en 1930. Su familia desciende de Mahoma, como indica el turbante negro que usa. Llegó a Nayaf con apenas 21 años para estudiar en el seminario del gran ayatolá Abul Qasem al Khoei, entonces máxima autoridad del chiísmo.

A la muerte de Al Khoei, en 1992, Al-Sistani le sucedió en esa posición que, como la de los Papas, está por encima de la nacionalidad. Durante el régimen de Saddam Hussein (1979 a 2003), dominado por la minoría sunita de Irak, su figuración pública se mantuvo en un incómodo punto muerto.

Bajo periódicos arrestos domiciliarios, en general se mantuvo alejado de la política, y, quizás gracias a ese perfil bajo, escapó a la violenta represión del partido Baath, de Hussein, que terminó con la vida de muchos clérigos chiítas.

Desde el derrocamiento de Hussein y el Baath por parte de Estados Unidos, el gran ayatolá ha jugado un rol destacado en los asuntos iraquíes religiosos y políticos. Su llamado a los chiítas a participar en el proceso político y su respaldo a que fueran los políticos y no los clérigos quienes se ocuparan del Gobierno de Irak marcó una clara diferencia con la teocracia chiíta del vecino Irán, donde un ayatolla, Ali Jamenei, ostenta el cargo de líder supremo y tiene la última palabra en todas las cuestiones.

No obstante, Al-Sistani defendió que el Islam fuera reconocido como religión oficial y que las leyes no contradigan sus principios, algo que quedó consagrado en la Constitución iraquí de 2005. Una y otra vez instó a los chiítas a no responder a los atentados y ataques de extremistas sunitas que, desde 2003, lanzaron una insurgencia tanto contra las tropas de Estados Unidos como contra los chiítas. Su postura le valió dos nominaciones al Premio Nobel de la Paz, en 2005 y 2014.

En 2014 llamó a los iraquíes a tomar las armas para defender a la patria del Estado Islámico, cuando el grupo yihadista sunita amenazaba Bagdad tras haber tomado la norteña Mosul, la ciudad más grande de Irak.

Un año más tarde, durante protestas populares, Al-Sistani instó al Gobierno iraquí a luchar contra la corrupción, reformar el poder judicial y apoyar a las fuerzas de seguridad. Su voz volvió a oírse con motivo de otra ola de protestas aún en curso, iniciada a fines de 2019, contra el Gobierno, para reclamar el fin de la corrupción, puestos de trabajo y mejores servicios públicos.

El ayatolá acusó al Gobierno y la policía iraquíes de ser responsables de la muerte de manifestantes y ha exigido que se juzgue a los culpables. "Ninguna persona o grupo, ningún bando con una visión particular, ningún actor regional ni internacional puede apoderarse de la voluntad del pueblo e imponérsela", dijo en noviembre de 2019 tras la muerte de tres manifestantes en una protesta.