Una de las frases que repito seguido es que el feminismo me cagó la vida. Y si bien es absolutamente irónico, también es absolutamente cierto. Porque ser feminista es doloroso. Reivindicador, empoderante pero muy doloroso. Cada 26 horas duele. Cada título sexista duele. Cada acoso, incomodidad, abuso sexual, duele.

Darse cuenta de que la desigualdad es estructural, te ahoga, que el machismo es un entramado despreciable pero inteligente y que está arraigado en lo más profundo de nuestras ideas, en lo más hondo de nuestros deseos, también. Porque cuando lo ves, entendés que nada de todo lo que te contaron es cierto, que nosotras no somos el sexo débil, que el rosa no necesariamente nos representa, que el instinto maternal es una mentira, que quedarnos calladas es algo aprendido, al igual que todo el resto de nuestras limitaciones que esta sociedad nos impone por ser mujeres.

Suaves, tímidas y en silencio. Quietas, ocupando poco espacio y siempre pero siempre con una sonrisa. Ser feminista te incomoda en el cuerpo. Porque es ahí, en este espacio propio, en este territorio que buscan conquistar, en donde hay rebelión y bronca. Lo visto no se puede desver, ya no podemos dejar de ser lo que somos y ese aire fresco que entra, ese respirar en conjunto, ese andar de la mano, protegidas y entre nosotras, es el gran refugio.

Porque si bien ser feminista me cagó la vida, también me atraviesa una alegría estridente desde la punta de los pies cada vez que entiendo y me doy cuenta de lo mucho que necesitaba, sin saberlo, esta cosmovisión para sobrevivir. Para tener un motivo, más allá del mundano, para tener un norte, un motor, un quehacer bien claro.

Es que ser feminista no es sólo creer que la desigualdad existe y que es voraz, sino también entender que cada femicidio, cada golpe, cada insulto, cada patada, cada frase, cada subestimación, tiene una razón y un culpable. Que todas las violencias que vivimos por ser feminidades, o, mejor dicho, por no ser varones heterosexuales y cisgénero, son evitables. Que podemos hacer, protestar, marchar, leer, militar, charlar.

Y acá me detengo. Porque charlar, también es ser feminista. Charlar con tu tío, con tu viejo, con tu hermano, con tus amigas. Con tus compañeros de trabajo, con vos. Interpelar pero también interpelarte. Cuestionar todo lo que aprendimos, enojarte por todo lo que vivimos y no nos dimos cuenta, aunque la pasábamos mal, aunque estábamos incómodas y no sabíamos por qué.

Ahora sabemos por qué. Ahora entendemos esa vergüenza que sentimos a los 8 años, cuando un varón nos mostró su pene en la calle o ese miedo que nos da caminar a la noche solas. Entendemos el por qué de esos mensajes de “¿Amiga, llegaste?” o el pudor de menstruar y no poder siquiera hablar del tema. También entendemos por qué ganamos un 27 por ciento menos que nuestros compañeros haciendo las mismas tareas, por qué nos cuesta tanto llegar a ser jefas estando igual o más capacitadas que el resto, por qué tuvimos que contenernos las ganas de aprender a jugar al fútbol o a tocar la batería o por qué cuando queremos hablar, nos callan. Entendemos de dónde viene la maternidad obligatoria, la invisibilidad en nuestro idioma, la heterosexualidad impuesta, el terror de una escena de celos, la fobia de ir a hacer una denuncia, la molestia ante esa mirada llena de libido y exigencias de nuestro jefe, el agotamiento de nuestras madres, la injusta carga de nuestras abuelas.

Porque creo que eso también es ser feminista. Entender. Entender que cada realidad, cada mujer, sea negra, pobre, rica, blanca, cristiana, musulmana, judía, tiene ese dolor en común conmigo. El dolor de ser mujer en este mundo hecho por y para los hombres.

Pero lo más lindo y lo más loco de todo este embrollo de darte cuenta es, de una buena vez por todas, escucharnos. A nosotras y a nuestras compañeras. Escuchar que cada pequeña violencia que vivimos, no la vivimos solas, que no nos pasó sólo a nosotras. Que ese infierno dentro de tu pareja, que el abuso y el acoso que sufriste, no son un problema tuyo, no es una consecuencia de nuestras acciones sino el resultado de una sociedad que crea, por acción u omisión hombres violentos, femicidas y abusadores.

Ser feminista es sacarte la mochila de la culpa, esa culpa que nos imponen por ser quienes somos, por desear como deseamos, por hablar y expresarnos como lo hacemos o como queremos hacerlo. Es charlar y no parar de charlar. Porque el silencio, ese legado tan injusto y violento que arrastramos hace décadas, tan funcional a este maldito sistema, es un privilegio con el que ya, varones del mundo, no cuentan. Y eso es un montón. 

*Periodista de género.