Tengo pocas certezas y una es esta: no estoy sola.

La certidumbre se fue tejiendo con el correr de los años, con hechos tristes y otros felices, con días en los que de repente escuchaba a las palabras propias salir de bocas ajenas, desconocidas, porque en definitiva algunas experiencias propias son de todas. Es, también, una sensación que me construyó con el tiempo, que me dio amigas insospechadas con las que a veces no comparto nada más (nada menos) que el cariño de ir creciendo juntas, aunque lo más justo, a esta altura, sería hablar de ir envejeciendo. Hay algo que no deja de asombrarme: la conciencia de caminar acompañada por gente cuyos rostros ni siquiera conozco, y cuyos idiomas (metafóricamente y no tanto) y paisajes son otros. Hay quienes llaman a eso momento histórico, conciencia social, acción política. No está nada mal. Si tengo que pensar una respuesta a qué significará hoy ser feminista, no podría sino empezar por ahí.

De chica no me pasaba. Veo hoy las calles (los pañuelos verdes, los centros de estudiantes, las adolescentes que recién dejan atrás la pubertad, las niñas) y descubro que el mundo es distinto. A las chicas, hoy, sí les pasa.

Intento pero no puedo pensar mucho en los detalles de esos futuros porque los veo profundamente verdes, no tanto (no solamente) en el sentido del derecho a decidir (que sí, por supuesto) sino en su sentido más, digamos, biológico. Es verde con muchos florecimientos por delante, verde brillante, deslumbrante. El color de las muchas luchas en ciernes, las preguntas y los reclamos que hoy tal vez no podríamos plantear, simplemente porque nuestra imaginación política está atada a otras vidas, otros puntos de partida.

Hice la enumeración en la madrugada del 29 al 30 de diciembre, mientras cubría en el Senado la sesión que terminó sancionando la ley de aborto. Cuando yo nací, en Argentina era ilegal el divorcio. Tampoco el Estado garantizaba para sus ciudadanes el derecho a la patria potestad compartida, la educación sexual integral, el matrimonio igualitario, la identidad de género, la paridad en cargos electivos. Mi generación vio nacer esas leyes, algunas en nuestra infancia; todas se las debemos a activismos en cuyos centros de gravedad laten los feminismos. Las definiciones, los límites, los documentos de identidad de cada uno de esos feminismos, ¿quién los puede certificar? Elijo creer en un universo complejísimo en el que entramos todas, aún cuando incluya (¿sobre todo porque incluye?) esa magma imposible de contener, etiquetar, delimitar, a pesar de intentos de todo tipo, a pesar de apropiaciones indebidas, como las que intenta operar la reacción conservadora y el mundo de les antis.

Hay algo inquietante en esa tranquilidad de saber que antes, mucho antes de mí, hay vidas, tradiciones, logros, llantos, peleas, nombres que ni siquiera quedaron inscriptos en la historia porque en los libros no hay lugar para todas, aunque los bronces se hacen con lágrimas y victorias de cientos, de miles, de millones. En esas construcciones, hay deudas que honrar.

Me gusta pensar que las tradiciones están sembradas de trazos invisibles a la distancia: lo colectivo cifrado como desafío individual, los tiempos muertos de las vidas cotidianas que desembocan en preguntas y en ideas increíbles, las charlas banales de encuentros con amigas, los problemas ajenos convertidos en propios porque vamos, a fin de cuentas, de qué hablamos sino de solidaridad, empatía y apuestas (a cambiar, a todo, a crear: a que hay otras formas posibles). Quién dijo que en el lapso de una vida no hay lugar para cambios sociales.

No creo en biblias. Sólo sé que no hay nada seguro, no hay nada ganado salvo lo inscripto en la letra de la ley, aunque vemos claramente que los esfuerzos de la reacción neoconservadora y sus muchas caras (de las más rancias, tradicionales, a las presuntamente modernas, encarnadas por lo general en jóvenes aún más conservadores y con discursos notablemente más violentos, apenas enmascarados para disimular que los constituye el odio a las identidades libres) por torcer y desdibujar lo que, se supone, es explícito y transparente. No pasarán.

Conozco feministas que creen que el único camino posible está en definiciones rígidas, a veces atadas a una identidad partidaria exclusiva y no a otras. Conozco feministas que van sobrevolando esas mismas identidades y picotean en una, en otra, por turnos; conozco feministas ecuménicas. Conozco feministas humildes y feministas de (la cada vez más pauperizada) clase media y feministas sin apuros económicos; ateas, practicantes de alguna religión, agnósticas. No conozco feministas tibias ni solas.

Los feminismos son amplios, dinámicos, contradictorios, como nuestras vidas. Ya lo vimos. En lo personal, lo vi con movimientos en cuya gestación participé de manera directa e íntima, como Ni Una Menos: a los feminismos lo que puede llevarlos -por así decirlo- al éxito es lo mismo que puede generar su fracaso. Es lo terrible y lo hermoso, porque sólo significa una cosa: que están vivos y respiran cada día. Por eso, por ejemplo, la institucionalización es un logro y a la vez es el riesgo de convertir todo en letra muerta, burocracia, obstáculo. Pero de esos caminos escarpados también aprendemos.

Ser feminista es confiar también en que se resolverá, porque a los feminismos nunca nadie los pudo domar.

Si me quedo de este lado, es porque mi certeza de la compañía viene de la mano de la libertad. No es posible llegar ahí sola.