El encuentro con tres novelas inéditas de Hebe Uhart, escritas entre fines de la década del ochenta y mediados de los noventa, confirma el singular aire de familia de su narrativa: un registro minucioso y empático del habla con expresiones, refranes, tonadas y neologismos; las mujeres que se desplazan de pueblos a ciudades más grandes y se “elevan” o ascienden y observan cada detalle con el delicado asombro de la novedad, por más minúscula que sea; la resonancia de “ocupar” un lugar o estar “ubicada”; el interés por las fronteras, dónde termina algo y empieza otra cosa; las maestras que enfrentan muchos obstáculos, especialmente si están en el campo. La diferencia más significativa de esta trilogía titulada El amor es una cosa extraña -que incluye Beni, Leonilda y El tren que nos lleva-, publicada por Adriana Hidalgo con edición al cuidado de Pía Bouzas y Eduardo Muslip, es que las historias narradas están atravesadas por la dictadura cívico-militar.
“La representación directa de climas y acontecimientos de la dictadura fue algo que Hebe rehuía representar, como si la violencia política fuera algo que le resultara improcesable, o para lo cual ‘no tenía el pulso’, como solía decir”, recuerdan Bouzas y Muslip en el epílogo. En El tren que nos lleva, la voz narradora de la maestra está emparentada con la novela Señorita y también con algunos cuentos de La luz de un nuevo día. La maestra que pide que la manden a una escuela “prácticamente de campo” en Moreno --toma dos colectivos y un tren-- piensa en los sentidos posibles de una frase de Perón: “Nadie se puede realizar en una comunidad no realizada”. Esa maestra carga un paquete que pesa ocho kilos con cuadernos, escuadras, lápices y medias para los chicos. Otra de las maestras de la escuela con la que habla, Dina, tiene muchos hermanos, todos un poco menores, que estaban en diversos partidos, “todos para la liberación del pueblo”. El miedo de Dina impacta en la narradora cuando observa a los soldados que recorren la estación de tren con perros. “¿Qué hice yo? ¿Qué tengo que cubrir? Pensaba: ‘Llevé unos paquetes al campo, organicé la biblioteca, ayudé en el teatro de las monjas’. Me decía: ‘Mejor no pienso en el tren lo que hice, me va a venir cara de estar pensando en eso’”.
Eso “improcesable” de la violencia política está diseminado en el miedo de la maestra, que elige comprar la revista Hola de España en vez del diario La Opinión, como si la frivolidad de la realeza fuera un escudo contra la sospecha que implicaría leer durante el viaje en tren el diario fundado por Jacobo Timerman. Como la protagonista de la novela, vivió en Moreno (donde nació el 2 de diciembre de 1936), estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires y frecuentó los cafés de la calle Corrientes. “A medida que yo leía y conversaba sobre liberación y dependencia, se me abría un panorama nuevo –dice el personaje-. Veía todo desde otra óptica; ya no era preciso que alguien hubiese cursado la universidad para que yo lo tratara: no eran ignorantes las personas, estaban postergadas. Y todo lo que yo había aprendido, antes y ahora, no debía ser en beneficio propio. Yo debía hacer algo por los demás. La idea de hacer algo útil me daba vida nueva; sentía que el pueblo y la ciudad se unificaban en mí: había vencido el feroz escepticismo de los treinta, feroz y cruel por tanta vida por delante sin sentido. Ese estado de ánimo era una prolongación de la juventud”.
Pensamiento en todas partes
La primera persona de sus cuentos y novelas no es intrusiva ni sofocante, un talón de Aquiles de muchas escritoras y escritores que reducen la literatura a una especie de campo de batalla de sus propios egos y miserias; hay una hospitalidad narrativa en Hebe que pone a raya el “yo” para abrirse a las voces, costumbres y vivencias de otras mujeres, que no siempre son de la misma clase social. Como sucede con la protagonista y narradora de Leonilda, nacida en el Chaco, en un lugar llamado Colonia Cevallos, que se casa con un polaco “de lengua un poco dura”. La coincidencia con la protagonista del cuento “Leonor” es evidente: las dos son mujeres chaqueñas que están o estuvieron en pareja con polacos; las dos llegan a la ciudad, comienzan a trabajar limpiando casas y la vida urbana las “rejuvenece”: “la ciudad vuelve más joven a la gente –dice Leonilda-. Yo a los dos años de estar en Buenos Aires, parecía que tenía diez años de menos. Un poco ha de ser la ropa, que es distinta; yo al tiempo de estar en Buenos Aires, me puse la mini. Ha de ser el pelo, también y el agua para lavarlo, allá el agua es muy dura y lo deja achatado”.
Hasta en el lenguaje se explicita la matriz de “Leonor”, cuento donde aparece un neologismo hermoso, vinculado con lo que sucede cuando los hijos estudian y superan a los padres por el nivel educativo. “No se debe dar a los hijos más instrucción que la que uno recibió; después los hijos la pordelantean a una”, plantea Leonor. Ese “pordelantear”, con un sentido más amplio, está en una de las novelas inéditas. “Yo no soy mujer de andar penando. Si hay un problema, le hago frente, lo mismo a una persona. Eso lo supe y lo sé hacer, sin pordelantear a nadie”, confiesa Leonilda. Las dos mujeres tienen en común también el hecho de que se vuelven a enamorar o se ponen de novia con hombres que después se van y no vuelven. “Los domingos era cuando más me acordaba de Antonio. Pero ya no me pasaba como cuando quería ir a buscarlo, porque me dolían las piernas. Qué cosa el pensamiento, como va a todos partes y una se queda en el mismo lugar”, advierte Leonilda.
En la novela Leonilda emerge la dimensión de la militancia y la clandestinidad no compartida con la familia, hasta que no queda más remedio que blanquearla. Una de las hijas de Leonilda sospecha que su marido tiene otra mujer. Y se lo pregunta. La respuesta que recibe es “no, lo que pasa es que soy dirigente gremial”. “Y la Marta que se lo pasó pensando en todos esos años adónde iba él, que en ocho años ni abrió la boca, y después resultó que cuando faltaba era que se ocultaba en casas distintas y no podía anoticiar a nadie de dónde estaba, ni siquiera a la mujer propia. Y contó que a un compañero lo habían puesto preso y la policía lo torturó”, se lee en esta novela titulada con el nombre de la protagonista. No hay en ninguna de las tres novelas una Hebe “desconocida”, como si en los textos inéditos se intentara rastrear el lado B o la zona más oscura de una escritora. Suena demasiado conspirativo o rebuscado para una autora que siempre le restó importancia no solo a la idea que se tiene de una escritora o escritor, sino al lugar que ocupan. Nada la aburría y la fastidiaba más que el gueto literario. Entre un festival literario y la posibilidad de recorrer un pequeño pueblo en busca de refranes o visitar un jardín zoológico, Hebe no dudaba en dejar amablemente la fauna literaria que la hacía bostezar con tantas imposturas para tirarle la lengua a los viejos y viejas de un pueblo cualquiera o anotar en su libreta todo lo que podía observar sobre el comportamiento de los monos.
El fin del amor
La novela Beni está narrada en tercera persona. Luisa, la protagonista, es un personaje que está en los cuentos que escribió en los años setenta; se podría decir que tal vez sea la nena de los relatos “Paso del rey”, que registra lo que grita su tía “loca”, la tía María (“¡Son todos ladrones, asesinos, bragueteros putos!”); y de “El tío y la sobrina”. Luisa vive en un departamento que parece una “cajita de zapatos” con su novio Beni, que “no era una persona del tiempo, era del espacio; hoy estaba aquí, mañana allá”. Para Luisa “Beni aparecía o desaparecía como un dios del Olimpo”. Desde lo autobiográfico, Beni pertenece a lo que la propia Hebe definió como “hombres con show”, personajes tan fascinantes como desastrosos, novios y parejas que tuvo. Luisa no puede llevar a Beni a la casa de su madre: “A mí no me traigas acá a ese atorrante”. La narradora se sorprende frente a lo taxativo de la madre. “¿Cómo podía ella definir tan rápidamente, hacer juicios de valor, decir ‘ese atorrante’, sin meditar con todas las pruebas a la vista. Luisa le había contado que Beni vivía en diversas casas y que llevaba para todos lados su única camisa, ¿pero qué asociación tiene eso con la palabra ‘atorrante’?”. Un día Beni se fue y la protagonista “estaba rabiosa porque él pasaba por la vida y por su casa sin dejar huellas, como un inexistente”.
Para colmo de males, Luisa recibe llamados por un tractor que compró Beni y que no pagó. La narración no trastabilla en un melodrama truculento sobre “el fin del amor”. Aunque sea el tópico de la novela. La tercera persona logra esquivar cualquier derrape en carne viva, como si el distanciamiento le permitiera transformar la rabia y la pena en una risa compasiva, que se podría traducir en la frase “me río para no llorar”. En ese espejo en el que se mira Luisa, mientras traduce a Cicerón en un café y observa la gestualidad de una joven pareja y la interpreta (la traduce en probables frases), lo que vuelve es la imposibilidad de esa relación; con Beni no hay otra oportunidad. Y la traducción del amor termina. ¿Cómo tramita Luisa la ausencia de Beni? “La figura de él se le hizo muy fuerte; no podía ir con esa figura a la casa de su mamá. Siempre que él se iba y venía, ella se quedaba con el fantasma de él, pero era distinto: ella conversaba, se peleaba, se amigaba con el fantasma casi igual que con él en la realidad; ahora Luisa se daba cuenta de que él estaba allá, en el campo, el fantasma la acompañaba de un modo doloroso; a lo mejor él siempre estuvo allá y no se movió, sólo mandó su fantasma, pero el de antes era más movido”, reflexiona la narradora.
El título de esta trilogía de novelas es un hallazgo de los editores y viene de una frase que le dice a Leonilda un personaje brasileño: “Amor é siempre cosa extraña”. Después de la muerte de Hebe, el 11 de octubre de 2018, Pía Bouzas y Eduardo Muslip encontraron en la parte superior del placard del dormitorio, prolijamente conservadas en sobres, en carpetas o anilladas, dos de las tres novelas: Beni y Leonilda. La tercera, El tren que nos lleva a casa, estaba en la casa de Muslip, en las carpetas donde el escritor guardaba los materiales que Hebe le daba en los comienzos de los años noventa. Era el único que no tenía título y le pusieron una frase que está en la novela. “Beni apareció en dos versiones: una primera escrita a máquina en papel carta ya amarronado por el tiempo, con portada, título y nombre de la autora (es decir, un material para ser mostrado), y otra versión impresa en computadora, de algunos años después, con reescrituras evidentes en ciertas zonas del relato –explican los editores-. De Leonilda también encontramos dos copias, una en folios, y la otra anillada en esos formatos característicos de comienzos de los noventa: papel carta, tapa roja, anillado grueso blanco. Esto nos hace pensar que los relatos fueron escritos hacia fines de los años ochenta y primera mitad de los noventa, y que Beni es el primero de la serie”.
Entre los papeles de Hebe descubrieron un dato interesante: Leonilda figura como “novela inédita” en un currículum de 1996 que presentó en diversas instituciones donde daría talleres de escritura. Las tres novelas (162 páginas en total) son muy valiosas; no es esta edición un “consuelo” para los lectores, un añadido menor, insignificante. No es el descarte de publicaciones rechazadas. Si un texto no resultaba o no funcionaba (ya fuera crónica, cuento o novela), Hebe lo tiraba a la basura. El período en que fueron escritas, aproximadamente entre 1987 y 1999, Hebe publicó varias novelas cortas: Camilo asciende, Memorias de un pigmeo, Mudanzas y Señorita. Ese momento prolífico en términos de escritura se dio en un contexto editorial local muy difícil; entonces sus libros salían en editoriales independientes con tiradas limitadas, poca circulación y menor visibilidad aún. Bouzas y Muslip se preguntan por qué publicar estas novelas ahora, cuando Hebe no las ofreció a las editoriales con las que trabajó en los últimos veinte años y con las que tuvo buen vínculo: Interzona, Blatt & Ríos, Alfaguara y Adriana Hidalgo. “Las tres novelas son materiales concluidos y revisados por Hebe; comparten con el resto de la obra impulsos muy claros, como la construcción de personajes a partir de una escucha atenta al lenguaje oral, la reelaboración ficcional de experiencias autobiográficas, la aparición de su alter ego Luisa”, argumentan los editores. “Desde los años setenta Hebe reescribió un núcleo de historias, personajes, escenas, y cada momento de escritura no es un ensayo para un texto definitivo sino formas en sí que van articulando una historia, la historia de una voz. En la historia de esa voz llama la atención tanto la presencia temprana de elementos muy reconocibles como el impacto de las experiencias vitales”.
El humor atraviesa estas tres novelas luminosas, como en El tren que nos lleva, cuando la maestra recuerda su paso por la facultad: “En las clases yo siempre estaba leyendo algo que no tenía nada que ver con lo que decía el profesor. Y también cambiaba unos saludos con los del Centro de Estudiantes. Una vez escuché que uno de los muchachos del Centro decía de mí: ‘ella, ¿qué es?. Y otro dijo: ‘Ella es marciana’. Yo no acusé recibo en el momento ni me ofendí: pero cuando me los tropezaba sentía una cierta incomodidad y apuraba el paso; no quería que supieran que yo había oído eso. Después un compañero de curso me invitó a repasar las categorías kantianas para un examen; no sé por qué las repasamos sentados en un banco de la plaza. Él era muy amigo de los del Centro de Estudiantes y mientras él me tomaba la tabla de categorías, yo pensaba que me estaba examinando para ver si era marciana. Parecía sorprendido al ver que yo respondía bien y yo, contenta por un lado de haber vencido esa fama y, por otra parte, mortificada por esa desdicha de la condición humana: siempre sujeta a examen”.
El reconocimiento que empezó de menor a mayor cuando publicó los cuentos Del cielo a casa con Adriana Hidalgo en 2003 fue desplazando hacia los márgenes esa sensación de estar sujeta a examen, que podría aplicarse a lo que sucedió con su obra en la literatura argentina. No era la excéntrica ni la “marciana”, aunque su originalidad, lo que la hacía radicalmente diferente a las demás, surgía de su modo de mirar y decir; un decir que fue construyendo a través del entusiasmo que le generaban las escrituras que le interesaban, principalmente la de los uruguayos Felisberto Hernández y Juan José Morosoli, y de escuchar mucho, preguntar insaciablemente y curiosear hasta el final. Las novelas inéditas de Hebe, como bien señalan Bouzas y Muslip, quedaron a la espera de un tiempo que tal vez sea el nuestro.