Desde muy chica, decidió que trabajaría siempre de su profesión: el dibujo. ¿Podría vivir de eso? Claro. A fin de cuentas allí estaban revistas como Humor y Satiricón para demostrarlo. Y también Billiken o la increíble Humi, donde los niños dibujados dejaban de ser antropomórficos para convertirse en seres extraños (a veces encantadoramente deformes), que dialogaban de igual a igual con brujas, monstruos o insectos. Alejandra Lunik bebía de esos ríos de tinta porque su padre tenía una librería de usados en Martínez, con un sector reservado a las historietas. Pero ahora que lo piensa, su determinación infantil quizás tenga que ver con haber vivido a los saltos. Nació en Chile en 1973, de casualidad, igual que su hermano mayor. Y es que sus padres, dos sociólogos argentinos, se habían sumado como docentes a las universidades abiertas por el gobierno de Salvador Allende. Pero cuando la primavera terminó, la familia debió huir con lo puesto y volver a un país que rápidamente sería ganado por la dictadura y la recesión.

La reconstrucción no fue sencilla pero Alejandra sostuvo su palabra. Así lo deja ver su nuevo libro, Andá a lavar los platos. Editado por Hotel de las Ideas, este volumen reúne una selección de cien viñetas que publica todos los días en La Nación. “Cuando entré en el diario, hace cuatro años, dije ‘o hago mi propia revolución productiva o me muero’. Porque hacer una viñeta todos los días implica un ritmo y un método de oficinista para no morir en el intento”, explica. “Así que vivo tomando notas, escuchando diálogos y apuntando ideas. No necesito ser chistosa todo el tiempo pero tampoco puedo ponerme muy formal. Y no sé si podría dibujar y relatar como si fuera un varón. Sí, el arte y la literatura están plagados de ejemplos donde se cambia el punto de vista pero yo preferí trabajar con un universo familiar, que incluye hombres pero donde la mirada es sin dudas la de una mujer”.

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“La protagonista de mis viñetas, a la que le digo ‘Rodete’ es rubia y usa ropa divina. Me encanta dibujar ropa divina pero no es lo que vivo usando. Y tampoco soy rubia. ¡Pero tengo derecho a un alter ego mejorado! Y además, me gustan esas amigas que tiene. Y me gusta Minerva, una señora mayor inspirada en mi mamá que tiene un poco que ver con Raquel, la mamá de Lola”, dice.

Alejandra suelta una risa amplia que ni siquiera empaña cuando aclara que su madre falleció en 2016. “Por suerte quedan sus amigas, a las que sigo viendo, y mucho de lo que hace Minerva a estas alturas también está inspirado en los diálogos con mi papá, más pragmático que las señoras pero divertido”, relata. Es una mañana calurosa de marzo pero ella tiene césped y plantas protectoras en su patio de Vicente López. Allí está instalada Misha, dominando el territorio. Las cosas no están muy bien ya que es la gata de su novio y por lo tanto, una incómoda visita para Grandbourg, la verdadera dueña de casa, una sombra blanca y negra que acecha desde la medianera. En Andá a lavar los platos hay algunos gatos. Y también dragones que quedan desconcertados cuando la princesa aparece en la ventana la torre para reclamar somníferos, mucho más contenta de recibir a sus amigas que a los caballeros “que cruzan la fosa, pelean con el dragón, escalan el muro, me dan un beso y después no aparecen nunca más”, según proclama.

Tampoco la sirenita se queda en el molde y ronda sin culpa al náufrago solitario. Incluso Cenicienta, ante la visita de su hada madrina, responde: “Puesta a elegir, en lugar de un vestido, zapatos y carruaje, prefiero techo, trabajo y educación”. A estas reversiones de los cuentos clásicos, se suman personajes como Lisa y su hija pequeña, que mira los novios de mamá con una mezcla de admiración y sarcasmo (“¡trajiste otro novio para leer!” exclama frente a un barbudo tatuado). O la increíble Minerva, que va pidiendo pista para una tira propia. Es que la adultez mayor es la gran proscripta en una época donde hasta el rock está liderado por artistas que peinan canas. Y Minerva es rockera a su manera: una señora que puede meterse, literalmente, en la boca de un cocodrilo “porque para eso trabajé toda mi vida”, piropear muchachos, dejarse vestir de modo estrambótico “por mi nieta, que estudia diseño” o suspirar porque aunque nunca tuvo hijos ni se casó, la gente la llama “señora y abuela”.

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“Trato de que la voz de cada personaje sea distintiva pero aún me estoy peleando con eso. A la vez, por ejemplo, el ex de Lisa no aparece, salvo en menciones de su hija cuando se refiere al papá. Porque, honestamente, si bien yo no tengo hijos, mis amigas, que sí los tienen, en general están solas o separadas. Sus mundos y los míos distan mucho de las familias convencionales. Incluso mis papás se separaron hace un montón. Y de alguna manera quiero hablar de esa disfuncionalidad, que es un rasgo de la época”, explica Alejandra mientras toma café y deja que su pelo larguísimo se seque al viento tras una sesión de yoga que tuvo antes de esta nota. “A la vez, no me puedo burlar de todas las cosas de las que me burlaría. Sería mucho más ácida, claro, pero para un medio masivo, eso no se puede”.

Después de estudiar arte en la escuela Manuel Belgrano, trabajó un tiempo como camarera y gracias al uno a uno, pudo pagarse un viaje por Francia y España. La ilustradora Ana Von Rebeur le había hecho una carta de recomendación para que le entregara a Horacio Altuna. Al fin lo hizo, pero todo fue un poco más insólito ya que llegó a él a través de su hijo, a quien conoció de casualidad en Barcelona. Además de “apadrinarla” y enseñarle varios recursos del oficio, el gran historietista le dijo claramente: “que te paguen por aprender”. Así es como Alejandra, al volver a la Argentina, llevó su carpeta a diversas editoriales y recaló en Atlántida. Y es que, como explica, el dibujo es un oficio amplio, a mitad de camino entre el deseo y la necesidad de llegar a fin de mes. A mediados de los noventa comenzó a ilustrar la revista Cebollitas (extensión de un programa infantil regenteado por Cris Morena) y desde entonces, se dedicó al dibujo y el humor gráfico en publicaciones tan diversas como Billiken o Para Ti. También, en Ohlalá, donde entre 2013 y 2016 publicó una viñeta protagonizada por su personaje estrella, Lola, que protagonizó su primer libro, publicado en 2013 por Sudamericana.

Quizás porque desde siempre le interesó lo autobiográfico es que de todas las historietas de su infancia, la que más recuerda es Mi novia y yo, escrita por Robin Wood con dibujos de Carlos Vogt, y publicada en Intervalo. Fan de Hergé y de otros referentes de la línea clara como Yves Chaland, adora sin embargo el humor sutil de Claire Bretécher, precursora desde los setenta de los cómics donde las mujeres hablan abiertamente de sí mismas. Alejandra también está siguiendo con atención a la israelí Rutu Modan, a las españolas Moderna de Pueblo y Flavita Banana. Y está encantada con la nueva serie de China Ocho, que aparece online en Fierro. “Soy de una generación donde, para dedicarte a la ilustración, tenías que tener cierta formación. Y sobre todo, aún existía la posibilidad de trabajar en medios gráficos”, dice. “Ahora veo muchos cómics que son un éxito en las redes sociales y que tienen que ver con contar la propia vida, mostrar fotos de los lugares donde te vas de vacaciones y cosas así. Incluso en esta época de ola feminista, algunos dibujos son más bien una toma de posición a veces panfletaria. Yo tomo posición, sí, pero no me interesan los panfletos. Es decir, creo que mi generación es de transición porque llegamos a trabajar en medios, a lograr vivir de nuestro trabajo y a que nos paguen por eso. No somos de la época de oro pero tampoco tuvimos que atravesar la precarización apabullante de estos días”.

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También las posibilidades del humor se reconfiguraron. Algunas voces de disconformidad se elevaron en las redes, por ejemplo, considerando que mostrar a Lola en sus tareas domésticas era ofensivo porque la disminuía. Y a la vez, los editores y editoras hacen observaciones para cuidar lo que denominan “el producto”; o sea, el diario o revista en cuestión. “Los cambios de época son vertiginosos. Hablo en sintonía con eso. O sea, no tendría sentido dibujar personajes sin barbijo si estamos en plena pandemia como no tenía sentido ignorar los cambios que se produjeron con el feminismo. Las viñetas reunidas en el libro fueron publicadas, en su mayoría, entre 2016 y 2018. Era otro momento político y otro momento para mí en cuanto a las preguntas que me hacía como mujer a mitad de los cuarenta años. De hecho, si mi sección se llama como el libro, ‘andá a lavar los platos’, era porque tenía un montón de dudas sobre cómo sería recibida en la contratapa de un diario donde todas las tiras estaban firmadas por varones”, cuenta.

Fue Liniers quien hizo las gestiones para que Lunik comenzara a trabajar en la sección. En esa misma contratapa, Maitena había publicado las viñetas de sus muchachas punk, bajo el nombre de Superadas, entre mediados de los noventa y 2003. Incluso también fue reina gráfica con sus tiras en Para Ti. Las comparaciones son obvias. Pero las autopistas del humor son anchas y cada quien las transita de manera singular. “Cuando era más chica ya me encantaba Maitena aunque mi mamá decía ‘todo el tiempo habla de tipos, nosotras no somos así’. Lo feminista a mí me viene de mi madre así que lo que ella decía, era lo que yo elegía pensar. Maitena es una estrella y sobre todo, una humorista consagrada. No estoy muy de acuerdo con que nos comparen porque nuestro modo de abordaje de cada viñeta es distinto, incluso en aspectos formales como el trazo, el tipo de dibujo, lo que nuestros personajes dicen y el modo de hacerlo”, explica. “Somos muchas las mujeres que hacemos historietas pero en general tenemos que dar más explicaciones sobre nuestro trabajo. A los hombres no les cuestionan que escriban desde su lugar de varones ni los igualan entre ellos por eso”.

El problema, según Alejandra, sigue siendo la visibilidad e incluso, el hecho de que los y las historietistas se ven obligados a explicar por qué es un trabajo de veras eso que muchos simplifican como “hacer dibujitos”. “Es increíble que aún a esta altura, las historietas sigan estando tan en el borde. Nuestro trabajo está en la contratapa de los diarios y revistas casi como un complemento cuando lo cierto es que mucha gente es lo primero que mira, desde siempre. Pero en un punto, sigue siendo así: las mujeres a la cocina y los cómics, a la oscuridad”, dice. No habla con enojo sino más bien, con la necesidad de seguir evidenciando el estado de situación. Y, por las dudas, aclara: “Lo que digo es una exageración. Pero hacer humor es cada vez más desafiante si tenés que explicar que todo tiene matiz, que dibujar una mujer tendiendo la ropa no es cosificarla sino que en la vida real la gente común tiende la ropa o que dibujar un coreano con los ojos como rayitas no es un gesto de discriminación. El humor nunca se llevó bien con la corrección política”.