García Márquez decía que su mamá era muy supersticiosa y con el paso de años idéntica a su abuela. Ver a una era ver a la otra, una eternidad al alcance que precipitaba la ausencia de la infancia y la ponía delante de sus ojos, sin tiempo. García Márquez tenía casi dos años cuando Luisa Santiaga, su mamá, lo dejó con Tranquilina, su abuela, en Aracataca y se fue con su padre y un hijo recién nacido a probar suerte a Barranquilla. 

“Mi madre tuvo cada año un hijo”, contaba el escritor cuando recordaba que cuando era niño nadie le explicaba por qué él no vivía con su familia: “a los niños no se les explica esas cosas”. El primer reencuentro de madre e hijo es perfumado, así lo olía él cuando recordaba que la reconoció entre muchas otras mujeres vestida como los personajes de las películas de esos años (finales de los veinte, principios de los treinta, con sombrero de campana y traje de seda con bordados color beige) y se abrazaron. Juntos, después, intentaron “escarbar” qué perfume podía ser.

Vivir para contarla empieza con ella, revolotea en Úrsula, en Fermina, en otras menos famosas y aparece con nombre completo en Crónica de una muerte anunciada. Luisa Santiaga no leyó Cien años de soledad porque sabía de qué se trababa, en la familia Márquez no había secretos y menos de alcoba. Decía que su hijo era buen escritor porque su suerte reposaba en esa letra bella y clara que tenía, hablaba con él por teléfono todos los domingos, ese que le arreglaron cuando su hijo ganó el Nobel (“-¿Qué espera de la vida ahora que es madre de un Nobel? -Que me arreglen el teléfono, que lleva tres meses cortado”) y tenían una relación “seria y sin sentimentalismos”.

Casi no vivieron juntxs ni compartieron noche, ni siquiera cuando murieron la abuela y el abuelo. Ella, su padre y una docena de hermanxs en una casa. Gabriel, en otra. La mamá de García Márquez era una caribeña menuda, guajira de estatura baja y apariencia frágil que narraba lo sobrenatural con instinto sabio. Una vela encendida para que no se caiga un avión y rosas amarillas contra la envidia en el escritorio de su hijo célebre. Luisa Santiaga le tenía mucha fe a la vela que encendía cada vez que uno de sus hijxs subía a un avión y sabía que ese avión no se caía por esa vela: “una vez puso una vela para que pudiera salir un tractor que había quedado atascado en una cuneta, cuando le preguntaron cómo se le ocurría que una vela podía servir para eso ella respondió: "hijo, si sostiene un avión en el aire, cómo no va a sacar un tractor de una cuneta.”

Su abuela contaba historias en un castellano lleno de arcaísmos y de imágenes deslumbrantes que después su mamá (convertida en su propia madre) mejoraba y repetía. Las mismas virtudes actualizadas y el mismo carácter. Dos heroínas secundarias de Georgette Hayer protagonizando las historias que escribía el nieto hijo. En añoranza y según convenga, una toma el lugar de la otra. Las dos tuvieron un hilo secreto con ciertos poderes sobrenaturales y juntas son las preguntas y las respuestas que apedrean el día ya casi ido para traerlas de vuela. Tranquilina murió muy vieja y por supuesto delirando, Luisa Santiaga, sin memoria o eso dicen los que cuentan su Alzheimer. Nada se acerca más a la memoria que su olvido porque no sabemos si la memoria es algo que se tiene o solo algo que se pierde (un recuerdo a Gena Rowlands en una escena de película).

La llamaban Niña Luisa, un nombre que recordaba sus privilegios de hija única (todos los vestidos que quisiera y opciones varias a la hora de sentarse a comer) que se enamoró de un telegrafista pobre a pesar de la oposición de su familia, que escribió cartas en secreto y que se casó en junio de 1926 después de vivir tres años de amor clandestino.