“No me interesan las fronteras entre el cortometraje y el largometraje. Vengo de la pintura y la idea de pintar un cuadro más pequeño o grande depende de lo que tienes para meter en él, ¿no es cierto?”. La reflexión del colombiano Camilo Restrepo al comienzo de la conversación con Página/12 no es menor ni anecdótica. Con títulos como Cilaos (2016), La impresión de una guerra (2015) y Como crece la sombra cuando el sol declina (2014), el realizador nacido en Medellín en 1975, ciudad que abandonó a los veintidós años para instalarse en Francia y seguir una carrera artística, podía describirse con la etiqueta “cortometrajista”. Pero el estreno de Los conductos en la Berlinale a comienzos del año pasado –escalón inicial de un tour festivalero que lo llevó a encuentros internacionales como el Festival de San Sebastián y el de Mar del Plata, donde obtuvo el premio a la Mejor Película Latinoamericana– marcó el primer ítem de largo aliento en su filmografía. A pesar de ello, continúa destacando el cineasta desde su casa en París, “no busco el formato antes de tener la idea, aunque sé que hay muchos directores que piensan en los 90 minutos como una meta. En mi caso, el formato se adapta a la obra, a las exigencias del contenido, y de hecho Los conductos dura 70 minutos, que no es una duración muy estándar. En definitiva, es como pintar: si tienes suficientes cosas para meter ahí dentro, entonces necesitas una tela más grande”.

Disponible desde ayer en la plataforma cinéfila Mubi, Los conductos (ver crítica aparte) tiene un punto de partida real: el encuentro de Restrepo, hace varios años, con Luis Felipe Lozano, Pinky para los amigos. Un joven que vivía en las calles de Medellín y había logrado escapar de una secta religiosa. Rodada en 16mm, como el resto de la obra del director, la película (re)construye el presente de un Pinky semi ficcional –un marginal que no le teme al homicidio, un sobreviviente deseoso de acabar con la vida de quien fuera su líder en la secta– y lo cruza con otra historia real, la de los payasos Pernito, Bebé y Tuerquita, cuya trayectoria en los medios colombianos transformó al trío en personajes amados por toda la sociedad, más allá de las oscuras derivas personales, lejos de las cámaras, del último de ellos. El resultado es un film idiosincrático, fuera de lo común, que se enlaza con las constantes temáticas y estéticas de la filmografía previa de Camilo Restrepo; una creación que le debe tanto a Glauber Rocha como al Godard del período maoísta, aunque esas posibles influencias nunca sean literales sino, en todo caso, espirituales. El film -ganador del premio a la mejor opera prima de la Berlinale 2020- es, finalmente, una historia de la violencia en Colombia.

La coincidencia de Pinky con Restrepo es reveladora e ilumina aspectos de la historia que puede verse en pantalla. “Lo conocí por una razón muy sencilla: Pinky era el novio de mi hermana. Ella vivía en la calle como tantos otros jóvenes, trabajando en los semáforos y haciendo malabares para ganarse la vida. Ejemplo de una juventud que no tiene ninguna expectativa profesional porque no ve que haya una posibilidad de futuro, y que sale y la va a guerrear todo el día, esperando que los autos se detengan para improvisar un espectáculo y pedir algunas monedas”. El realizador recuerda que, como tantas otras veces, antes y después, viajó a Colombia con la intención de filmar un corto, aunque en ese momento no sabía muy bien cuál sería el tema. “Terminó siendo sobre ellos, en paralelo con unos señores que trabajaban en un desarmadero de autos. Dos grupos sociales que viven al margen del avance de los autos: unos ganándose la plata cuando se paran en el semáforo y los otros cuando el coche ya no funciona más y lo desmontan en piezas para venderlas”. Ese cortometraje terminó llamándose Como crece la sombra cuando el sol declina y Pinky fue uno de sus protagonistas.

-¿Cómo fue que ese corto de 2014 terminó derivando en un largometraje un lustro más tarde?

-En 2015 volví a Colombia para filmar La impresión de una guerra y Pinky seguía en las mismas, sin empleo. Le propuse que fuera mi asistente. Poco a poco le fui explicando las herramientas básicas: como medir la luz, cómo utilizar el micrófono, etcétera. Fue durante esos días cuando me contó que había estado en una secta de la cual había escapado justo cuando conoció a mi hermana (ella fue, de alguna manera, un anclaje para volver a la sociedad). El líder de esa secta había manipulado a todos bajo ideales supuestamente espirituales, pero lo que realmente quería era ganar dinero y aprovecharse sexualmente de las mujeres del grupo. Al escapar, a Pinky le quedó en la cabeza la idea de la venganza, de ir a matar a este señor, porque de otra forma iba a seguir adoctrinando a otra gente. Era una especie de justicia que para él era normal: asesinar a alguien. Como si se tratara de una buena mala acción, la idea de que al cometer un crimen se puede mejorar el mundo. Me di cuenta de que Pinky todavía pensaba en los términos de la secta, donde les decían que ellos eran los elegidos y que el mundo les pertenecía. Le propuse que matáramos a ese señor, pero dentro de una película de ficción. Así comenzó la idea del proyecto.

-Los conductos no recrea la vida dentro de la secta. ¿No te interesaba esa etapa para incluirla en la película?

-La verdad es que no. Le propuse a Pinky que imaginara cómo podía superar ese momento traumático e imaginar su vida de otra manera. Enunciar el trauma y comenzar a imaginar otra cosa, qué hubiese sido de su vida si hubiera cometido realmente ese crimen. Fueron años de charlas, de reconstruir qué había ocurrido dentro de la secta, y cuando tuvimos suficientes elementos para que él pudiera construir su propio retrato comenzamos a ver qué otros elementos necesitábamos para enmarcarlo. Ese marco, mi aporte personal, mi punto de vista sobre la situación, son esos elementos que no tienen nada que ver con su historia, como los payasos de la televisión colombiana de los años 80, la sátira del Diablo Cojuelo, que forma parte del siglo de oro español, o ese personaje histórico de Colombia, el bandolero conocido como Desquite. Lo que tienen en común es el concepto de las fronteras entre el bien y el mal, de no saber bien dónde están esos límites. La marginalidad, buscar el mejor punto de vista para organizar el mundo, que en la película se ven representados por los claroscuros. Casi como si el espectro luminoso fuera también un espectro moral. No es una película de redención, no intento decir que lo que Pinky quiso hacer era algo bueno o malo, simplemente lo muestro como un espectro de posibilidades.

-En la entrevista que acompaña al film en Mubi hablás de algunas influencias en tu obra. En ese sentido, ¿creés que la figura de Glauber Rocha es esencial?

-Creo que soy heredero de la tradición de Rocha, sí. Una tradición de cine latinoamericano que no intenta retratar la realidad tal y como es sino cambiar los estereotipos de esa realidad. Allí son esenciales la distorsión, la exageración, el distanciamiento, la idea de carnaval. Cosas que Rocha utilizaba. La idea de escapar de los estereotipos sociales que tanto nos encierran en Latinoamérica. Tenemos que mover la imagen fija, el paradigma, y eso pasa por desplazar el ángulo en el cual se pone la cámara. La narrativa, la manera en la cual se cuenta la historia. Un cine que es un poco reivindicativo y cuestiona. Una afirmación contra una situación sociopolítica. El cine miserabilista, el que juega con el efecto del realismo y el testimonio, es un cine que sirve para fijar paradigmas y congelar la imagen de la realidad. Es el cine contra el cual hay que hacer películas, precisamente. Hacer películas contra otras películas. Y contra la televisión. Recobrar la libertad es también recobrar la posibilidad de su representación. En ese sentido, era imposible que Pinky fuera interpretado por un actor, aunque eso se discutió en algún momento, porque él pasó por un período inestable de abuso de drogas y lo perdimos de vista. Pero era imposible: la idea era que él se representara a sí mismo. Por eso le pedí que dibujara su propio retrato y, de esa manera, lograra darse cuenta de que ese dibujo es disímil de su realidad.

-Es interesante pensar Los conductos como una película biográfica que va absolutamente a contramano de las biopics convencionales.

Me gusta coquetear con la televisión, ese gran medio popular, pero sabiendo que mis películas no son masivas ni mucho menos. Lo cual no me molesta. Creo que es importante que los cineastas dejemos de pensar que le estamos hablando al mundo entero. No debería ser así, porque de esa forma se transforma en vehículo de ideologías. Yendo a los personajes de los payasos, por ejemplo, que en los 80 hacían una sátira televisiva midiendo los baches en el pavimento y denunciando la corrupción de los políticos, creo que eso traducía un deseo general de la población. Un deseo que se expresa en el final de Los conductos, cuando se afirma que si Colombia no puede darles un hogar a sus hijos, entonces Desquite resucitará y regará sangre por todas partes.

-Todas tus películas fueron filmadas en formato analógico, en 16mm, y el resultado es un serie de objetos audiovisuales cuya forma es tan importante como su fondo. ¿Es también una obstinación, una toma de posición, una forma de resistencia?

-Es una pregunta extraña, porque siempre se la hacen a los cineastas, pero no a los pintores. Nunca les preguntan por qué un cuadro fue pintado con óleo y no con acrílico (risas). En cierto momento, las empresas decidieron que era más barato filmar en digital y a partir de entonces se transformó en la norma. ¿Por qué tengo que respetar eso? Si puedo no respetarlo prefiero no hacerlo. Cuando dejé de pintar, a los treinta y cinco años, pasé mucho tiempo sin ambiciones artísticas. Pero me compré una cámara Super 8 por la sencilla razón de que me costó 10 euros. Filmé dos cartuchos en París y me di cuenta de que, cada vez que filmaba, estaba súper concentrado, como cuando pintaba. Una noción del tiempo muy particular. Entendí que había una cuestión de economía visual, que no iba a hacer lo que decían las empresas: que con el digital se puede filmar mucho porque es barato. De alguna manera, la mía es una economía de la mirada. Filmar sólo lo que es necesario, saber cuándo prender y cuándo apagar la cámara. Al comenzar a filmar mis primeros cortos en 16mm, con bobinas más grandes y pesadas, entendí la idea del tiempo como una cuestión material. Que el tiempo de rodaje es una lata que pasa de una pila a otra, casi como un reloj de arena. Esa es la razón central. La otra es que descubrí un grupo de personas aquí en Francia, una asociación de artistas que se llama L’Abominable. Allí revelamos el material nosotros mismos y hacemos todos los procesos. El concepto central es que cuando la industria se retiró al digital terminó liberando un espacio enorme en el analógico para los artistas. Ahora podemos apropiarnos y crear con las herramientas que antes eran de su dominio.