A cada cual lo agarró donde estaba, como en el juego de las estatuas. A cada cual lo agarró a la edad que tenía, en la posición vital o política en la que se encontraba. A cada cual lo marcó de diferentes formas, pero ese tatuaje que a cada persona le dejó el 24 de marzo de 1976 sigue hoy revelando quién es quién y en ese tatuaje está todo lo necesario para descifrar de qué madera está hecho, cómo ha seguido su vida y cuáles son los límites morales que se tienen.

Pasaron 45 años y puede que parezca parte del pasado. Casi medio siglo y sin embargo hace semanas, apenas, hubo bolsas mortuorias arrojadas frente a la Casa Rosada. Hay sectores que hoy reivindican aquel golpe de Estado y apelan a las horcas o a las guillotinas para expresar en carteles mal hechos que tienen sed de sangre, que nunca la perdieron, que aquel golpe no solamente interrumpió un proceso democrático que podía dirimirse en elecciones seis meses más tarde, sino que en realidad fue el escenario precipitado para aleccionar no ya a los miembros de las organizaciones armadas, ya diezmadas y sin capacidad operativa, sino también y especialmente a los activistas sociales, estudiantiles y sindicales: el genocidio fue la excusa perfecta para sembrar atomización, terror, silencio, para aplicar un plan económico.

El silencio era salud y estaba escrito en el Obelisco. Y en las aulas y en las reuniones familiares y en las oficinas. Pasamos siete años en silencio, porque muchos no teníamos las palabras. No había de dónde sacarlas. No se publicaban las palabras. Se publicaban mentiras, como ahora. Los que mintieron hace 45 años siguieron mintiendo siempre.

Para muchos todo era nebulosa poblada de fantasmas que de un lado y del otro aparecían y desaparecían. Unos aparecían camuflados de compañeros de clase, o vestidos de uniforme en las requisas diarias. A los otros se los tragaba la tierra, pero era una manera de decir, porque no estaban las palabras. Tuvieron que pasar muchos años, décadas, para entender que un Falcon verde sin patente y un secuestro de madrugada o a pleno día conducían a crímenes inenarrables que sin embargo fueron reconstruidos y narrados por el coraje de los sobrevivientes.

La puja era por la argentinidad. Quién era argentino. Qué era ser argentino. De quién era la bandera. Cómo había que pensar y qué valores había que defender para embanderarse azul y blanco. El golpe picaneó y torturó y robó bebés y fusiló por la espalda y tiró gente dopada al Río de la Plata para que ser argentino significara que la auténtica Argentina no era la del trapo rojo ni la de la alfabetización ni la de los derechos populares sino la de las señoras y señores de botas de carpincho que recibían a Videla tanto en la Sociedad Rural, o como los hinchas domesticados en la entrega de la copa del Mundial.

Todo ese horror tuvo una finalidad principal: quitarse de encima a cualquiera que pudiera oponerse o al menos entender y transmitir que las políticas económicas de Martínez de Hoz, una vez asimiladas mansamente y digeridas como inevitables, serían las que definirían de una vez y para siempre a una argentinidad: la del despojo y la violación del pueblo disimulados en frases hechas y publicadas en los mismos medios que hoy siguen viendo progreso en la entrega y simpatía en el cinismo.

No está tan lejos ese golpe. Han encontrado otras herramientas para seguir dándolo cada vez que tienen la oportunidad. Aquella dictadura ejerció la crueldad y su instinto sanguinario casi orgiásticamente, con la certeza equivocada de que iban tan lejos y asesinaban tanto, que el árbol estaba siendo extraído de raíz.

Se confundieron. La sangre con la que quedaron salpicados nunca se la pudieron borrar de las caras. Han parido hijos o criado nietos que hoy creen que pueden recomenzar el trabajo incompleto de sus antepasados, no dejando vivo a ninguno.

Volverían a equivocarse, porque lo que ellos odian no se asesina, porque no pudieron evitar y nunca podrán evitar la regeneración de la Argentina que los repudia, y que cae y se levanta, que muere y resucita, que vuelve a ser sembrada por cada generación.

Salvo en dos momentos históricos posteriores, pareció que habían logrado el objetivo principal del genocidio. Apropiarse de todo y venderlo. Pero eso es lo que tienen los pueblos y no tienen las elites: son fértiles. Están hechos de una savia tan abundante que es imposible secarla.

Los linajes, los apellidos, los reinados, las dinastías, en cambio, un día se quedan sin heredero, y se extinguen. Y se va acabar esa costumbre de robar y de matar. Más temprano que tarde, se va a acabar.