La relación de Jesús Ochandio con el complejo de viviendas precarias donde vivía desde hacía un año no era nada buena. Quien tres décadas atrás llegó a ser uno de los actores transformistas más destacados de Mar del Plata (no solo uno de los mejores imitadores de Mirtha Legrand en la consideración de sus pares, sino el primero en trascender el circuito local de bares gays para llevar sus personajes a los escenarios teatrales para “todo público” marplatenses), desde hace años, venía trajinando por viviendas cada vez más modestas hasta recalar por último en una de las tantas casillas de paredes sin revocar que componen esa breve vecindad ubicada en avenida Colón y calle 210 del barrio Jorge Newbery. Porque Jesús –“la Ochandío” en esa lengua migrante que conecta al ámbito del transformismo con el mundo electivo de nuestros afectos– lo había perdido casi todo, salvo el vestuario con el que alguna vez dio vida a su panteón clásico: no sólo a la Legrand, sino además a Tita Merello, China Zorrilla y Lola Flores.

Las marcas del odio

Gracioso sin forzar la comicidad, querible por lo bondadoso, solidario y generoso al extremo –tal como se desprende de los testimonios de allegadxs que lo conocieron de los años 90, como el transformista Santiago Flores y su amiga Cintia Pili–, Jesús sin embargo era muy poco querido donde vivía, y no faltó quien se lo hiciera notar. Es posible que la conflictiva relación con el muchacho que amó durante sus últimos diez años no contribuyera a granjearle las simpatías linderas, pero eso difícilmente alcance para explicar las amenazas y gestos amedrentadores que recibía de (al menos) una de las dos personas a cargo del complejo habitacional. Por lo que fuere, la madrugada del sábado 6 de marzo (entre las 5 y las 7 de la mañana) en que su asesino se demoró lo suficiente como para conseguir asestar más de 20 puñaladas a un cuerpo que se defendió tanto como la fuerza de sus 68 años le permitió retardar la letalidad del ataque, los vecinos no creyeron necesario llamar a la policía. ¿Pereza, miedo, buen dormir, acostumbramiento al ruido? Lo cierto es que hizo falta que de su casilla empezara a emanar un humo espeso para que algunos de ellos se decidieran a pasar a la acción preventiva, no fuera que el fuego se extendiera más allá de esa sola pieza.

Daiana, una de sus dos sobrinas, fue la primera en llegar a la casa no bien se enteró de la muerte de su tío, a quien adoraba. El relato que sigue procede de su testimonio, ya que el acceso al expediente permanece aún cerrado, incluso para la familia.

Hubo un primer vecino –previsiblemente, colindante– que habría ingresado a tirar un par de baldazos con los que sofocar el fuego. Y si bien el lugar estaba dado vuelta y lleno de humo, alega, se limitó a vociferar “Jesús” dos o tres veces a fin de constatar que no se encontrara en la vivienda. No habiendo respuesta ni nadie “a la vista” –solo el desmadre ahumado de ropa y objetos parcialmente quemados–, se retiró una vez seguro de haber apagado el foco. Advertida la policía tras un significativo delay temporal (los efectivos asignados llegaron alrededor de las 10), la piecita de 3 x 4 devino sala de espectáculo exclusivo para vecinxs del predio: sobre el colchón sin cama –esparcido como quien vacía el contenido de un baúl– quedaba a la vista de todo el barrio su ropa junto al vestuario con que la Ochandío recreaba sus personajes; oculto debajo del colchón, yacía el cuerpo de Jesús lacerado hasta el hartazgo. A modo de estaca, un cuchillo aún clavado en la espalda coronaba las más de veinte puñaladas con que el asesino lo suplició hasta matarlo.

Transformismo social y combativo

Jesús murió con las valijas hechas y sus pertenencias en cajas que terminaron profanadas en el revoltijo que acabó apilado sobre el colchón: un amasijo hecho de coágulos filtrándose por los resquicios de su tesoro drag y su raída ropa actual. Estaba decidido a irse de ese lugar a la brevedad. El asesino supo improvisar un combo textil altamente inflamable y con eso preparó la pira funeraria que no llegó a ser. En su pequeño legado material, salvado a medias del fuego con que pretendieron borrar las pruebas del crimen, convivían ropas y adornos para montaje con dos Biblias anotadas por él: Jesús, la Ochandío, la mejor voz de Mirtha. Una tercera, junto con algunas prendas manchadas de sangre, fue hallada entre las pertenencias que aparecieron en la casa de Emiliano, el muchacho que Jesús amó con locura hasta el último de sus días, detenido como presunto autor del asesinato, quien aun hoy se desvive en aclararle a la sociedad que él no es homosexual ni nunca lo fue, a pesar de que nadie muestra demasiado interés en los pormenores de su identidad sexogenérica.

Se habían conocido diez años antes en el Parque Primavesi, que bordea el vistoso cementerio de La Loma. Ya para entonces Jesús estaba trabajando con sus compañeras de Atahualpa: fue de hecho el primer varón de la cooperativa –que es a la vez un movimiento social de gran territorialidad– en desempeñarse en el programa de limpieza de baños en plazas públicas, y siguió siéndolo hasta el presente. Su exuberante humanidad no pasaba desapercibida y no solo por el cariño que inspiraba su sola presencia: la Ochandío encarnaba a sus divas locuaces en los espacios de trabajo y lucha que transitó cuando decidió abrazar las causas populares: baños, comedores, marchas de protesta, etc. Con su agrupación, Atahualpa Pueblo Unido - Género y Disidencia, llevó a marchar a una Mirtha proletaria, díscola y combativa junto a las columnas de Barrios de Pie y la CCC. Sabía que con su talento para el humor iluminaba las periferias sociales en las que finalmente se reencontró con lo mejor de sí: su irrenunciable afán de hacer feliz a las personas que lo rodeaban. Bastaba que llegara la Ochandío a colaborar en el cuidado de un baño para que el sector reservado a las trabajadoras de limpieza se transformara en un camarín en el que depositar sombreros, pelucas y accesorios femeninos al lado de las viandas y el agua caliente para el mate.

Violencia y exclusión estructural

La madrugada del sábado 6 de marzo una o más personas lo(la) mataron con saña. Las marcas típicas del ensañamiento y el mapa lesivo que presenta el cuerpo de Jesús trazan los contornos inequívocos de un crimen de odio contra una persona que pertenece a un grupo sexogenérico inferiorizado. Por tanto, aun si el asesinato hubiera sido montado con el solo objeto de encubrir un móvil completamente ajeno al odio por la orientación sexual de Jesús o por su expresión de género, no dejaría ni por un segundo de ser en los hechos un crimen de odio, ya que reviste todas las características materiales de este tipo de ejecuciones sumarias que lo espectacularizan como tal.

El largo proceso de deterioro socioeconómico, físico y de relación que signa el trayecto vital de Jesús, por un lado, y su elegibilidad como víctima de un horroroso crimen de odio, por otro, no son vectores independientes que se intersectan de manera azarosa: son más bien el anverso y reverso de una misma figura hecha de capas acumuladas de violencia y exclusión estructural. Porque en los infortunios de Jesús –en la sucesión de amores frustrados, en el alejamiento de los escenarios que supo transitar durante su plenitud artística e, incluso, en los innumerables traspiés económicos y vinculares que lo fueron acorralando sin respiro sobre el final de sus días–, en fin, en la vida segada de Jesús hay contenida una verdad que trasciende, sin abolirla, a la cuestión identitaria: no hay ni habrá ecuación posible entre capitalismo y convivencia democrática para los parias del orden sexogenérico, como tampoco la hay ni la habrá para ninguna pesrona excluida socialmente sobre las que se funda el orden de cosas imperante. Por eso Justicia para Jesús significa mucho más que investigar su asesinato como un crimen de odio, dar con el asesino y condenarlo de manera ejemplarizadora: Justicia por Jesús es también tomar partido por la Ochandío en esta vida, empatizar con su dolor y su irrenunciable solidaridad hacia toda persona que lo rodeaba e identificarse con sus luchas igualitarias. Porque no solo hay que abolir las condiciones sociales e institucionales que hicieron posible el crimen de odio; falta dar un paso más: hay que provocar un cortocircuito en el trayecto de expulsiones sucesivas que lo arrastra hasta el momento y el lugar donde lo aguarda su asesino.