Dijiste: Me voy a dedicar a leer, Tolstoi, Henry James, Silvina Ocampo, Vivian Gornick, Apegos feroces, ¿no la leíste? Ella dice que comprendió lo que estaba escribiendo cuando entendió la relación con su madre. Y también dice que a veces la madre se enojaba, despotricaba contra las cosas que había escrito la hija sobre su madre, y otras en las que iba por la calle haciéndose firmar el libro por extraños. 

Después te escuché decir algo más respecto a una estadía en Nueva York, el tiempo suficiente para estudiar filosofía de la ciencia, literatura comparada, e iniciar el comienzo de una novela y terminarla con los apegos tan idiosincráticos de esa ciudad tan grande. Yo estaba (lo recuerdo bien, porque corría un hilo delgado de la canilla en la bacha) sentada a la mesa con las piernas estiradas, viendo sin ver cómo movía los pies sobre el piso encerado. ¿Por qué siempre parecía volver las mismas cosas? No lo sabía. Si no fuera por los malhumores de mamá para con mi personalidad yo estaría contemplando esa pregunta sin la espesura del presente. Ahí, en medio de la nada, de la soledad más desbocada, alisa, alinea, tibieza que zurce un tejido de perlas con palabras agraciadas. 

Pero estoy acá. Y no cambió nada. No soy la misma, y sin embargo me doy cuenta que es un espejismo. Como si la vida no comenzara. Y prefiriese verla con el tamaño irrisorio de Tarzán jugando con las hojas de una planta de maceta. No, no me dedico a juegos imaginarios. Prefiero, eso sí, contemplar las sillas quietas, los parches para las esporas que se demoran tanto, la casa en un espacio de la casa que elijo de nuevo sin pensar por qué vuelvo a hacerlo. En realidad, es la casa toda ella frente a las cosas que angostan las causalidades de que por qué están ahí y aún siguen estando. Por un momento, recién, mientras especulaba, pensé que vos deberías haber preferido lo mismo. No lo mismo que prefiero yo, sino esa habitual manera de conjeturar las cosas que no parecen hacer daño, porque son insustanciales, y yo me esfuerzo en cambiar sus significados. 

En realidad, no sé por qué pienso que no soy libre, ya que pienso en mi enfermedad en esos momentos que me deja fuera de juego, justamente cuando estoy compartiendo lo que tanto quiero. Y prefiera por eso el encierro, la similar manera de custodiarla sin pensar por ello que seguirán pasando las cosas que quiero. Estoy segura: eran el jersey, el jeans, las zapatillas, la remera desteñida. Parecía ser tan sencillo, pensar, cavilar, estrujar un manto corvo de cenizas para arrojarlas después al agua. Cuando nombraste a Henry James, yo creí ver algo anómalo, una oración subordinada que crecía hasta morderse la cola, dejando tras de sí el daguerrotipo de un cuerpo figurado en la sala de un paciente que espera. 

Después dijiste: cuando lea todos esos libros, cada libro de cada autor; cuando me dé cuenta de que ya será otra voz la que hable en mí cuarto, te voy a decir que mañana no esperes aquello que tanto buscabas. Porque ya habrá llegado, ya será tarde. Entonces busqué los pinceles y dibujé un rostro afiebrado, esculpido con trazos gruesos y claros, anchos, de una espesura que batía los párpados, y me dije que nadie me podría estar esperando en las calles y callejas de una Nueva York anhelada. Anhelada, helada, templada, aliteración que seguía el fausto de mis ojos sin dejar rastros. Y como si ya nada fuera vano, escuché tus manos crujiendo entre hojas de plástico: nada más, ni cielo, ni tierra, ni los lápices de colores, ni las fotografías de antaño, ya nada quedaba. Ni quedará cuando esta tarde salga de mi cuarto. Y solo veré las baldosas y el cemento helado. La negrura sin fondo, sin los pliegues que descansen los ojos y puedan ver un manto corvo. Corvo de cenizas en esta tarde que será tardecita cuando adelante tenga el mismo parecido que hacia atrás las cosas nunca avanzan. Porque un pie, y un descanso, y el ajetreo que grita cuidados. De esta, de aquella casa. En la misma habitación que conserva el único sueño grisáceo, como grises son los cabellos que a la tardecita vuelven a sus casas. Porque el sol, y porque una gota de aire suspira ser tomada. 

Así, al oído, te escucho hablar de las cosas que nunca pasan, porque siempre estamos pendientes de lo que olvidamos. Pero no me voy a poner sentimental. Odio cuando lo pienso y es la desgracia de saber que siempre seré yo y no vos blandiendo esperanzas, comida pasajera, un dos tres para volver a casa y contar sin rabia, porque nunca podré caerme hasta hacerse pedazos. No, no es lo mismo, ni lo mismo verlo en el mismo cuadro de párrafos que descienden hasta agotarlo. 

Me preguntaba esta mañana qué estaba haciendo para compartir, y me decía que había encontrado el hilo que corría todas las mañanas, todas las tardes, la grandeza de querer saber cuál era la mejor vida para nosotros, y llevabas vos cuando esperabas encontrar tu voz en otro cuarto. En una espesura que llevaba la duda de acopiar muchos espacios y el único que seguíamos aguardando. Interiores que una voz los deja afuera porque al decirlos ya no les pertenecen. No soy yo, es esta forma que desatiende su futuro pensando en lo poco que espera del presente. Ni todos los ríos, ni todas las orillas, pueden caber en una alforja de cuero y cogollo. De colores nuevos con pinceles viejos. De batallas modernas con armamentos antiguos. Del síntoma más apremiante porque de un tiempo a esta parte los medios excusan los fines de muchos o pocos. 

Pero vos decías, dijiste, importaba más lo que decíamos: quiero ver el interior de tu rostro multiplicado en la ventana de una hilera de focos, frente a la orilla de un río que colmado de consciencia lleva y trae sus escombros.