José, de 13 años, murió en un sombrío hospital de Zárate tras haberse disparado en la cabeza con un arma que estaba en su casa, al alcance de su mano. En una tarde definitiva, la distancia entre su sufrimiento y el arma se hizo mínima y, entonces, José  apretó el percutor. 
Hubo allí un salto abismal desde el dolor hacia la sangre. 
Lucas, de 13 años, disparó la nueve milímetros, cargada, lista para usar, guardada en la habitación de su padre, y mató a uno de los ladrones que había ingresado a la propiedad familiar para robar.  
Marcelo, su padre, orgulloso, cuenta que encontró a Lucas abrazado a su hermano Nicolás, quien estaba tendido con un raspón de un tiro en su cabeza, ensangrentado, asistiéndolo. 
Hubo allí una doble explosión de sangres que nunca se mezclaron, la del ladrón desparramado y muerto y la del hermano herido: sangres de cuerpos distantes, uno descartable, sin dolor, sin emociones; otro, propietario de todo el sufrimiento. 
Desde siempre, los ladrones caen muertos como cuerpos vacíos. 
En cambio, Nicolás y Lucas, como niños sufrientes, trasladaron el dolor a su padre que llegó a la televisión argentina para hablar desde ese dolor acumulado. 
Explica Marcelo, el padre, ex custodio, propietario del arma: “Ese muchacho –por el ladrón ultimado por el niño– debería haber sido matado por la policía y no por un chico de 13 años.”
Mundos privados fortificados donde los niños conviven con armas. Y las usan. Contra sí mismos. O contra otros. 
José, de 13 años, cayó ultimado por mano propia en el último umbral de una sociedad sin ternura. Llegó a su propia sangre, la hizo saltar desde sí mismo, a través de una bala del arma familiar. Buscó más allá de la vida lo que en la vida no encontraba. Le decían Obama: un nombre poderoso que, en él, funcionaba como desprecio. El color como una cárcel genética.  
Lucas, de 13 años, actuó como un gendarme de su mundo privado. Con él, la violencia se movió desde los Estados hacia los niños. Nos situó ante el espontáneo nacimiento de una gendarmería infantil y ante el salto abismal desde la ternura hacia la sangre. 
José murió en una sociedad sin ternura. Lucas mató en una sociedad sin ternura. 
Marcelo, el padre orgulloso, propietario de una nueve milímetros cargada, lista para usar, que adiestra a sus hijos menores en el uso de armas, llega a la mesa de Mirtha Legrand luego de que Lucas había dado muerte al ladrón. Llega allí muñido del monopolio del dolor: de todo el dolor, el de su hijo, el que disparó el arma, el de su otro hijo, el que fue herido, y naturalizando, otra vez, el carácter vacío del cuerpo descartable del asaltante ultimado. 
Este cuerpo no es televisivo: ha sido sometido a la total desposesión emocional. 
En cambio, el padre orgulloso es un padre recargado: su discurso está autorizado por la acumulación y traslado del dolor de sus hijos. Es tan televisivo como todo ese dolor acumulado.
Así llega a la mesa de Mirtha, armado hasta los dientes con el monopolio del dolor. Y usará ese dolor como un arma con silenciador. Para silenciar. 
Entonces, Daniel Scioli, ex vicepresidente de la Nación, ex gobernador de la provincia de Buenos Aires, comienza a hablar de la necesidad de desarmar a los delincuentes. En la instantánea preparación del campo de batalla, el contraplano televisivo lo muestra al padre de Lucas achicando la mirada, apuntándolo, midiéndolo, y finalmente diciéndole: “usted fue vicepresidente y gobernador, ¿hoy se le ocurre desarmar a la gente? Mi hijo ya se tiroteó. No me chamulle, lo único que le pido es que no me chamulle”. Tras apuntarlo, le dispara. Ya no hay palabras. No puede haber palabras. 
La seguridad ha sido decretada un campo de gestión por fuera del discurso: la seguridad se resuelve sólo con tiros y muertes. Nada de palabras. Y si la política no aprieta el percutor, parece amenazar, lo hará la sociedad. Lo harán hasta los niños. 
Luego, entrevistado por TN, el padre dirá que hay que volver a los tiempos en los que los chicos podían andar en bicicleta en las calles. Volver al año 85. O al 83, se corrige, donde se podía andar sin miedo por todos lados. Es decir: volver a las fronteras entre la dictadura y la democracia. Allí donde todavía regía el orden militar: donde no había palabras, donde sólo había disparos y muertes.
Es peligroso: algunos medios están permitiendo que circulen, sin discutirlos, estos discursos que, indirectamente, reivindican un tiempo ideal en las fronteras de la dictadura, donde las armas yacen cargadas al alcance de los niños y donde los políticos son humillados por ex custodios con una visible actitud autoritaria. Antes o después de la democracia siempre hay más peligro. 

* Sociólogo y periodista.