-Existe el fuego -dijo ella, mientras corría la cortina y suspendía la mirada en la distancia. La luz difusa de la mañana se vino a posar sobre su brazo derecho, aferrado a la tela, mientras cerraba el puño y las venas se le hinchaban como lombrices.

-Existe -volvió a decir. Parecía querer convencerse de algo.

-Yo conozco el fuego -le dije, animándome.

Entonces ella giró su cabeza y me miró.

-Vos no sabés nada, mocoso -dijo, y cerró los ojos.

Se quedó allí, haciendo equilibrio entre sus recuerdos. Después se alejó de la ventana y se sentó en la punta de su cama. Las frazadas revueltas formaban surcos, como si una cadena montañosa emergiera desde aquella agonía. Sus pasos eran lentos, inseguros. Al caminar sus ojos se clavaban en el suelo y parecían seguir un punto que continuamente cambiaba de lugar.

Volvió a quedar de espaldas a mí. Ahora la luz que flotaba en la habitación se fue a depositar sobre su cara y todo su cuerpo se ennegreció.

-Existe el fuego que enciende –dijo otra vez– y que te conecta con las cosas. Un fuego parecido a un rayo que se descarga sobre vos. Ese fuego viene de otro lado, no nos pertenece. Es incontrolable pero a su vez tiene su uso, su manera de usarlo.

A medida que hablaba asentía.

-Tiene utilidad -dijo-. ¿Me escuchás bien desde ahí atrás?

-Sí, Nona -le contesté-. Sólo que no puedo mirarte la cara.

-Eso no hace falta -agregó-. Ese fuego, y todos los fuegos, no duran mucho -siguió diciendo-. Porque el fuego no puede durar tanto como para salvarnos. Pero cuando el fuego sucede vas a sentir una extraña forma de comunión. Ése es un fuego que te lleva hacia las cosas pero no dura mucho porque la otra forma lo acompaña. Todo fuego necesita arder y cuando arde nos consume.

-Entonces para qué el fuego -pregunté.

Ella alzó ambas manos al aire, como si fuera a intentar una plegaria, pero el movimiento se detuvo a mitad de camino. El brazo izquierdo bajó rápido y golpeó la frazada, una vez y después otra. El polvo inquietó el aire y yo pude mirar a través de esas nubes que flotaban a su alrededor. La luz se despegó de su cara y se trasladó a su espalda. Toda la habitación se iluminó y entonces los escuche reír. Me acordé de aquella noche en que le pregunté si alguna vez tenía miedo viviendo en una casa tan grande y estando sola. "Y a vos quién te dijo que yo estoy sola", me respondió, guiñándome un ojo.

-No hay razón para que exista el fuego, como tampoco hay razones para vivir -contestó.

Se dio vuelta, sentada como estaba en la punta de su cama, y me miró. Su risa era tan joven, tan fresca, como la verdura con la que cocinaba sus ravioles. Su piel se había vuelto elástica y creí notar un rubor en sus mejillas, como si la hubieran maquillado para una fiesta.

-No hay ninguna razón -volvió a decir- y sin embargo acá estamos. Porque entre la nada o el sufrimiento, yo elijo el sufrimiento.

Me quedé mirándola y todo ese polvo que flotaba a su alrededor me hizo reír a mí también.

-Soy como una reina del papel glasé -dijo, y adelantó su mano unos centímetros hasta poder tocarme.

Detrás, la luz degollada goteaba por entre las cortinas y lo que antes eran risas ahora se oía más claro; un murmullo colectivo agolpándose entre los pasillos de la casa. Así que María necesita ayuda, decían las voces.

-Me parece que ya es tiempo de que las cosas se terminen -dijo, mientras asentía lentamente. Y su mano apretó mi brazo y sus dedos se clavaron en mi carne y así me hizo saber cuánto me había querido.

-Todo lo que te queda es la fuerza -me dijo- y el fuego. Y no tengas miedo, porque al final vas a terminar hecho cenizas y ese momento no va a ser feliz pero sí un instante de vacío, y entonces quizá te acuerdes de mí. Todo lo hermoso va a encontrarte -terminó diciendo.

Cerró los ojos y se abrochó la bata.

-Ahora vas a tener que irte -dijo.

-Vos pensás que voy a asustarme -le pregunté.

-Yo creo que vos vas a tener miedo toda la vida -me contestó-. Pero eso no es tan importante. Lo que importa es que mientras te dure el fuego lo puedas usar.

Nos quedamos en silencio mirándonos hasta que ella dijo que sería difícil.

-Todo lo que venga después será difícil, por eso tengo que llamarlos.

-No sé a quién vas a llamar Nona, pero no quiero dejarte sola. Si te vas a ir quiero despedirme.

-Yo ya me despedí y a vos la despedida te va a durar para siempre, así que tenés tiempo todavía. Y ahora dejame sola porque están viniendo.

Apoyé las manos en su cama e intenté levantarme pero no pude. Mi cuerpo se había vuelto pesado y empecé a sentir la lluvia sobre mí. Caía del techo en pequeñas gotas y algunas golpeaban mi cara. Quise preguntarle qué pasaba pero ella se había alejado otra vez y estaba parada al lado de la ventana, con su nariz casi rozando el vidrio. Su cuerpo se balanceaba suavemente y la puerta de su habitación se abrió despacio. Giró su cuello y sin abrir los ojos me dijo que ya era tarde, que ninguno de ellos me iba a dejar ir. Entonces pensé que si no tuvo miedo todos aquellos años fue porque nunca la habían dejado sola.

Alzó los brazos, como si quisiera escalar por la pared, y comenzó a descascarar la pintura que desde hacía años se había ido partiendo, dibujando países imaginarios. Del resto de las paredes caían en trozos los pedazos de pintura y otras manos se marcaban. Su respiración se había agitado y murmuraba nombres y fechas y sostenía conversaciones que interrumpía para darse vuelta y observar el trabajo que hacían los demás.

De mi corazón salió un golpecito que fue a dar contra el colchón de su cama y el polvo flotó de nuevo, desparramando papel glasé por toda la habitación y entonces ahí los pude ver: deshilachados y hambrientos, con sus ojos huecos y sus dedos largos, flotaban en el aire. Estaban todos. Los reconocí porque mi Nona me los había mostrado en fotos.

-Ahora ella va a venir con nosotros, susurraron.

Y entonces entendí que para poder irse ella los necesitaba y que con todas esas manos trabajando el camino se haría más fácil y antes de que todo se apague yo me arrastré por la cama y me abracé muy fuerte a su almohada.